¿Recordar el futuro? ¿Por qué no? Nada me sugiere ni me dice que sea una misión imposible. ¿Por qué no suponer que “la flecha del tiempo” va en otro sentido? De hecho, –y por los indicios que aportan algunas prácticas sociales– siento que pese a los permanentes desarrollos tecnológicos en no pocas cosas la humanidad se repite.
- Por Ricardo Rivas
- Periodista X: @RtrivaRivas
- Fotos: Gentileza
“Mire, usted, sinceramente no lo sé. Pero sí sé cómo será la cuarta. Será con palos y piedras”, dijo Albert Einstein en el transcurso de una entrevista que le realizaron en tiempos de la era nuclear, en el siglo pasado. Quien entrevistaba al padre de la teoría de la relatividad, al parecer como ejercicio, le preguntó cómo imaginaba la tercera guerra mundial. Ante ese interrogante con perfume de hipótesis que planteó quien lo entrevistaba, don Albert tenía la convicción de que, si aquella conflagración sucediera, cuando finalizara habría desaparecido todo rastro de la civilización y, en alguna forma, “volveríamos al Paleolítico”.
Tengo la convicción de que Einstein era, a la vez que un genio, un tipo divertido, con enorme sentido del humor y de la mordacidad. Admito que puedo equivocarme totalmente. La ironía era uno de sus territorios preferidos. Y, desde esa particularidad que coincidentes cronistas de época le reconocen, intuyo que conceder entrevistas lo tomaba como un pasatiempo. Einstein desde siempre me dispara interrogantes. El tiempo y el espacio –como temas– son parte de mis intereses y curiosidades.
Con demasiada frecuencia al doctor Pablo Sisterna –físico y músico notable–, le consulto sobre esas especificidades y, en particular, sobre la que se conoce como “la flecha del tiempo”. Y, en este punto, vuelvo a Einstein, quien –desde la perspectiva de una hipótesis académica– nos interpela y nos la hace bien difícil: “¿Por qué no podemos recordar el futuro?”. No tengo la respuesta. Ni siquiera la imagino. Creo que forma parte del pensamiento complejo. Orden, desorden. Caos, cosmos. El Big Bang. Ignorancia, saber. Conocimientos, pertinencia. Y algo un tanto más profundo: ¿Qué significa ser humano? No es sencillo saberlo.
En alguna de sus conferencias, Edgar Morin (102) – sociólogo y filósofo– sostiene que “se debe demostrar que ser humano no se trata únicamente de ser un individuo, sino que se trata de formar parte de una sociedad y que no somos solamente un pequeño elemento de ella porque esta sociedad en sí se encuentra en nuestro interior con su idioma, con sus costumbres (...), porque todo nuestro patrimonio genético se encuentra en cada célula de nuestro cuerpo”.
LA HUMANIDAD SE REPITE
¿Recordar el futuro? ¿Por qué no? Nada me sugiere ni me dice que sea una misión imposible. ¿Por qué no suponer que “la flecha del tiempo” va en otro sentido? De hecho, –y por los indicios que aportan algunas prácticas sociales– siento que pese a los permanentes desarrollos tecnológicos en no pocas cosas la humanidad se repite. La cinta de Möbius. “El problema de la mundialización, que se aceleró a partir de la década de los 90, consiste en una unificación técnica y económica del mundo con la posibilidad de comunicar de un punto a otro del planeta. (Pero) hay que darse cuenta de que esta unificación (...) no ha hecho progresar ni la comprensión entre los pueblos ni (para desarrollar) la conciencia de una comunidad planetaria”, apunta Morin, quien sostiene que “en este mundo paradójico a menudo, por el contrario, las personas se encierran en sus culturas, en sus nacionalidades, en sus religiones”.
Profunda observación que no puedo –ni quiero– dejar de vincular con las incertidumbres y la consecuente búsqueda de certezas. ¿Somos lo que somos desde que fuimos? Desde Europa llegan voces que dan cuenta de que en aquel Estado-región se transita un estado de preguerra. ¿Otra vez? Parece que sí. Lo de siempre, siempre. ¿Hay algo en tu pasado que te pueda joder? Sin dudas me atrevería a preguntar a la aldea global si esta postulara para ingresar en futuro. Y, según su respuesta, tal vez, iría por más, aunque en el mismo sentido: ¿Hay algo en tu presente que te pueda joder?
Mucha de la información que circula desde el pasado 6 de junio nos trae noticias de la guerra. Sí, como sucede en casi todos nuestros días desde mi nacimiento. Dejé la vida intrauterina cuando se peleaba la llamada guerra de Corea que –aunque no se recuerde masivamente– no ha finalizado. De hecho, antes que tuviera 36 meses, un 27 de julio, los coreanos del norte –comunistas– con sus compatriotas del sur –capitalistas– firmaron el Armisticio de Panmunjon, que mantiene partido a ese país a la altura del paralelo 38°. En el balance posterior al alto el fuego, se contabilizan entre 4 y 6 millones de personas muertas entre civiles y militares.
