Este domingo, Toni Roberto evoca la figura del artista brasileño Lívio Abramo, maestro de varias generaciones de artistas paraguayos y padre del grabado moderno latinoamericano.

Desde la emoción escribo estas líneas que leyera el miérco­les pasado en el teatro Tom Jobim en el cierre de la mues­tra “Las huellas de Lívio”, que se presentó por varios meses en el Centro Cultural de la Embajada de Brasil en Asunción.

Son las 21:00 en punto. Como todos los días desde hace más de cinco años, me siento en la mesa de tra­bajo. Quiroga, detrás de la “cabina de cristal”, como diría mi amigo Bruno Masi. Se encienden las luces y empieza el programa. Frente a mí, el profesor Tommy Verón, un joven de 24 años prodigio de la percusión. Del otro lado, el invitado Seba Ramírez, músico y docente de la Universidad Nacional de Asunción.

La larga charla dura dos horas. En medio de ella me dice una frase que me trans­portó absolutamente al pasado, a los años 80: “Siem­pre le digo a mis alumnos ‘yo no solo enseño música, antes que nada enseño a pensar música’”. Estas palabras me llevaron absolutamente al concepto del maestro Lívio Abramo, quien decía: “Antes que nada me interesa gente que piense, que el arte sirva para pensar, para hacer bue­nas personas; después vere­mos si salen artistas o no”.

Es curioso, paradójico, en aquellos años que él llega al Paraguay a finales de los años 50, cuando en Asun­ción se construía el moderno Hotel Guaraní y se seguía enseñando, increíblemente, en educación artística “el punto de fuga perfecto para el rancho perfecto”.

LÍVIO EL “JORNALISTA”

El tiempo pasó, Lívio aquel periodista, “jornalista”, para los brasileños, emparentado con las luchas por las reivin­dicaciones sociales desde los años 30 en el Brasil, como su hermana fundadora del Partido de los Trabajadores, sigue vivo en los recuerdos y emociona ver a la gente joven que pregunta y se inte­resa en la vida y obra de este hombre, padre del grabado moderno latinoamericano.

Ojalá muchos pudieran tener una vida de artista. Ningún día es igual al otro, decía en la charla que tuve con el músico Seba Ramírez, que esta semana partió a perfeccionarse al mismo instituto al que asistió el inolvidable Lobito Martí­nez en Boston.

Recuerdo los días de Lívio en Asunción desde que me tocó convivir con él desde los catorce años en sus talle­res. La magia de cada día, un comentario sobre un poema dadaísta, una charla sobre la Venus de Milo, sobre alguna etnia del Paraguay, mien­tras la gubia hacía lo suyo en su incisión a la madera, otros como yo con un sim­ple lápiz, manchas y tinta, dándole forma a alguna vieja hoja olvidada en algunos de los rincones de aquel taller de la calle Santa Fe, luego Coro­nel Irrazábal esquina Presi­dente Eligio Ayala.

LA VIEJA COMBI Y EL CASAMIENTO DE GRETA

Una campera de jean, un des­teñido vaquero, una trans­parente mirada y el camino seguía en la vieja combi azul, los pasajeros, la distinguida familia que él armó en el Para­guay aparte de la suya; el inol­vidable Manito, el artista de Cateura; Edith, Fabiola, Ale­jandra, Alba Rosa, Fátima, Carlo, Lela, Greta, Margarita Sánchez y quien escribe, pre­parados para algún viaje en esa camioneta azul, acostum­brada a recibir ese mundo de gente que el maestro invitaba para recorrer alguna mues­tra, Asunción o simplemente ir a su lugar preferido de siem­pre sobre la calle Palma, el Di Trevi.

Esa vida de “familia del arte” de este maestro brasileño-pa­raguayo se rubrica en esta inédita foto del casamiento de Greta Gustafson con Juan Manuel Marcos en mayo 1975. Ahí está parte de su familia paraguaya, además de su esposa Dora Guimaraes.

ANTES QUE NADA, ENSEÑAR A PENSAR

La contemporaneidad y actual vigencia de este maes­tro llegaron para mí en las palabras de ese eximio joven músico sentado a la mesa de mi programa radial/televi­sivo. Termino con esas letras que inspiraran estas líneas: “Yo no enseño música, antes que nada enseño a pensar música”. Gracias, Lívio, por darme las herramientas para volver “a pensar a pensar” en el camino que la vida decidió darme.

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