Son demasiadas y muy visibles las diferencias. Son tan enormes las carencias de millones como la abundancia en las manos de unos pocos.
- Por Ricardo Rivas
- Periodista X: @RtrivasRivas
- Fotos Gentileza
Dentro de 23 días, en la medianoche, comenzará 2025. Empezará el año que viene. ¡Feliz Año Nuevo! será el deseo más deseado y escuchado aquí, allá y acullá. Aunque no será así para todos ni todas, por cierto. Solo será para quienes ordenan sus vidas con el calendario gregoriano, en uso desde 1582, que fuera promovido, justamente, por el papa Gregorio XIII. De allí su nombre.
Desde entonces, quedó atrás el calendario juliano que impuso Julio César en el 46 antes de nuestra era o, si se quiere, desde el 708 AUC (del latín Ab Urbe condita) que significa “desde la fundación de la ciudad” (Roma), según los cálculos de Marcus Terentius Varro, caballero romano, nacido en la ciudad de Lieti, Italia, región del Lacio –conocida históricamente como Umbilicus Italiae– en el 116 aNE y fallecido en Roma, la eterna, en el 27 aNE.
Interesante, por cierto. Pero… vuelvo al calendario. Existen unos 40 en este mundo diverso. Los hay budista, chino, hebreo, musulmán, persa, hindú, bahaí, holoceno, babilónico, celta, azteca, incaico, maya, juliano, romano, por solo mencionar algunos. También existen los religiosos y hasta los experimentales como lo son el sueco, el republicano francés, el revolucionario soviético o el patafísico, del que los expertos aseguran que “aún no ha sido redactado”. Curiosidades.
Pero no es todo para saber con precisión cuándo será mañana. Poco más de 6.100 kilómetros al norte de mi querida Asunción, en Venezuela, desde el 1 de octubre pasado, es Navidad porque así lo decretó el autócrata Nicolás Maduro, “en agradecimiento a ustedes” –el pueblo venezolano– y se extenderá hasta el 15 de enero. El dictador canta villancicos en público, se muestra cuando come con alegría dulces navideños, se encienden árboles conmemorativos en los espacios y oficinas públicas. Así sucede desde 2018. Caprichos dictatoriales. Curiosidades.
ÉPOCA INCIERTA
Pero, más allá o más acá de esas cuestiones, para una gran parte de los poco más de 8.000 millones de habitantes del planeta Tierra, cuando sea la medianoche dentro de 23 días, habrá de comenzar el último año del primer cuarto del siglo XXI. No es un dato más. Cuando finalice el año que viene habrá transcurrido el 2,5 % del milenio que corre y –con avances y retrocesos– se acomoda para ocupar su lugar en la historia de la humanidad que, de cara a los tiempos que transitamos y vendrán, parece presentarse como una época incierta, sin liderazgos y poblada de amenazas.
¡Joder! Aunque, claramente, todo puede cambiar. Vaya a saber por qué la memoria vuela hasta noviembre de 1999. Tal vez sea por un incomprobable sentido de supervivencia subconsciente. Pero vale el recuerdo. El fin de siglo y del milenio pasados estaba allí, a la vuelta de la esquina. Poco más de 6.000 millones de personas habitábamos este planeta. Solo el 4,6 % de ellas tenía acceso a la internet. Así las cosas, “el 20 % más rico de la población mundial acapara el 93,3 % de los accesos a (la red), frente al 20 % más pobre que apenas tiene el 0,2 % de (los accesos a) las líneas”, advertía el diario El País de Madrid.
Sin embargo o, tal vez por esos mismos indicadores clarísimos sobre la desigualdad frente a los desarrollos tecnológicos y, por ello, al ejercicio pleno del limitadísimo derecho de acceso a la red de redes por quienes menos tienen, el numerónimo Y2K (Y=year o año, 2=dos y K=kilo o 1.000) –también llamado efecto 2000– crispaba a los y las conectadas (35,8 % en Estados Unidos; 40,8 %, en Australia; 0,7 % en China; 0,3 % en India) porque el sistema informático mundial colapsaría –sería gravemente afectado– en el primero de los minutos de 2000 por un error en la programación del software (bug), que solo reconocía a los años iniciados con el 19 (1900). Sobre la marcha se corrigió. El caos pronosticado no ocurrió. ¿Volverá a pasar? ¿Habrá un Y3K? Tengo la certeza de que partiré sin saberlo.
En aquel 1999 –cuando muchos y muchas se deseaban “buen fin y mejor principio”– la “esperanza de vida” –así la llamaban– se ubicaba en torno de los 68 años. Violencias y conflictos no escaseaban. Timor Oriental procuraba consolidar su independencia a balazos. La OTAN (Organización del Tratado del Atlántico Norte) bombardeaba Yugoslavia en el contexto de la guerra de Kosovo. Se reportaban golpes de Estado en Niger y Pakistán; guerras civiles en Afganistán, Burundi, Guinea-Bisáu, República del Congo, Sierra Leona. También estaban en guerra India y Pakistán en Kargil, y batallaban Etiopía y Eritrea.
