Los tecnólogos de la maldad sin límites pareciera que también decidieron aterrorizar el ciberespacio. Los ejércitos del mundo desde algún tiempo organizan y ponen en operaciones los sistemas de armas que despliegan para la ciberguerra.

  • Por Ricardo Rivas
  • Periodista X: @RtrivasRivas
  • Fotos AFP / Gentileza

Un par de años atrás –tal vez tres, para ser preciso– en el transcurso de una capaci­tación sobre seguridad para periodistas en el internet, el instructor nos recordó que al exvicepresidente de los Estados Unidos Dick Che­ney, con 60 años por enton­ces, en los primeros días de julio de 2001, en el George Washington University Hos­pital de la capital norteame­ricana, le instalaron un mar­capasos del tipo llamado ICD para resolver una insuficien­cia cardíaca.

Todo marchó bien hasta que 72 días más tarde se produjo el ataque terrorista contra el WTC (World Trade Center), que convirtió en una mon­taña de escombros las Torres Gemelas. Ante la emergen­cia, inmediatamente el car­diólogo personal de Dick, Jonathan Reiner, ordenó que desconectaran parcial­mente el ICD como medida antiterrorista preventiva. El propio Cheney, tiempo des­pués, entrevistado en el pro­grama televisivo “60 minu­tos”, lo confirmó y precisó que el especialista “desactivó la función inalámbrica” del dis­positivo.

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“Me parecía una mala idea que el vicepresidente llevara un dispositivo que alguien, en la habitación de al lado o en la planta de abajo, pudiera hac­kear”, dijo Reiner alguna vez ante la prensa. Desde enton­ces, esa historia la escuché varias veces. La cibersegu­ridad es una de las preocu­paciones de estos años de continuos desarrollos tec­nológicos aplicados a la vida cotidiana y, en ese contexto, las y los periodistas –al igual que políticos, economistas, hombres y mujeres de nego­cios y aún quienes no lo son– somos blancos preferentes de quienes quieren espiarnos, acosarnos, hostigarnos, ate­rrorizarnos o amenazarnos con esas herramientas.

Todo es posible. Más aun y a modo de ejemplo, vale mencionar a Pegasus –un malware de fabricación israelí que solo puede ser comprado por Gobiernos– y es el programa de espio­naje más popular con el que se suele infectar teléfonos móviles con aquellos fines y “a distancia”. Ya casi cae en desuso el seguir a alguien para saber dónde está porque desde el celu lo puedo geolo­calizar en tiempo real.

Cientos de beepers utilizados por miembros de Hezbolá estallaron en el Líbano el pasado 17 de setiembre

INTERNET DE LAS COSAS

Sospecho que “Vigilar y casti­gar”, aquella obra predictiva y esclarecedora de Michel Foucault, tiene en el ciberespacio un campo más que propicio para desarrollarse y advertir sobre la constante de querer disciplinar cuando emerge y avanza la llamada (IoT) internet de las cosas que, sin prisa pero sin pausa, envuelve a quienes habitamos la aldea global, que cada hora es más amenazante.

La conectividad tecnológica pareciera avanzar más que la conectividad humana. Ser y estar no siempre es conectar. Mi comunidad creada versus la comunidad a la que perte­necemos. Dos ecosistemas no siempre convergentes. Y, por si fuera poca la complejidad, en cada uno de ellos se incor­poran y desarrollan vulne­rabilidades para las que no siempre estamos preparados. Transitamos, como explora­dores en espacios desconoci­dos entornados con noveda­des e inseguridades.

Las violencias estremecen. Siempre y desde siempre. Las violencias dejan cicatrices. Así como la paz es una cul­tura deseable y un valor por alcanzar, la violencia es una práctica social indeseada y un disvalor del que es nece­sario alejarse. El Wall Street Journal un puñado de días atrás destaca que 280.000 personas fueron asesina­das en el marco de la guerra entre Rusia y Ucrania. Si se contabilizan las que resul­taron heridas, poco más de 1 millón están afectadas. Los detallistas de la muerte sostienen que la cantidad de bajas “por bando” está equi­librada.

INFANTERÍA DESECHABLE

¡Error! Todas las víctimas –asesinadas o heridas– per­tenecen a un mismo bando, el colectivo humanidad. Los analistas de temas bélicos coinciden en señalar que en el campo de batalla se aplica –como práctica– el concepto de “infantería desechable”. ¡Bastardos! Para que quede claro: el soldado que se niega a asesinar o pretende retirarse para no ser un asesino es ase­sinado. ¡Horror! El peligro de ser humano.

