El boxeo tiene una larga historia. La violencia, también. Coincidentes relatos históricos dan cuenta –o permiten suponer– que el boxeo, desde Grecia, es pasión de multitudes.
- Por Ricardo Rivas Periodista X: @RtrivasRivas
- Fotos AFP / Gentileza
En alguna etapa de mi vida, el espectáculo del box llamó mi atención. Eran otros tiempos. Corría la década de los años 70 en la Argentina y el estadio Luna Park –con la conducción del mítico Tito Lectoure– semanalmente preparaba programas atractivos. Nicolino Locche, Víctor Emilio Galíndez, Miguel Ángel Castellini, Carlos Monzón eran campeones mundiales y gigantes en el aprecio popular. Eran otros tiempos. Fútbol, turf, boxeo y automovilismo dividían las pasiones que nunca –ayer ni hoy– conocían de medias tintas en el país de los argentinos. River o Boca, Ford o Chevrolet.
En el box, los fanáticos de Nicolino discutían a voz en cuello con aquellos que sostenían que no boxeaba porque aquel estilista mayor solo era un grande para esquivar golpes de sus adversarios. Tonterías. ¡Era un maestro... un estilista del más alto nivel! A tal punto me atraía el pugilismo que, aunque en la distancia hoy no pueda creerlo, durante algo más de un par de años dos veces cada semana entrenaba con Kid Cachetada (Antonio Lucero), un mendocino que, tal vez, sea en quien se miraba Locche cuando avanzaba con la guardia abierta. Otros tiempos.
Con los viejos compañeros de redacción –veteranos increíbles–, el box era tema de conversación inevitable. El más pintoresco de los púgiles epocales, por llamarlo de alguna manera, sin dudas era Óscar “Ringo” Bonavena. Hincha de Huracán en su pasión futbolística. Llegó muy lejos con su potencia física, su audacia y fanfarronería a toda prueba. Se enfrentó a tremendos boxeadores como Zora Foley, Floyd Patterson, Joe Frazier –lo tumbó varias veces en el mismísimo Madison Square Garden (MSG)–, Jimmy Ellis, Leotis Martin y no le fue mal.
Ringo era un ídolo. Y en esa condición llegó desde Buenos Aires a Nueva York para enfrentarse, nuevamente en el MSG, con Muhammad Ali. La tele transmitía aún en blanco y negro. Desde 1923, cuando Luis Ángel Firpo desafió a Jack Dempsey por el título mundial de los pesos pesados, ningún otro boxeador argentino tuvo tanto acompañamiento social como el que rodeó a Ringo que, finalmente, el 7 de diciembre de 1970 lo enfrentó con guapeza al estadounidense. En la vuelta 14, Ringo casi lo tumba. Sin embargo, en el round 15, Alí lo derribó tres veces y, finalmente, le ganó por KOT. El boxeo es otro de mis intereses y por ello también camino en el muy frío invierno de Nueva York en su busca.
OBJETO DE DESEO
El distrito de Manhattan – una isla en el norte del puerto de Nueva York (NYC), justo en la desembocadura del río Hudson, aunque además la bordean los ríos East y Harlem– se encuentra en ese punto geográfico desde 1626 cuando el gobernador holandés Peter Minuit la fundó luego de comprar por 60 florines (poco menos de 25 dólares) 9.000 hectáreas a los pueblos originarios que la habitaban. También es uno de los cinco distritos que conforman y constituyen NYC. La fantasía de la gran ciudad o la que nunca duerme tiene poco menos de 60 km2 de superficie. Sin embargo, todo lo que para muchos es el objeto del deseo se encuentra en esa minúscula porción de tierra maltratada. Broadway, Central Park, Empire State Building, Times Square, el edificio Chrysler, las grandes tiendas. Es el escenario predilecto para cientos de miles de horas de cine y video que vemos desde muchas décadas. Es la vida del insomne “Taxi driver” –Travis Bickle (Robert de Niro)– cuando volvió de Vietnam en el relato impecable de Martin Scorsese que lo integra a lo peor de la noche neoyorquina que, con sus más y sus menos, es heredera de aquellos pandilleros de Nueva York de la segunda mitad del siglo XIX que componen Leonardo DiCaprio, Daniel Day-Lewis y la angelical Cameron Diaz, también dirigidos por don Martin en “Gangs of NYC”.
