Hace unos 66 millones de años tuvo lugar el evento de extinción que marcó el fin del periodo Cretácico y el inicio del Paleógeno, y que desembocó, entre otras, en la desaparición de aproximadamente el 75 % de las especies de la Tierra, incluidos casi todos los dinosaurios no voladores.
- Por Gonzalo Cáceres Periodista
- Fotos: Gentileza
La ciencia moderna atribuye el cataclismo a un colosal asteroide que impactó de lleno en la actual península de Yucatán. A pesar del tamaño relativamente modesto en comparación con la Tierra, la colisión formó un cráter de 180 kilómetros de diámetro y 20 kilómetros de profundidad, y fue tan poderosa que liberó energía equivalente a 10.000 millones de bombas atómicas como la de Hiroshima.
La explosión produjo una onda expansiva que desencadenó incendios masivos, tsunamis gigantescos y lanzó grandes cantidades de polvo y otros materiales a la atmósfera, bloqueando la luz solar por años, dando lugar a una suerte de invierno nuclear, lo que redujo drásticamente las temperaturas y cambió la fotosíntesis en plantas y fitoplancton (base de la cadena alimentaria).
Esta situación perjudicó directamente a los pequeños mamíferos, principal fuente de alimento de los dinosaurios más grandes, lo que a su vez derivó en la extinción de estos.
En la actualidad se especula que este evento masivo resultó crucial para la aparición y posterior evolución de los primeros primates, pues estos pudieron diversificarse y ocupar los nichos ecológicos que dejaron vacíos los dinosaurios. A lo largo de millones de años este proceso fue dando paso a las especies que formarían parte de la evolución humana. La evidencia fósil indica que el último ancestro común entre humanos y chimpancés vivió hace unos 6 o 7 millones de años.
Pero, y siempre hay un pero, ¿qué hubiese pasado si aquel asteroide no hubiese llegado? ¿La humanidad podría haber tenido la oportunidad de evolucionar? ¿Qué sería de los dinosaurios?
DINOSAUROIDE
Este último escenario fue objeto de estudio para el paleontólogo canadiense Dale Russell. En 1982 propuso la hipótesis del dinosauroide, formulada mientras se encontraba al servicio del Museo Nacional de Ciencias Naturales de Ottawa.
Esta línea básicamente indica que si los dinosaurios no se hubieran extinguido, algunas especies podrían haber dado el salto hacia formas mucho más complejas, incluso de naturaleza humanoide. Específicamente, Russell se centró en la proyección del troodon, un dinosaurio pequeño, bípedo y carnívoro y con un cociente de encefalización (relación entre el tamaño del cerebro y el cuerpo) más alto que el promedio de otros de su especie.
Es decir, Russell sugirió que, con suficiente tiempo evolutivo (entiéndase un rango de miles de millones de años), el cerebro del troodon podría haber ganado tamaño, progresivamente, hasta alcanzar niveles de capacidad cognitiva comparables a la de los primates, dando pie a una cadena evolutiva similar y/o comparable al de los sapiens.
Los supuestos de Russell también se basan en que el troodon, gracias a su postura bípeda y extremidades delanteras funcionales, ya hacía gala de un “punto de partida” anatómico que podría haber facilitado una mayor manipulación de herramientas (o desarrollo cultural). En este punto, el científico se apoyó en la selección natural de Darwin, ya que, a su entender, en un mundo dominado por dinosaurios el azar podría haber favorecido el desarrollo de una especie por sobre otras, haciéndola más inteligente y adaptable.
EL DISEÑO
En colaboración con un artista, Russell imaginó un modelo físico del dinosauroide: un ser de postura erecta, manos tridáctilas con pulgares oponibles, un cráneo grande y ojos orientados hacia adelante (visión binocular avanzada), pareciendo un cruce entre reptil y humano, todo un escándalo para la sociedad científica de su época.
Si bien hubo un sector inclinado a ni siquiera analizar la posibilidad, el dinosauroide encontró su principal obstáculo en la teleología del progreso; es decir, la idea de que la evolución ostenta un “propósito” o tiende a ir en dirección a la inteligencia humanoide (la evolución no es lineal ni persigue metas). Otros, simplemente, argumentaron que no hay evidencia de que la inteligencia avanzada sea inevitable, incluso en especies con características anatómicas “prometedoras”.
Aunque sirvió para estimular el debate, la teoría moderna asume que la evolución no produce inevitablemente una forma humanoide y/o inteligente. Entonces, la comunidad científica no considera la hipótesis del dinosauroide ni sus conceptos como un modelo evolutivo, sino más bien la tachó de pura especulación sin apoyo empírico directo, centrando la cuestión sobre la contingencia en la evolución y las formas en que podrían desarrollarse los organismos inteligentes en otros contextos (por ejemplo, extraterrestres).
En la actualidad, los expertos manifiestan que los dinosaurios –de no haber sucumbido en el evento límite– simplemente podrían haber seguido caminos evolutivos completamente diferentes, dando lugar a una variedad de formas adaptadas a sus entornos (como serpientes, tortugas, cocodrilos y arañas, entre otros), y no precisamente a una especie inteligente.
¿Es la inteligencia avanzada una anomalía evolutiva o una tendencia repetible bajo ciertas presiones selectivas? Esa es la cuestión.