El 5 de julio pasado, en una carta que publica la revista médica The Lancet –una de las más reconocidas en el mundo– se estima que la cantidad de muertes en la Franja de Gaza se elevaba entonces “hasta 186.000 o más” desde el 7 de octubre de 2023, cuando el grupo terrorista Hamás atacó por sorpresa en el sur de Israel para asesinar a más de 1.300 personas y secuestrar otras 250 a las que llevó como rehe­nes. La publicación realizada por The Lancet estima que “la población en la Franja de Gaza en 2022 se situaba en 2.375.259 habitantes”. Aquellas muertes, entonces, “representarían entre el 7 y el 9 % de la población total” de esa región geográfica.

Sin embargo, el 10 de julio, las autoridades sanitarias palestinas en Gaza repor­taron oficialmente “38.300 muertes” desde el inicio de las hostilidades en el terri­torio. Rasha Khatib, Martin McKee y Salim Yusuf, acadé­micos con amplia experiencia y autores de la publicación, fundamentan aquella trágica estimación en la cantidad de muertes directas e indirec­tas que produce todo con­flicto. Destacan en el texto que “los conflictos armados tienen repercusiones indi­rectas en la salud, más allá de los daños directos causados por la violencia” y precisan que realizaron una “estima­ción conservadora” de cua­tro muertes indirectas por una directa. Para ello, toma­ron como válida la cifra de 37.396 muertes que el 19 de junio reportó el ministerio de Sanidad del grupo terrorista Hamás. ¡Devastador!

Algunos informes de inteligencia aseguran que Hezbolá compró más de 5.000 dispositivos analógicos para comunicarse para evitar ser geolocalizados

ORIGEN

La palabra asesino –como infinidad de otros vocablos en el idioma español– tiene origen árabe. Algunos aca­démicos sostienen que justa­mente se origina con la pala­bra Al-Hashshashin cuando transcurría el siglo XI. Lide­rados por Hassan-i Sabbah, la historia cuenta que fue­ron ellos quienes lograron tomar el castillo de Alamut, provincia de Qazvin, Irán, a 2.163 metros de altura en el macizo de Elburz, al sur del mar Caspio.

Los Al-Hashshashin fueron leyenda y sus hazañas fue­ron relatadas, entre otros, por escritores como el eslo­veno Vladimir Bartol, Frank Yerby o Amin Maalouf.

Justamente este último relata en “La espada sarra­cena” que el grupo se man­tuvo en Alamut durante 166 años hasta que esa posi­ción fue doblegada y luego destruida por los mongoles liderados por Hulagu Kan, hermano de Mongke Kan y nietos ambos del célebre Gengis Kan, que en el 1258 rindieron, tomaron, saquea­ron e incendiaron Bagdad. Pero, desde mucho antes, tal vez desde el siglo I de nuestra era, de la voz aramea sicarií se asegura que deriva sicario.

Los sicarií –un grupo disi­dente de los zelotes judíos– que resistieron con enorme firmeza la ocupación de los romanos en Judea tam­bién combatieron contra las fuerzas de ocupación con las mismas estrategias que diez siglos más tarde aplicaron los Al-Hashshashin. Con el paso del tiempo aquellos Al-Has­hshashin y Sicarií también fueron llamados terroristas. Tal vez sea una simplificación o quizás una interpretación reduccionista.

Sin embargo, coinciden­tes expertos en temas béli­cos aseguran que actuaban en pequeños grupos y que cumplían misiones concre­tas que alguien les encomen­daba incluso antes de nues­tra era para matar. Líderes romanos, herodianos, reli­giosos, integrantes de las élites, saduceos, recaudado­res de impuestos fueron sus blancos. Eran una verdadera amenaza social que con fre­cuencia atacaban a sus víc­timas cuando se encontra­ban en reuniones públicas multitudinarias que por sus dimensiones les facilitaban el acercamiento subrepti­cio a sus objetivos, elimi­narlos y luego huir mezclán­dose entre la concurrencia. Matar, aterrorizar y generar pánico eran tres característi­cas propias de aquellas accio­nes. Nada nuevo, por cierto.

MÉTODOS DESPIADADOS

El Concejo de Europa en su “Manual de educación en los derechos humanos con jóvenes” (https://www.coe.int/es/web/compass/war-and-terrorism) explica que “los tres grupos ‘terro­ristas’ más famosos exis­tentes antes del siglo XVIII (...) son conocidos como zea­lots, los assassins (asesi­nos) y thugs (matones)”. De cada uno de ellos indica que los zealots, también cono­cidos como sicarií, “fueron un movimiento judío del siglo I que trató de expulsar a los romanos de Palestina (y, para hacerlo,) utilizaron métodos despiadados, inclu­yendo mezclarse en las multi­tudes durante las reuniones públicas y apuñalar a la víc­tima antes de volver a desapa­recer entre la multitud”.