Ciertas precisiones sostienen que medio millón de muertos son soldados surcoreanos mientras que un millón son chinos y norcoreanos. Las mayores bajas, claramente, se verifican entre la sociedad civil. Algunos dicen que Estados Unidos ganó la guerra. ¿Alguien puede afirmar con aquellos luctuosos datos a la vista que alguien haya salido triunfador después de tanta muerte?
IDEA CURIOSA
Hasta hoy, si bien el número no es confiable y suele variar, unos 28.000 soldados norteamericanos permanecen en la zona sur de la península coreana para mantener la paz. ¿La paz? Curiosa idea, por cierto, para llamar a un alto el fuego que mantiene abierta una confrontación bélica del siglo XX –el siglo de las guerras– cuando transitamos el primer cuarto del XXI.
En la semana que pasó, la información de guerra llega desde las hoy serenas playas de Normandía. El 6 de junio de 1944 allí cayeron 4.440 soldados aliados. Norteamericanos, canadienses, franceses, británicos e incluso algunos sudamericanos. La estadística que prolijamente construye la Comisión de Tumbas de Guerra de la Commonwealth (CWGC) da cuenta también de más de 5.800 soldados que resultaron heridos o desaparecidos. Otros reportes sostienen que los aliados fallecidos son 53.700, en tanto que 155.000 resultaron con heridas y unos 18.000 suman entre prisioneros y desaparecidos.
Se afirma además que entre 4.000 y 9.000 alemanes también fueron muertos. Cerca de 60 millones de seres humanos fueron asesinados durante la Segunda Guerra Mundial. Unos 20 millones cayeron para liberar de la opresión a la “madre Rusia”. Otros, en busca de la libertad aplastada por los nazis desde 1939. Unos 6 millones fueron exterminados por cuestiones raciales, religiosas, por tener capacidades diferentes, por ser homosexuales. Millones nunca supieron por qué murieron. Los llamados bombardeos aéreos de saturación de la aviación aliada arrasaron impiadosos. La guerra nuclear hizo su presentación luctuosa en las indefensas Hiroshima y Nagasaki que fueron incineradas.
Desde entonces el mundo sabe de qué se trata el infierno que puede causar el hombre. Pasaron 80 años desde el Día D. Berlín –entre el 2 y el 9 de mayo de 1945– y Tokio, el 15 de agosto del mismo año, se rindieron ante Estados Unidos, Reino Unido, China y la Unión Soviética, firmantes de la Declaración de Potsdam. El mundo, que nunca había sabido antes de una conflagración como la Segunda Guerra Mundial, con memoria del espanto, celebró la llegada de la paz. La palabra tragedia se resignificó.
VALORES
Cuatro días atrás, el maestro Edgar Morin (102) recordó en su cuenta en la red X que Edmund Burke (1729-1797), considerado el padre del liberalismo en el Reino Unido, sentenció que “la guerra provoca la desaparición de los valores por los que se lucha”. Morin –un pacifista– peleó la Segunda Guerra. Fue combatiente irregular. Tiene claro que se combate a matar o morir. Sin embargo, por aquellos años dramáticamente trágicos se integró a la Resistencia cuando Francia estaba ocupada por las tropas de Adolf Hitler.
“Cuando tenía yo 20 años, Francia estaba ocupada por el Ejército nazi y, por ende, estaba en la Resistencia, que era, sobre todo, un asunto de jóvenes. Yo, a los 20 años, me decía: por un lado, quiero vivir porque todavía no viví, pero me decía que querer sobrevivir no tenía sentido. Vivir significaba enfrentarse al combate. Resistir era eso. Vivir corriendo el riesgo de morir”, explicó el más que centenario maestro a quienes a distancia cursábamos con él en tiempos de pandemia convocados por la Unesco.
Por su profundo deseo de vivir se impuso a sí mismo “el riesgo de morir”. Sobrevivió. Y aquella experiencia es, entre otras, –supongo– la que le permitió reflexionar y sostener que “la vida consiste en una navegación en un océano de incertidumbres”. Don Edgar tiene la convicción de que “no sabemos de qué forma los acontecimientos cambiarán nuestra sociedad y cómo reaccionaremos”. ¿Con el fin de aquella Gran Guerra se inició la paz? Solo la esperanza colectiva abrió y dio lugar a ese supuesto.
Antes de que aquel conflicto finalizara, el presidente norteamericano, Harry Truman; junto con los primeros ministros Joseph Stalin, de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), y Winston Churchill, de Gran Bretaña, se reunieron en Potsdam (1945) para organizar sobre escombros y cadáveres el mundo de posguerra. El orden que hasta nuestros días construyeron se parió allí.
Con el tiempo se supo que Stalin saturó los alojamientos de los concurrentes y sus gabinetes con micrófonos para espiarlos. ¡Increíble! En 1991, cuando con un grupo de colegas periodistas latinoamericanos en viaje de estudios estuvimos en ese lugar histórico, supimos de boca de quienes fueron nuestros instructores y docentes que aquel dato clave no era un rumor. Más aún, en detalle nos explicaron que Truman en soledad –discretamente– le hizo saber a Stalin que en su arsenal disponía de armamento con una “fuerza destructiva inusual”. Fanfarronería táctica. En pocas semanas el premier ruso supo que era cierto. El hongo nuclear se levantó hacia el cielo dos veces desde Japón.
