Los seres humanos somos portadores de una curiosidad innata, de la que nace la insaciable búsqueda de conocimientos que nos permiten influir sobre nuestro entorno. Así, pasamos de la revolución cognitiva a la agrícola y de la industrial a la científica. En este orden de sucesión de eventos extraordinarios que fueron cambiando notablemente el transcurso de las épocas, la inteligencia artificial protagoniza el próximo gran episodio de la historia con el aditamento de que por primera vez tendremos una competencia (amorfa, de momento) que indudablemente supera en muchos aspectos a la inteligencia humana.

  • Por Gonzalo Cáceres
  • Periodista
  • Fotos: AFP

Los pasos agigantados que está dando la inte­ligencia artificial son sin duda una señal de alarma. En efecto, ya se han expre­sado en ese mismo sentido algunos colectivos afecta­dos por el uso de su trabajo, sus voces y hasta sus imáge­nes personales para generar nuevo contenido en el mundo del entretenimiento, que tuvo como principal manifesta­ción la prolongada huelga de guionistas en Hollywood, a la que luego se sumaron actores y otros profesionales afines.

Las universidades también han exteriorizado su preo­cupación por el empleo de la inteligencia artificial en la elaboración de trabajos académicos. Asimismo, los analistas de seguridad no han ocultado el horror que les provoca la sola idea de que robots autónomos operados sin intervención humana sean programados para manejar las bombas nuclea­res. Algunos expertos advier­ten que el momento de singu­laridad tecnológica, es decir cuando los humanos perdere­mos definitivamente el con­trol sobre la IA, llegará en menos de una década.

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El momento de singulari­dad es definido por el inge­niero especialista en auto­matización, control y puesta en marcha de instalaciones industriales Alejandro Bei­vide como la “evolución del aprendizaje de la inteligen­cia artificial en el momento en que puede desarrollarse por sí misma. Toma concien­cia de lo que es y por primera vez evalúa lo que puede lle­gar a ser y trabajar para mejorarse. Se define tam­bién como el momento en que la inteligencia artificial pasa a superar en capacida­des a la inteligencia humana. Uno de los aspectos claves del evento de la singularidad es que puede ser tomado como el siguiente escalón en la evo­lución humana”.

Por su parte, Ben Goertzel, consejero delegado de SingularityNET –doctorado por la Universidad de Temple (Filadelfia, EE. UU.) y líder de Humanity+ y de la Socie­dad de Inteligencia Artifi­cial General– sostiene que este escenario se daría en un periodo de tres a ocho años.

Un robot que usa inteligencia artificial es observado en un stand de una cumbre mundial realizada en Ginebra en mayo pasado

DESDE EL AMANECER

La condición humana con­lleva mortalidad, vulnera­bilidad e incertidumbre y equipararse a lo divino es lo más parecido a un intento de superar estas limitaciones. ¿Por qué? Porque a lo largo de nuestra experiencia bus­camos inmortalidad, invul­nerabilidad y el conocimiento absoluto, deseos que cobran forma intrínseca en lo que los antiguos denominaron hubris (desmesura, la característica de los humanos de sobresti­mar sus propias capacidades y desafiar el orden natural).

Todo emana de la peligrosa combinación de curiosidad, ambición y miedo.

La mitología sumeria habla del rey Gilgamesh, quien pro­tagoniza el poema más anti­guo que llegó a nuestros días. Este habría sido una suerte de semidiós que descubrió que la inmortalidad es un privilegio exclusivo de los dioses, mien­tras que los humanos deben aceptar su destino (la muerte).

En la mitología griega, el titán Prometeo desafió al rey de los dioses, Zeus, al robar el fuego (sabiduría/conocimiento) del monte Olimpo y dárselo a los humanos, otorgándoles la capacidad de crear. También en la mitología griega, Ícaro intentó escapar de la isla de Creta con alas hechas de cera y plumas. A pesar de las adver­tencias de su padre Dédalo, voló demasiado cerca del Sol, lo que causó que las alas se derritieran y cayera al mar.