De los “assassins (dice que) eran una secta medieval musulmana chiíta que bus­caba purificar el islam y a destacados líderes religiosos usando métodos similares a los de los sicarií para ganar publicidad”. Y, finalmente, de los thugs (afirma que) eran un grupo indio a veces clasificado como un culto o una secta, que se desarrolló durante aproximadamente 600 años, que asesinaban brutalmente a los viajeros por estrangulamiento y de acuerdo a normas muy espe­cíficas”.

Esa misma publicación informa que todos esos gru­pos “fueron eliminados en el siglo XIX” a través de las acciones de “informantes” infiltrados en ellos. Traidores y farsantes. Bajo el título de “el terror como arma y el terro­rismo como flagelo social”, didácticamente el Concejo de Europa explica que la Asam­blea General de las Naciones Unidas tiende a definir esas prácticas como “actos delic­tivos concebidos o planea­dos para provocar un estado de terror en la población en general, en un grupo de per­sonas o en determinadas per­sonas que son injustificables en todas las circunstancias, cualesquiera que sean las con­sideraciones políticas, filosófi­cas, ideológicas, raciales, étni­cas, religiosas o de cualquier otra índole que se hagan valer para justificarlos”.

Los Al-Hashshashin, islámicos que dominaron Alamut en el siglo XI, aterrorizaron a las poblaciones de entonces hasta que fueron derrotados por los mongoles

ACCIÓN CRIMINAL

La tarde del reciente 17 de setiembre en Beirut, Líbano –cuando los relojes marca­ban las 15:30– se alteró. A una multitud de personas les vibraron los “busca”, los “bee­pers”, los “localizadores”, los “pagers” o como quieras lla­marlos. Unos pocos segun­dos después esos pequeños aparatitos estallaron. Llanto. Desesperación. Impotencia. Incomprensión. Cuando los ayes de dolor aún no habían cesado, casi un día después, los ataques se replicaron en cientos de “walkie-talkies” en la misma ciudad.

Hasta la mañana del viernes se sabe de poco más de 30 personas asesinadas y cerca de 4.000 heridas. Algunas de las víctimas son niños y niñas pequeños asesinados como consecuencia de una opera­ción terrorista –acción crimi­nal, como define esos hechos la Asamblea General de las Naciones Unidas– pergeñada para aterrorizar aún más a un conjunto social que padece aplastado desde largo tiempo por el autoritarismo impuesto por los terroristas de Hezbolá.

¿Qué es lo que no se entiende? Una vez más desde Oriente Cercano, Oriente Medio, Tie­rra Santa o cómo se la prefiera mencionar, se elevan múlti­ples interrogantes y uno solo. ¿Qué pasará ahora? Esa ope­ración especial tan parecida a una acción de terrorismo tanto desde una perspectiva literal y como jurídica con el fin de neutralizar terroristas, para el terrorista líder de la organización terrorista Hez­bolá, Hazzan Nashrallah, es una “declaración de guerra”.

Angustia global. ¿Cuál será la actitud del flamante pre­sidente Masoud Pezeshkian, líder persa de Irán? Al pare­cer, lo sucedido estaba desde algún tiempo en la planifica­ción estratégica y táctica de Israel. El colega periodista Marcelo Cantelmi revela ayer en el diario Clarín de Buenos Aires que en el por­tal informativo Al-Monitor se indica que “el ataque con los dispositivos Israel lo pre­paró para usarlo en el pico de esa eventual conflagración” y que “decidió adelantarlo (en su ejecución en el transcurso de) una reunión de once horas de los servicios de inteligen­cia israelíes tras confirmarse que dos altos oficiales de Hez­bolá sospechaban de los bee­pers” que, finalmente, se acti­varon a distancia.

Los tecnólogos de la maldad sin límites pareciera que también decidieron aterrori­zar el ciberespacio. Los ejér­citos del mundo desde algún tiempo organizan y ponen en operaciones los sistemas de armas que despliegan para la ciberguerra. Para la gue­rra a distancia o no presen­cial como lo hace posible en otros ámbitos la internet de las cosas (IoT). Para matar a quien sea sin que la sangre salpique al criminal, sea sol­dado o combatiente irregular. Para que poderosas y podero­sos puedan ver, tal vez cele­brar y conocer en tiempo real –como en el streaming– a tra­vés de los ojos de un satélite ubicado fuera de la atmósfera terrestre de qué se trata ser asesinos remotos sin el riesgo de morir en el intento.

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