DUDA
Pero no todo era aquello. Había otros temas. A los dos lados del Río de la Plata –en el sur del sur– tangueras y tangueros convencidos de que “el mundo fue y será una porquería... / en el 510 / y en el 2000 también”, como en 1934 lo profetizara aquel poeta gigante que fue don Enrique Santos Discépolo (1901-1951), estaban listos para verificar o no aquella profecía cantada, silbada o tarareada. ¡Qué difícil! Nunca supe si hubo respuestas o, para que quede claro, nunca volví sobre el tema. Tal vez por ello la duda que provocó aquella creativa reflexión discepoleana se sostiene en el tiempo.
Hay temas que parecen permanentes. Así sucede con el futuro. Entre ese tiempo impreciso que se inicia siempre en el segundo siguiente y troca en pasado inmediatamente después, pese a su brevedad, es también el espacio más adecuado para enarbolar como bandera la esperanza de las libertades que nos proponemos conquistar y transitar. ¿Habrá quien se atreva a decir y sostener que nunca pensó en lo que vendrá? Es posible que sí, pero... ¿será cierto? Futurizar, tal vez, sea la vida misma.
El maestro Edgar Morin (103) afirma en “Los 7 saberes necesarios para la educación del futuro” que “el ser humano es a la vez físico, biológico, psíquico, cultural, social, histórico”. Quizás y justamente por esas características de la condición humana –de cara al futuro– propone “enseñar principios de estrategia que permitan afrontar los riesgos, lo inesperado, lo incierto (para) aprender a navegar en un océano de incertidumbres a través de archipiélagos de certeza”. ¿Cómo será mañana? ¿Qué haremos el año que viene?
EL FUTURO
“Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida”, dijo unas tres décadas atrás Woody Allen (89). ¿Cuándo llega el futuro?, preguntaron a Albert Einstein (1879-1955). “No lo pienso nunca porque llega muy pronto”, respondió. No faltó una legión de simplificadores epocales que creyeron encontrar en la respuesta una ironía. Incredulidad e ignorancia.
Alan Mathison Turing (1912- 1954) –definido por sus biógrafos como “matemático, lógico, informático, teórico, criptógrafo y biólogo teórico británico”– en poco más de cuatro décadas de vida admitió “saber muy poco del futuro, pero lo suficiente para darnos cuenta de que hay mucho que hacer”. Hay quienes sostienen enfáticamente que fue un verdadero artífice del fin de la Segunda Guerra Mundial. Descifró el Código Enigma que utilizaba la Alemania nazi para sus operaciones militares. Claramente fue un héroe civil cuyo aporte fue imprescindible para la victoria aliada para derrotar a Berlín.
Pero, pese a ello, tal vez no pudo, no supo o no quiso ver, saber ni imaginar su futuro después que se acallaron los cañones y cuando la paz –que contribuyó a construir– se demoraba por nuevas guerras y el crecimiento de la angustia nuclear. El 7 de junio de 1954 su minuto siguiente fue el último después de morder una manzana contaminada con cianuro. Tal vez, cansado de esperar el futuro, canceló su día después. Tan curioso como penoso.
“El futuro pertenece a quienes creen en la belleza de sus sueños”, dijo alguna vez Eleanor Roosevelt (1884-1962) – primera dama norteamericana entre el 4 de marzo de 1933 y el 12 de abril de 1945, cuando falleció su esposo Franklin D. Roosevelt, 32.º presidente de los Estados Unidos. Enorme precepto que Turing desechó cuando creyó saber que el futuro también puede ser cruel, desgarrador y angustiante.
¿FINALIZA UN BUEN AÑO?
Cada tiempo es lo que es. Con todo lo bueno y con todo lo malo de cada momento. “La puta que vale la pena estar vivo”, exclama a voz en cuello el actor Héctor Alterio (95) en el momento más intenso de la película “Caballos salvajes”, de cara al Atlántico Sur y con sus brazos en cruz. ¡Fantástico!
No son fáciles los tiempos de hoy y ni los que vendrán. ¿Cuándo lo fueron? En Ucrania, en Gaza, en Cisjordania, en la milenaria Alepo –que fue Khalpe, que fue Beroea, que fue Halep– en la llamada Tierra Santa y sus inmediaciones parecen expandirse sin remedio lodazales de sangre. Desde Moscú, Vladimir una y otra vez lanza su amenaza nuclear. Los que lo enfrentan aportan más armas que palabras y voluntad para detener el avance de la muerte.
“La vida no vale nada si no es para perecer / Porque otros puedan tener lo que uno disfruta y ama / La vida no vale nada si yo me quedo sentado / Después que he visto y soñado que en todas partes me llaman / La vida no vale nada cuando otros se están matando / Y yo sigo aquí cantando, cual si no pasara nada / La vida no vale nada si escucho un grito mortal / Y no es capaz de tocar mi corazón que se apaga”, canta Pablo Milanés (1943-2022).
