El valor de la incertidumbre también pasa por ese berretín de querer saber con precisión para qué fue, qué es, qué será y para qué estamos en la vida. Siento que exclusivamente las búsquedas son las que hacen que la vida sea más larga.

  • Por Ricardo Rivas
  • Periodista X: @RtrivasRivas
  • Fotos Gentileza

Cada una de las pala­bras que volaron sobre la mesa de un café donde me reuní con un respetado académico, pensa­dor, escritor y por sobre todo amigo, cuyo nombre preser­varé a su pedido, quedaron en mí. Querer saber sobre las “corazonadas” es enri­quecedor y algunas de aque­llas conversaciones las suelo añadir inevitablemente en el tránsito y exploratorio de este viaje de ida que es la vida. Una vez más me sorprende la madrugada. No siempre el insomnio resulta aborre­cible. Mucho más cuando se amanece frente al Atlántico Sur y los ojos, como ahora, miran hacia el este.

Percibo que –como cada día– las sombras, no sin resistencia, desisten para dejar paso sin condiciones a las claridades, aunque en esa disputa entre las unas y las otras se instala fugaz­mente –como una especie de “tierra de nadie”– ese espa­cio en el que los grises con sus matices tienden puen­tes a las dudas en procura de algunas certezas. Tal vez ese es el momento en que se derrumba la idea de que “nada es para siempre”, como canta Fabiana Cantilo con letra y música de Fito Páez, porque es en ese espacio, jus­tamente, donde todo es susceptible de ser puesto en cri­sis y desde allí puede llegar a germinar lo sempiterno.

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“La vida solo puede tener sentido en relación con los demás”, dicen que dijo Albert Einstein (1879-1955). Suena fuerte. ¿Será así? Charles Chaplin (1889-1977) fue un poco más allá. “La vida no tiene sentido, hay que dár­selo”, aseguran que pensó y dijo. ¿Corazonadas, expe­riencias? Tal vez. Siempre son parte de la búsqueda o hasta la búsqueda misma. “Sonríe, aunque te duela el corazón”, dice Chaplin a la que fue su musa, Paulette Goddard, en “Tiempos modernos” (1936), película de culto desde aque­llos cercanos y lejanos tiem­pos del llamado cine mudo. Segundos después, con un tan enorme como conmo­vedor ejercicio gestáltico, impetra: “Sonríe, aunque lo tengas roto”. ¡Siempre el corazón! Las corazonadas no dan ni un solo paso atrás.

“Lamento no haberte sabido expresar lo que alberga mi corazón, que ha latido silen­ciosamente por ti toda mi vida”, escribe Einstein –en una sentida carta póstuma que dirige a su hija Lieserl– aunque admite luego que, para confesar ese senti­miento, “tal vez sea dema­siado tarde”, al igual que “para pedir perdón”, pero físico genial e insuperable como lo es, le explica que lo hace entonces y en ese momento porque “el tiempo es relativo”. Con esas líneas el padre de la relatividad satis­fizo su necesidad e impericia para decir “te quiero” y asegu­rar a Lieserl que “gracias a ti he llegado a la última respuesta”.

EL CORAZÓN Y SUS RAZONES

¿Cerebro versus corazón? “El corazón tiene razones que la razón ignora”, senten­cia Blaise Pascal (1623-1662). “Parole, parole”, escribieron Gianni Ferrio, Leo Chiosso y Giancarlo Del Re en la Ita­lia del 1972 para que fuéra­mos coreutas informales de Mina y Alberto Luppo, para cantar nuestras corazona­das desde el amplio mundo de las incertidumbres. Amor y desamor muchas veces exigen transitar lo incierto y recorrer escabrosos labe­rintos de los que no siempre se puede “salir por arriba”, como exhorta don Leopoldo Marechal.

¡Joder! El valor de la incerti­dumbre también pasa por ese berretín de querer saber con precisión para qué fue, qué es, qué será y para qué esta­mos en la vida. ¿Vivir en la incertidumbre? ¿Por qué no? Siento que exclusivamente las búsquedas son las que hacen que la vida sea más larga. “Si no esperas lo inesperado no lo encontrarás”, propuso el filósofo presocrático Herá­clito de Éfeso.

Pero… ¿qué es la incertidum­bre? “Es la conciencia de que lo que más falta nos hace no es el conocimiento de lo que ignoramos, sino la aptitud para pensar lo que sabemos”, dice el maestro Edgar Morin (103). ¿Queda algo fuera del espacio de la incertidum­bre? Probablemente, no. “La incertidumbre es el tram­polín hacia un pensamiento mayor”, sostiene Maggie Jac­kson (72). Escritora y perio­dista trascendente, el 3 de mayo de 2021 dijo a la colega periodista Analía Llorente, de BBC Mundo, que “real­mente tenemos que desper­tar al poder y los beneficios de la incertidumbre”.

Pensaré sobre ello. ¡Cuánto antes! “Hemos entrado en la era de las incertidumbres”, afirma Morin. ¿Alguna época no lo fue? Profundo silencio. La respiración se acelera. Kardia se excita. El corazón cuyos latidos parecen mar­car el ritmo de la incertidum­bre advierte e interpela sobre casi todo lo bueno y aun sobre casi todo lo malo que imagi­namos y/o vivimos desde el inicio de los tiempos. No encuentro respuesta para ese interrogante.