GUERRA FRÍA
De poco o de mucho –según se mire y analice– duró lo que allí acordaron. Un año y medio después del fin de las batallas, el 12 de marzo de 1947, coincidentes autores señalan que comenzó la Guerra Fría, que también se engendró a orillas del río Havel. Stalin nunca le dijo a Truman entonces que desde 1943 sus científicos trabajaban sin descanso para nuclearizar sus arsenales. En 1949, lo consiguió. “First lightening” (algunos lo traducen como “amanecer” o “primera claridad”) fue el nombre en clave del primer dispositivo atómico soviético. La Guerra Fría cobró renovado impulso y se extendió durante 40 años.
En ese lapso otros conflictos también arrebataron millones de vidas. Un escenario de violencia se construyó en Indochina. Desde Vietnam se retiraron derrotadas tropas de Francia y de los Estados Unidos. Una pequeña ciudad, Dien Bien Phu, fue desde donde se retiraron vencidos los paracaidistas franceses en 1954 que dejaron detrás un país partido al medio. Vietnam del Norte y Vietnam del Sur. Saigón, en 1975, fue la ciudad donde cayeron los ejércitos norteamericanos.
Cold War duró hasta 1991, cuando se desintegró la URSS. Pero otras guerras emergieron. Afganistán, Iraq, Latinoamérica, África, el este Europeo, el asedio de China sobre Taiwán permiten suponer que la paz no necesariamente es lo que muchos entendemos que esa palabra encierra como significado. Es tan difícil como duro imaginar que por estos tiempos angustiantes se vuelve a hablar cada día con más frecuencia de una posible guerra.
DUREZA Y CRUELDAD
La invasión de Ucrania que desde hace ya dos años desarrolla Rusia preocupa. Escala en dureza y crueldad. Las acciones bélicas de Israel contra Hamás después que esa organización terrorista atacara a la población civil asentada en el sur del territorio israelí angustia. El incremento exponencial de los gastos europeos en defensa opera como un indicador apabullante. El regreso en muchos países del servicio militar obligatorio espanta.
Pese a ello, desde el 6 de junio último una y otra vez la palabra guerra se asocia con el recuerdo de Normandía; con el Día D; con el innegable autoritarismo genocida del nazismo. Algunos de los aliados en el 45 del siglo pasado no fueron a celebrar los 80 años de aquel desembarco cuando juntos enfrentaban a la Alemania de Adolf Hitler. El presidente ruso, Vladimir Putin, no fue invitado. El mandatario de Francia, Emmanuel Macron, en su condición de anfitrión, junto con el rey Carlos III de Gran Bretaña, Joe Biden, Justin Trudeau, Volodímir Zelenski, el príncipe Guillermo, futuro monarca inglés, y cientos de participantes evocan aquella gesta.
En ese contexto, el mandatario francés demandó “unidad” para enfrentar “a la tiranía”. A su tiempo, el señor Biden sostuvo que “la lucha entre dictadura y libertad es interminable”. Agregó que “en Europa vemos un claro ejemplo” y levantó su dedo acusatorio para señalar que “Ucrania ha sido invadida por un tirano empeñado en dominar”. El jefe de Estado norteamericano enfatizó como afirmación: “Sabemos que las fuerzas oscuras contra las que lucharon estos héroes hace 80 años nunca se desvanecen”.
ÉTICA
Seguramente algunos oyeron. Otros, escucharon. ¿Por qué no podemos recordar el futuro? No me animo a responder, aunque me atrevo a exigírselos porque en lo que dicen algunos de estos líderes globales creo encontrar una posible respuesta a semejante interrogante. Revisen lo hecho, lo que hacen y lo que imaginan que harán con mirada ética. Tengo la convicción de que es un camino posible. Me preocupa que no den muestras ni evidencias de que quieren hacer éticamente lo que viene. Preocupa que así sea.
El origen de ética se encuentra en el término griego ethos, que significa “carácter, comportamiento”. Allí creo que es preciso profundizar. No será sencillo que tengan el coraje de hacerlo. Olviden a Narciso y las conclusiones que tenía acerca de sí mismo después de mirarse horas y horas en las aguas de un estanque. Me permito respetuosamente decirles que si casi 80 años después de decirnos que construyeron la paz sobre 60 millones de muertos volvemos a estar nuevamente frente al abismo de la guerra, hacen mal el trabajo que los pueblos les encomendaron.
¿Fracasarán otra vez? ¿Ese será el lugar que quieren para ingresar en la historia? Edgar Morin sostiene que “solidaridad y responsabilidad” es “el origen de la ética”. En línea con ese pensamiento, propone “tomar conciencia” para comprender “la importancia fundamental de la solidaridad”, a la que caracteriza como “el sentimiento de la comunidad”, pero advierte que es necesario incorporar a ella “la responsabilidad” para “encontrar verdaderamente el camino” que evite estrellar nuevamente al planeta contra una nueva y vieja tragedia, como sucedió siempre.