“El futuro es algo propio de la infancia”, sostiene Camila dos Santos en el transcurso de un conversatorio dentro del marco de la Cátedra Unesco de la Universidad Claeh, en Montevideo, Uruguay, en la que se propone reflexionar sobre las “Transformaciones sociales y la condición humana”. También reveló que entre niños y niñas emergen claras señales de “ecoansiedad”. Temores ante la idea de un posible cataclismo ambiental. Pero no solo padecen las niñeces.
ANSIEDAD CLIMÁTICA
Con una investigación de gran alcance sobre ansiedad climática que involucró a poco más de 10.000 personas entre los 16 y 25 años, en una decena de países, el 75 % de las personas consultadas opinó que “el futuro es aterrador” y el 50 % respondió “sentir tristeza, ansiedad, enojo, impotencia y culpa” por ello. En la revista científica The Lancet, donde se publican los resultados de ese trabajo, se destaca también que el 45 % dijo creer que emocionalmente ese cuadro las afecta negativamente en la vida, en tanto que 56 % siente que “la humanidad está condenada”. ¡Estremecedor!
Y también, desde algún lugar, una alerta o, por lo menos, una advertencia con base científica sobre ciertos problemas sociales que podrían ser flagelos cuando amanezca en “El día después de mañana”, aquella peli de ciencia ficción y acción que –con liviana pretensión profética– en 2004 abordó el cambio climático a partir de una marea gigante que inunda Nueva York, numerosos tornados que golpean duro a Los Ángeles y una sorprendente glaciación que congela el hemisferio norte.
Pero más allá de tales superficialidades propias de la era pochoclera o de “las palomitas”, en el mundo real, en la vida cotidiana, ecoangustia y solastalgia (ese “conjunto de trastornos psicológicos que se producen en una población luego de cambios destructivos en su territorio, como consecuencia de actividades humanas o del clima”), avanzan como diagnósticos preocupantes.
Salud mental, esa es la cuestión. Para todos y todas. “El Joker” que compone magistralmente Joaquin Phoenix en 2019 aporta algunas pistas para desentrañar algunos interrogantes sociales. Para diagnosticar(nos). “Solo yo sé cómo me siento. Tú solo crees saberlo”, responde ese payaso siniestro con la sonrisa pintada en su cara.
“Dejamos de comprobar si había monstruos debajo de la cama cuando nos dimos cuenta de que estaban dentro de nosotros”, dice sumido en la más profunda angustia solitario en su descascarado dormitorio. “Se ríen de mí porque soy diferente. Me río entonces porque todos son iguales”, piensa y dice desde el interior de una patrulla policial que lo traslada a través de las calles de una ciudad incendiada y en caos.
DIFERENCIAS
Son demasiadas y muy visibles las diferencias. Son tan enormes las carencias de millones como la abundancia en las manos de unos pocos. Tal vez por estas, entre otras muchas razones, para muchas personas cada día es más difícil decir “hasta mañana”. Para otras –también muchas– desear “que duermas bien”. ¿Mala vibra? Tal vez, no. La impredictibilidad y la incertidumbre pesan. Y no son pocas, ni pocos, los que quieren y pueden cargar con ese peso. Pasados, presentes y futuros están inevitablemente amarrados. Aun así, cuando se aborda lo viejo y lo nuevo es sencillo discernir que –como conceptos– dan cuenta de cosas bien diferentes. 2025 viene precedido de guerras tremendas.
Pobrezas, indigencias, hambres, desigualdades, inequidades, esclavitudes, pandemias, enfermedades desconocidas avanzan. Derechos adquiridos de millones son conculcados con impiedad. Para no ampliar los campos de aquello que disgusta, empobrece y entristece, será necesario interpelar e interpelarnos desde la ética de la comprensión de la complejidad humana.
El académico Cristhian Gómez es claro. “La ética de la comprensión es un arte de vivir que nos pide, en primer lugar, comprender de manera desinteresada. Pide un gran esfuerzo, ya que no puede esperar ninguna reciprocidad. Lo malo de esta comprensión es que es efímera y limitada. La ética de la comprensión nos pide comprender la incomprensión”.
OTREDAD
Tengo claro que –si y solo si– únicamente se puede ser con las otredades. Algunos años atrás –tal vez en 2016– mi amigo-hermano Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz 1980, palabra más palabra menos, me habló largamente de la “cultura del encuentro, de la amistad social que se basa en la lógica del poliedro, esa figura geométrica de muchas caras que, a pesar de ser una unidad, está saturada de matices”.
Recuerdo que era la tarde de un cálido verano. Estábamos en un pueblito costero –San Eduardo del Mar– a unos 1.750 kilómetros de la capital paraguaya. Adolfo, también artista plástico, dibujaba y pintaba. Lo miraba en silencio. “Lo que dije, me lo dijo en Roma, en el Vaticano, el papa Francisco”, continuó. Más silencio. Concentrado en su trabajo creativo, sin embargo, expresó: “La riqueza siempre está en la diversidad”. Quien quiera oír, que oiga. Y, ¡feliz Año Nuevo! (así, con mayúsculas) “a pesar de todo”, como cantaba la querida Eladia Blázquez.