BELLEZA CALEIDOSCÓPICA

Desde niño me atrajo este lugar. Esta vista del Atlán­tico Sur en el momento justo y breve de cuando el sol se esfuerza por superar las olas para instalarse regio en el firmamento es increíble­mente poético. Ni siquiera los vidrios de este bar –opacados por la bruma marina en este nuevo día– puede con tanta belleza caleidoscópica. Cabo Corrientes –el punto geográ­fico más cercano a Sudáfrica de estas costas– colecciona secretos, misterios, sueños, brevedades e inmensidades. Cientos de miles de amores y desamores nacieron y murie­ron aquí para devenir luego en recuerdos de alegrías o tristezas vividas en fugaces tiempos veraniegos.

Dejo atrás la mesa donde me acodé por algunas horas. Me acerco a las rocas que –desde millones de años– no ceden a las rompientes. Res­piro profundo. Unos 1.670 kilómetros hacia el norte se encuentra mi querida Asun­ción, donde también resido y a la que procuro regre­sar pronto. Después de dos meses y unos pocos días en viaje, extraño sus calles, sus gentes, sus calores, sus tor­mentas y los fuertes con­trastes naturales y sociales que percibo o descubro en cada caminata. Sé y siento que buenas y buenos ami­gos siempre me esperan y disfruto cada uno de esos reencuentros. Corazonadas.

Vuelvo a mirar en busca del horizonte. La inmensidad de ese mar es tan inmensa que con frecuencia siento que no lo puedo ver sin ayuda. Algu­nas veces a Bruno –el mayor de mis nietos que hoy vive entre los Alpes franceses y la pujante Torino, en Ita­lia– aquí mismo le expli­caba que allá, lejos, des­pués del horizonte, está África. “Escucha con aten­ción, con los ojos cerrados, ¿rugen los leones?”.

Caminábamos tomados de la mano. Estrenaba “abue­lidad”, como llama a ese tipo de amor Paulina Red­ler, médica psiquiatra y psicoanalista, desde 1980. Una brisa sin calidez –de un segundo para otro– se llevó recuerdo de la sonrisa de aquel niño que me veía asombrado con sus enor­mes ojos azules. Retornó el silencio. También la respi­ración profunda. Sudáfrica, Cape Town, Groote Shuur… Poco menos de seis décadas atrás aquellas palabras que atrapaban la atención mun­dial llegaban hasta mí desde detrás de ese horizonte.

Clive Haupt y Dorothy unieron sus vidas seguramente cargadas de sueños conjuntos e ilusiones

PIONERO

Los nombres de Christiaan Neethling Barnard y Louis Wahshkansky, también. Médico cardiocirujano el pri­mero y paciente el segundo –al igual que sus biogra­fías– se unieron para siem­pre. Louis –un tendero de 56 años cuya vida se extingui­ría inevitablemente en pocos días– desde el 3 de diciembre de 1967 vivió 18 días más con el corazón de otra persona. Barnard lo hizo. El primero en la historia. Científico estu­dioso, tuvo la corazonada de que era posible y se atrevió. La opinión pública levantó la voz. Arrebatadamente y con indignación no eran pocos ni pocas quienes lo insul­taban llamándolo “buitre”, “sádico”, “anormal”.

¡Increíble! Incluso algunos médicos se mostraban críticos. Sus colegas, en tono de adver­tencia y en la previa del acto quirúrgico, se conoció luego, le dijeron: “Es una locura. Lo matarás”. Con convicción pro­funda, Barnard avanzó hacia el quirófano. Estaba con­vencido de que no tenía nada que perder. El colega perio­dista Paco Rego escribe en diario El Mundo de España, “con trasplante o sin él, Was­hkansky estaba en la ante­sala de la muerte”. Desde Ita­lia, con una carta, alguien fue más allá. “Por favor, detenga esas operaciones. Un hom­bre no debería reemplazar un corazón humano (…) no puede sustituir a Dios”.

En otra misiva, desde Aus­tralia, un “varón” lo anotició que había pedido a la policía de Ciudad del Cabo “que lo arrestaran ‘lo antes posible’”. Así eran los tiempos en el siglo pasado cuando tan enorme como esperanzador y exi­toso avance de la ciencia ganó espacio desde el sur africano atravesado por odios cruza­dos, violencias, crueldades y violaciones sistemáticas de los derechos humanos. El apar­theid (apartamiento, separa­ción, segregación, en lengua afrikáans que deriva del neer­landés) oprimía, violentaba, abusaba en Sudáfrica.

Desde cinco años antes (1963), Nelson Rolihlahla Mandela (el recluso 46664) era prisionero estatal con­finado en la isla de Robben, sometido a trabajos forzados, violencia física e incomuni­cación absoluta. Represión era el único verbo que con­jugaban tanto Charles Rob­berts Swart, jefe de Estado cuando se confinó a Man­dela, como Jozua François Naudé, el sucesor. Autocrá­tico y sin considerar siquiera la dignidad humana, justa­mente Naudé decidió que aquella operación debía ser expuesta como un éxito de ciencia sudafricana.