En tanto, en la tradición judeocristiana se destaca la torre de Babel, una colo­sal edificación con la que los humanos intentaron llegar al cielo. En cambio, Dios frus­tró los planes confundiendo su lenguaje, lo que causó que la humanidad se dispersara por toda la tierra y el inicio de todos los conflictos.

Si bien estas historias están separadas por una impor­tante diferencia temporal y geográfica, reflejan un tema común en muchas culturas: la tensión entre el deseo del poder divino y las adverten­cias sobre las consecuencias de semejante ambición.

A NUESTRA FORMA Y SEMEJANZA

El transformar el mundo es una característica esencial­mente humana en tanto aspi­ramos a emular la creatividad divina. Así lo confirman las religiones y creencias espi­rituales que abrazan la pro­mesa de alcanzar un estado divino –o de unión con lo divino– llamando a los fieles a buscar esta forma de exis­tencia superior a través de sus credos y prácticas.

La investigación científica es una de las tantas formas en que los humanos intentamos alcanzar capacidades supe­riores, como el control sobre la vida y la muerte, la mani­pulación del entorno natural y la creación de inteligencia. Milenios atrás, estas caracte­rísticas eran atribuibles solo a seres sobrenaturales omni­presentes y omnipotentes.

Es así que como parte de la revolución tecnológica surge un campo de la informática que se centra en la creación de sistemas digitales capaces de realizar tareas propias de la inteligencia humana. Este movimiento se inició con las llamadas narrow AI (IA débil o estrecha), cuyo diseño contempla la realización de tareas específicas.

Por ejemplo, los asistentes virtuales como Siri o Alexa, que pueden responder a pre­guntas y realizar cuestiones básicas, o ciertos patrones que aplican el reconocimiento de voz, la toma de decisiones, la traducción de idiomas y la percepción visual, entre otros. Sin embargo, rápida­mente se dio el salto hacia el concepto de las general IA (IA fuerte), en el que ya se habla de una inteligen­cia comparable a la humana con la capacidad de realizar cualquier tarea intelectual.

La general IA supera con creces a la capacidad del ser humano en todos los aspec­tos, por lo que su desarrollo ya muta en un espacio de debate y especulación planteando importantes cuestiones éti­cas y de seguridad. Es decir, hablamos de inteligencia no humana capaz de aprender y mejorar automáticamente a partir de la experiencia sin ser explícitamente programada (aprendizaje supervisado, no supervisado y por refuerzo). O de las redes neuronales (sis­temas computacionales ins­pirados en el cerebro), que son la base de muchas téc­nicas modernas de IA, espe­cialmente en el aprendizaje profundo (deep learning).

Sea IA fuerte o débil, son sis­temas que cuentan con proce­samiento del lenguaje natu­ral, lo cual posibilita a las máquinas entender e inter­pretar el lenguaje humano, lo que es fundamental para aplicaciones como chatbots y asistentes virtuales; y/o con visión por computadora (computer vision), porque así las máquinas interpretan y entienden el mundo visual utilizando imágenes y videos.

El Saildrone Explorer, una embarcación no tripulada del Comando Central de la Fuerza Naval de los EE. UU., que está iniciando una etapa de pruebas operacionales como parte de una iniciativa de integrar nuevos sistemas no tripulados en la Quinta Flota

ALGO QUE NO COMPRENDEMOS

¿Por qué la IA es diferente? Primero, hay que entender y reconocer que la IA es dis­tinta a cualquier otra inven­ción de la historia. La pólvora, la imprenta, la radio, la cuchi­lla, la heladera, los coches y hasta los misiles, etc., no se accionan por determinación propia. No se ponen a andar sin el factor humano. Exac­tamente lo contrario pasa con las formas de inteligen­cia artificial, pues se compone de algoritmos que aprenden de cada movimiento del ser humano, que se nutren de cada duda y que hasta tienen la increíble facultad de pre­decir el siguiente paso. Para ser más claro: se trata de la primera creación que resta poder al ser humano.

