La educación cívica busca preparar a los ciudadanos para impulsar el desarrollo de la sociedad y reclamar los espacios de decisión que –a entender de Isócrates– debían quedar en poder de los más preparados, y no siempre a merced de los más votados y/o populares.
- Por Gonzalo Cáceres
- Periodista
En diferentes momentos y en diferentes lugares, la educación cívica adoptó diversas formas y enfoques, reflejando las necesidades y valores específicos de cada sociedad. Sin embargo, su propósito fundamental ha sido siempre el mismo: promover una ciudadanía activa, informada y comprometida con el bienestar de la comunidad y el respeto por los derechos y la justicia.
La educación cívica tiene sus raíces en la antigua Grecia, donde se valoraba la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos, especialmente con Isócrates, su principal referente.
¿QUIÉN FUE ISÓCRATES?
Isócrates fue un destacado orador y educador griego cuya influencia perdura a lo largo de los siglos. Su larga vida (436 a. C. - 338 a. C.) atestigua una época bastante convulsa de su natal Atenas como de los conflictos entre las ciudades-Estado de Grecia y el enfrentamiento con el Imperio persa, cuando apenas se veían superadas las guerras Médicas (492 a. C.- 449 a. C.).
Este gran pensador se enmarcó en un ideal democrático diferente a las concepciones más directas de las que se practicaban en su tiempo. Aunque apoyaba el concepto general de la democracia (como forma de gobierno), tenía reservas sobre la forma en que se llevaba a cabo en la práctica, por lo que abogaba por una versión modificada y más equilibrada del sistema democrático.
CIVISMO
Isócrates creía en la palabra como transformadora del régimen político y puso por delante la razón en lugar de la fuerza, porque el “punto crucial para mejorar a una sociedad” es la educación y, en especial, “la educación cívica como vía para recuperar y fortalecer a la democracia”.
Es por ello que se dedicó fervientemente a la enseñanza de la retórica y la formación de líderes, esmerándose en su instrucción para que estos puedan expresar sus ideas y opiniones con claridad con vistas a influir en la toma de decisiones y, así, promover el bienestar común de la sociedad a través de la participación.
En este sentido, marcó distancia de los sofistas, que a menudo enseñaban retórica con fines lucrativos, al sostenerse adrede en ciertos argumentos sin necesariamente basarse en la verdad o la moralidad. Al contrario, Isócrates dotó a su método pedagógico de un componente moral y ético con el fin de inculcar virtudes cívicas como la justicia, la tolerancia y la moderación.
Su oratoria más suave, en contraposición a los estilos más agresivos y confrontacionales de otros oradores contemporáneos como Demóstenes, se centró en el arte de la persuasión, la práctica de la escritura y análisis de otros modelos de discurso.
IDEAL DEMOCRÁTICO
Isócrates evitó involucrarse en la vida política y, de una manera práctica, mantuvo una postura mesurada para, consecuentemente, tener voz ante la celosa élite de la Atenas clásica.
Se alineó con un tipo de democracia en la que los ciudadanos estuvieran educados –y comprometidos– con el bien común. No creía en una “democracia directa” en la que las decisiones se tomasen exclusivamente mediante votaciones populares, ya que podría haber tendencias a la demagogia y la manipulación de masas por parte de líderes carismáticos (no necesariamente sabios o éticos).
No rechazaba por completo las votaciones o la participación ciudadana, pero creía que una democracia efectiva requería un equilibrio entre la participación popular y el liderazgo experto.
“Los estadistas que hicieron grande a esta ciudad no eran gente de la calaña de los actuales demagogos y agitadores. Fueron hombres de elevada cultura y espíritu superior los que expulsaron a los tiranos e instauraron la democracia y lo que luego vencieron a los bárbaros y unificaron a los griegos liberados bajo la dirección de Atenas”, escribió.
Isócrates fue contra las tiranías “donde una sola persona habla y las demás callan” y apeló al corte de las democracias porque “todos los hombres hablan y todos escuchan”. Dio cuenta de que “la democracia es ante todo una forma de discurso que no puede ser monopolizado por alguna persona en específico”, que ese discurso “solo puede ser aprendido en medio de muchas voces”.
Pero también apuntó contra los “ciudadanos indiferentes” y “poco instruidos en los asuntos públicos”, que en momentos de agitación y ante la carencia de una educación cívica adecuada “viran al extremo opuesto” (fanatismo). “Son presa de los demagogos o de movimientos radicales que proclaman, precisamente, la dictadura revolucionaria”, escribió.
Un punto fundamental entre sus argumentos fue la promoción del buen gobierno democrático como subordinación a la ley, la honestidad, la formación de una conciencia social, el respeto por los bienes ajenos, la rendición de cuentas, la sobriedad en las costumbres, entre otros.
Estos generarían las condiciones ideales para la prosperidad, porque de lo contrario solo habría inestabilidad, indiferencia y pobreza.
LOBOS CON PIEL DE OVEJA
“La pobreza envilece al pueblo. Lo transforma en una masa vulnerable. Esa masa empobrecida y sumida en la ignorancia es proclive a ser manipulada por los charlatanes que hacen leva de ella diciéndole lo que quiere oír, no lo que debe escuchar. Son los lobos con piel de oveja que al final terminan sojuzgando al mismo pueblo que los elevó al poder”, sostuvo.
Discípulo de los sofistas Gorgias y Protágoras, Isócrates estableció su propia escuela, a la que atrajo a numerosos estudiantes, muchos de los cuales pertenecían a las familias más adineradas y quienes llegaron a desempeñar roles importantes en la política de la época. Instó a los mismos a “practicar sus derechos” y a no temer a “las libertades para que sean reales” y “no se queden en simples pronunciamientos”; ser “parte de la koiné (la vida pública) y no quedarse arrinconados en la idia (la vida privada)”; actuar “con base en la razón y no ser arrastrado por las pasiones”.
Entre sus alumnos sobresale Timoteo, prominente general; Nicocles, rey de Salamina y Chipre, y dos grandes historiadores: Ephorus, quien escribió una historia universal, y Theopompus, quien escribió la historia de Filipo II de Macedonia (padre de Alejandro Magno).
El legado de Isócrates repercute en la tradición intelectual occidental. Sus obras llenan todos los requisitos para ser enlistadas dentro de los grandes libros de filosofía política y de educación. Algunos de sus discursos más famosos incluyen “Panegírico”, “Areópago” y “Para Nicocles”.
Isócrates dejó bien en claro que la educación cívica y la democracia van de la mano; una no puede ser sin la otra. Un gobierno que se crea “del pueblo” jamás será ejercido con eficiencia por quienes carecen de la formación necesaria como para anteponer el bien común a sus propios intereses.