“Podemos vincular este momento en la historia clí­nica con una imagen posi­tiva del país después de toda la propaganda dirigida contra nosotros en el mundo. Debe­mos felicitar y alentar al pro­fesor Christiaan Barnard en todo momento”, ordenó –en línea con aquel– el entonces primer ministro John Vors­ter a su gabinete, revela el escritor sudafricano Donald McRae en 2006 en su libro “Every second counts: the extraordinary race to transplant the first human heart” (Cada segundo cuenta: la extraordinaria carrera para trasplantar el primer corazón humano). En el mundo crecía el repudio hacia el racismo.

Philip Blaiberg vivió 19 meses más con el órgano implantado por el doctor Christiaan Barnard

BRONCA

Volví a sentarme a la mesa en el mismo bar donde comencé este amanecer que –como tal– ya era el pasado. “Un ristretto”, ordené. Permanecí en silencio. Siento que Barnard, sin que se le conozca algún dato o episo­dio de resistencia explícita al apartheid, tal vez pudo haber sentido mucha bronca por el uso político que los autócratas dieron al primero de los tras­plantes cardíacos de la histo­ria. Como muchos médicos, él vio a Louis Wahshkansky como una persona que, con una grave patología cardíaca, en horas habría de morir.

Seguramente, con certeza científica se lanzó en pro­cura de una solución quirúr­gica novedosa –atrevida– que la valorizó como ese único recurso posible de intentar. Saber de una mujer joven fallecida operó en él como un disparador y pudo haber seguido aquella corazonada que –como idea incierta– no tengo cómo sustentarla, aun­que la relaciono con el repen­tino recuerdo de Clive Haupt, un obrero negro que a los 24 años murió de repente en una playa cercana de Cape Town.

Era entonces el 2 de enero de 1968. Clive, más que como un pensamiento o un recuerdo admito que irrumpe como una invisible visión de un incom­probable deseo de resistencia epocal. Mis ojos están sobre el horizonte. Sé que unos 6.655 kilómetros hacia el este que miro se encuentra el hospi­tal público de Groote Schuur, incrustado en las primeras estribaciones de la ladera del Pico del Diablo (Devil’s Peak), que se eleva unos mil metros por sobre el nivel del mar en Ciudad del Cabo.

¿Porqué pensar en aquello hoy? No lo sé. Tal vez, la razón pueda encontrarla –aunque no lo tengo claro– en la repu­diable ola de racismo, de dis­criminación, de xenofobia, de múltiples discursos de odio que por estos días atraviesan nuestro maltratado planeta. Tres meses antes del fatídico día en que murió Clive había desposado a Dorothy. Unie­ron sus vidas seguramente cargadas de sueños conjun­tos e ilusiones, apoyándose en voluntariosas certezas y corazonadas que abrupta­mente terminaron en el pri­mero de los lunes de enero del 68 cuando Haupt cayó pesa­damente sobre la arena.

El derrame cerebral que puso fin a la vida de Clive fue la causa que el doctor Venter –neurocirujano– y un colega con la misma especialidad señalaron en el momento de declarar que el infortunado carecía de actividad cerebral. Tampoco su corazón latía. Venter informó de inmediato a Barnard la muerte de Clive. El cardiocirujano indicó a su equipo que mantuviera ese cuerpo en 27 grados centí­grados y conectado a un cora­zón-pulmón artificial.

INCERTIDUMBRES

Varias incertidumbres con­vergían. No era momento para dudas ni demoras. En una pequeña sala clavó sus ojos en los ojos de Dorothy y pausadamente le explicó qué se proponía hacer con el corazón de su esposo, que hasta horas atrás latía con la esperanza de hacerse viejos juntos. También le dijo cuál habría de ser el procedi­miento a seguir. ¿Nos autori­zas? “Si mi marido puede sal­var de la muerte a un blanco, adelante”, dicen que dijo la joven viuda.

Diez minutos después, Barnard retiró el corazón de Clive de su pecho para implantarlo –a las 11 de aque­lla mañana– en el tórax de Philip Blaiberg (58), odon­tólogo blanco, que vivió con ese órgano 19 meses más. Aquel al que ya había quie­nes llamaban “el hombre de los dedos de oro” lo hizo de nuevo. Desde ese minuto el corazón de un negro comenzó a latir en el pecho de un blanco. Nada más ni nada menos. Duro golpe para la cruel política del apartheid.

Clive y Philip –porque Bar­nard tuvo aquella corazo­nada, la siguió y lo hizo– desde entonces son parte indisoluble del fin del apar­theid. Aquel trasplante car­díaco posibilitó además que las sangres rojas, rojísimas y similares –ambos eran B+– se mezclaran y circularan en el cuerpo de ese “odontólogo blanco”. El apartheid crujía. La sobrevida de Philip con el impulso del corazón de Clive es un capítulo valioso en la historia de las corazonadas y de la igualdad. Entrecierro los ojos. El sol encandila.

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