No hablamos de un objeto que actúe solo por la acción directa del hombre, sino de un ente con voluntad propia capaz de procesar toneladas de información en segundos y de incidir en consecuencia, como los humanos.

En palabras del historiador israelí Yuval Noaḥ Harari, la IA “tal vez sea la invención más importante del siglo XXI y quizá de toda nuestra histo­ria”, que entre tantas tiene la posibilidad de “descubrir una nueva línea de medicamentos y de solucionar la crisis eco­lógica”, pero “también puede acabar con nosotros”.

“Se está normalizando que no haya un ser humano deci­diendo por nosotros, sino una IA. Si ves un vídeo en Youtube, no es un humano el que decide qué vídeo te va recomendar después, sino un algoritmo. La decisión la toma una IA. Nunca se había visto nada igual. No tenemos ni idea de lo que implica todo esto”, explica en una confe­rencia que se hizo viral en las redes sociales.

Otro aspecto a tener muy presente con la IA es que puede innovar por su cuenta. Música, textos, imágenes y todo lo que se nos pueda ocurrir. Es decir, se trata de una creación que crea. Así de redundante, así de simple, así de intimidante.

Ahora bien, sería inútil ir en contra de los grandes bene­ficios que puede aportar la IA en campos como la medi­cina (tratamientos y longevi­dad), transporte, explotación y/o generación de fuentes de energía, pero esto no es óbice para reconocer genuinas pre­ocupaciones respecto a la pér­dida de empleos y los peligros que conllevaría el uso de tec­nología militar automatizada.

Un exveterano de guerra norteamericano camina con una prótesis que usa inteligencia artificial para aprender los patrones del movimiento humano y que asiste con esos movimientos

IMPREDECIBILIDAD

Vivimos en un mundo donde las decisiones las toman seres sintientes, unos más o menos que otros, pero sintientes al fin. En cambio, la IA es exó­gena a la esencia humana. Es ajena a nosotros, lo cual lo hace impredecible.

A pesar de que las grandes mentes de nuestro tiempo dicen que no será como en los universos distópicos de las películas, la realidad es que avanzamos hacia un momento en el que dejaremos de entender nuestro propio mundo. Vamos cediendo ante algo desconocido, que crea cosas que no comprendemos.

No es descabellado pensar que en un futuro la IA tomaría incluso las decisiones finan­cieras. ¿Qué pasaría si se posi­ciona una nueva divisa creada por la IA? Una divisa que no entendemos y esta se torna la nueva referencia mundial. Es decir, toda la economía que­daría a merced de lo exógeno.

Puede que, en unos años más, los humanos no cuenten las historias ni pinten los cua­dros. Que las grandes obras de arte no nazcan de la ins­piración de un ser de carne y hueso. Puede que, en un tiempo más, un complejo rejunte de códigos decida sobre el sistema de defensa de todo un país, sobre la polí­tica de alimentos, distribu­ción del agua, tome decisio­nes tan importantes como si una persona merece o no tratamiento para tal o cual enfermedad, si es rentable para un gobierno invertir en educación y/o vivienda, en la cantidad de jóvenes que podrán acceder a la univer­sidad, establecer los criterios para el financiamiento de la banca y de los planes sociales, el control de las proyecciones económicas y demográficas, y una amalgama todavía más amplia de aspectos –de lo más básico a lo más crucial–; todo esto debe hacernos replan­tear seriamente el rumbo que va tomando el asunto.

No se puede actuar con pres­cindencia, pues la IA llegó para quedarse. Se trata de anticiparse a los escenarios y tomar las medidas para evi­tar que este hijo incompren­dido de la humanidad, que carece de sentimientos y al que le sobra lógica, tome con­ciencia de su propia existen­cia. Debemos tomar y asegu­rar el control mientras aún podamos.

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