Relato de la escritora y docente uruguaya residente en Paraguay Irina Ráfols incluido en su libro “Encuentros cercanos”, publicado recientemente por la Editorial Rosalba.

  • Por Irina Ráfols
  • Foto: Gentileza

Desde hace diez años, Germán la visita. Se sienta al lado, arranca yuyos como si fuera la gran labor. La siente allí. Pero no le dice nada. Desde hace diez años cum­ple el mismo rito. Sentarse allí y no decirle nada. Des­pués de una hora en que cavila cosas, se levanta y se va sin decirle adiós. Pero esta mañana, este último domingo de abril se le dio por romper el silencio.

- Te extraño, Margarita.

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-¿A mí?

Se da la vuelta, sobresaltado, buscando, pero rectifica que está solo.

-Sí, soy yo.

Da la vuelta y mira la lápida.

-¡Es tu voz!

-Soy yo, sí.

-Pero ¡cómo es posible! ¿Dónde estás?, ¿te puedo ver? -exclama con la mano en el pecho.

-Cuando vos venís yo siem­pre estoy sentada al lado tuyo. No me ves, pero yo te veo, y estoy acá sentada.

-¿Desde cuándo me ves?

-Te vi siempre, siempre que venís.

-Hace diez años que vengo a verte. ¿Por qué nunca antes me hablaste y hoy sí?

-Porque vos nunca antes me hablaste. Y hoy sí.

-Así éramos antes. Si yo no hablaba, vos no abrías la boca. increíble! ¿Cómo estás?

-Mirá, no puedo barrer, ni jun­tar las hojas, ni regar las plan­tas. A veces tengo ganas. Pero no puedo hacer lo de antes. Salgo a caminar a veces y ando así. Hubiera sido entretenido que me hablaras cada vez que venías. Pero seguís igual.

-¡Perdoname! Yo no sabía que podías hablar. No sabía que esperabas que yo te hablara.

-Recuerdo que es lo mismo que antes. Seguís igual, viejo.

-Ya sabés cómo soy…

-Sí, sé.

-No sé qué hacer ahora, ¡me muero de la emoción!

-No, por favor, no te mueras. Mirá si te me quedás al lado y no hablás. ¡No!, dejá nomás, no vengas.

-¡Qué graciosa sos! Ja, ja.

De pronto los absorbe un silencio. Él no sabe a dónde mirar, no sabe cómo ponerse. El viento mueve la copa de los árboles, el sol es suave. Alrede­dor todo está lleno de color y de vida. Si no mira y su cerebro le dice que no hay nada, puede creer que ella está ahí, viva, que nunca murió, que salie­ron a dar un paseo en un par­que. Hace rato no respira con tanta fuerza. Hace rato que no ríe. Que sea un fantasma es, simplemente, una cuestión de apariencias. Y las apariencias no importan.

-¿Sabés que la Chela se casó?

-¿Quién es Chela?

-Tu hija.

-¡Ah!, es que no recuerdo mucho, solo te recuerdo a vos, creo que te recuerdo porque estás acá. Algo se refresca. Nadie más viene a verme.

-La Chela está en Francia, se casó al poco tiempo que vos nos dejaste. Y se fue con el esposo. Sos abuela. El nene tiene cinco años. Me envía fotos.

-Ah, no los recuerdo. Pero ahora que me lo decís, sí.

-¡Qué pena! Bueno, a lo mejor eso está bien para que no extrañes y te lamentes.

-No te preocupes. No me lamento. Hay muchas cosas que ya no siento. Pero tengo pensamientos de vez en cuando y sé que vos estás atado a mí. Siento eso. Creo que ya me habitué a esta forma.

-¿Nunca pensaste en ir a casa?

-No me acordaba de la casa, no recuerdo nada, pero cuando vos me hablás, las cosas se dibujan.

-En casa está todavía Maggi, la perrita, tu compañerita, ¿te acordás?

-No, pero ahora que lo decís, sí. La veo, tus palabras me crean imágenes. Seguí hablándome. ¿Cómo es?

-Una caniche negrita, trompa fina alargada, muy ruidosa y nerviosita. Ahora como está vieja corretea menos.

-La veo ahora, veo eso que decís.

-¿Y te acordás de nosotros?

-No. Describime.

-Vos tenías diecinueve y yo veintitrés. Te conocí en un colectivo. Vos subías a cierta hora, te sentabas adelante. Yo te miraba con insisten­cia y te hacía dar vuelta la cabeza para mirarme. Así nos conocimos. Sin hablar. Nos conocimos sin pala­bras. Uno puede conocerse al mirarse. Uno puede que­rerse sin hablar.

-Yo tengo la sensación de que las palabras importan. Me habrán importado mucho a mí antes. Fijate que ahora que me hablás, reacciono. Y mirá lo que soy ahora.

-No puedo verte, Margarita.

-Por eso mismo.

El aire corretea alrededor, muy cerca de ellos. Las hojas se vuelven susurrantes entre el viento. El pasto es fresco bajo la caricia de sus manos. Ger­man se siente de fiesta. Vivo. El corazón le late con una fuerza más intensa que nunca.

-Yo dejé todas tus cosas. No las quise sacar. Y pasaron diez años. Yo pensé que vos estabas en la casa todavía.

-No, nunca salgo de acá, no ando muy lejos. No se me ocurre. No recuerdo nada. No recuerdo la casa, quién era, nada. Solo se dibujan cosas cuando vos me hablás.

-No sabés cómo te extraño. No hay un día en que no te imagino. Para mí vos seguís allí.

-¿Eso te consolaba? ¿Te hacía bien?

-No sé. Soy un hombre muy solitario. Prefiero vivir del recuerdo que vivir. Tengo toda una vida, cincuenta y siete años contigo. Tengo tantos momentos, lo recuerdo todo tanto que a veces me olvido de que no estás y te hablo como si estuvieras. A veces te llamo a la mañana cuando me despierto, después me acuerdo de que no estás. A veces me enojo y te regaño por haberme dejado.

-No me fui a propósito.

-Sí, sí, ya sé.

-Tengo la sensación de que nunca hablaste tanto.

- Yo no era de hablar, Marga­rita, y eso a vos te disgustaba.

-¿Ah, sí?

-Sí. Ahora estoy emocionado, por eso hablo tanto. Necesito tanto hablar contigo.

-Diez años en venir acá y ni una palabra.

-Perdón. Estoy tan emocio­nado que…

-Me duele el pecho, respiro y me duele, me duele de verdad… Margarita…

-¿Qué?

-Estoy teniendo un infarto.

-Tranquilo, no te asustes, no es grave. Yo tuve lo mismo y acá estoy.

-Margarita…

El viento es gris, las hojas no cantan. Todo es manso y quieto. Un cielo pálido, una tierra pálida, una sensación de aire libre. La ve a su lado, serena; se sienta junto a ella en el pasto. Extiende la mano, ella la toma. Y sentados los dos, completos y serenos, dejan para siempre las palabras.

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