Esa megalópolis, por qué no decirlo, además es violencia y, por qué no, aparece como la historia misma de la violencia que el cine narró incansablemente hasta producir sentido común. En el 110 de una pequeña curva conocida como Longfellow está la casa del padrino Vito Corleone (Marlon Brando) en Staten Island y hasta se puede alquilar por 50 dólares cada noche en Airbnb. ¡Regalado! Little Italy, Chinatown y la Catedral de San Patricio, donde bautizaron al nieto de Corleone, son parte del paisaje. Todo está allí, a pasos de la esquina de Charly García. Fascinante la ciudad de las sombras largas que proyectan cientos de torres que desafían cotidianamente al sol hasta ocultar sus rayos. El clima no es el mejor. El invierno se hace sentir inclemente.
“La bestia” –la SUV Cadillac de Relier– se detiene. Ariel Rodríguez, conductor y guía de excelencia, me invita a caminar. Avanzamos por la 7.ª Avenida. Con pasión y conocimiento profundo explica y describe: “Ese es el MSG (Madison Square Garden)”, dice mientras señala con su mano derecha. “Desde el 11 de febrero de 1968 y es el cuarto edificio en la historia de NYC que lleva ese nombre”, agrega. El primero y el segundo MSG se construyeron en 1879 y 1890, respectivamente, y ambos estuvieron localizados en la plaza Madison (Madison Square) que les da su nombre. Una buena parte de la historia del boxeo se escribió allí. Aunque no es el único escenario pugilístico. En el Polo Grounds neoyorquino también hubo disputas históricas.
De hecho, el 14 de setiembre de 1923, Jack Dempsey –campeón mundial de peso completo– disputó con el argentino Luis Ángel Firpo, como ya se dijo, por el título máximo. “La pelea del siglo”, como se la llamó, fue inolvidable. Firpo derribó a Dempsey (lo sacó del cuadrilátero) en la primera de las dos vueltas que duró el combate, pero luego de 17 segundos –contra toda norma– le permitieron volver y retomar la lid hasta que en el segundo round noqueó al sudamericano y retuvo la corona. Todo muy raro. Algunos dicen que despojar a Firpo de un título ecuménico seguro fue obra de la mafia. ¿Por qué no? Miles de relatos –ciertos o inciertos– permiten pensar que no son escasas las situaciones poco claras que atraviesan esta ciudad y el box –como práctica deportiva, social y de negocios– no está exento de este tipo de cuestiones. Pese a ello, para el pueblo norteamericano en general y para los neoyorquinos en particular, los púgiles suelen ser sus ídolos y, como tales, los respetan y los honran.
LARGA HISTORIA
El boxeo tiene una larga historia. La violencia, también. Coincidentes relatos históricos dan cuenta –o permiten suponer– que el boxeo, desde Grecia, es pasión de multitudes. Increíble. Algunos van más allá y sostienen que su existencia se remonta hasta tiempos prehistóricos. Algunos historiadores lo ubican en el año 6.000 antes de nuestra era. ¿En el Neolítico? No me cierra. Otros lo originan más cerca en el tiempo y lo sitúan en lo que conocemos como África. Pero la historia oficial lo pone en la Antigua Grecia. Allí, se practicaba la pygmachia, palabra que deriva de “puxos” y cuya traducción se acepta que quiere decir “puños”.
Los púgiles –las personas que se dedican a combatir con sus propias manos– se enfrentaban desnudos. Solo se protegían con algunos retazos de cueros con los que cubrían antebrazos y muñecas. Por aquellos tiempos iniciáticos, las peleas no se organizaban en rounds, como lo reglamentan las prácticas que llegan hasta nuestros días. Y finalizaban cuando uno de los contendientes se declaraba ostensiblemente derrotado. Para hacerlo, levantaba alguno de sus dedos. Eran peleas demoledoras. Al aire libre y atraían multitudes que iban por el triunfo de uno o de otro.
El poeta griego Homero, en el canto 18 de “La odisea” –poema épico compuesto por dos docenas de cantos escritos entre los siglos VIII y VII aNE– titulado “Pugilato de Ulises con Iro” relata una pelea. En ese acápite cuenta el encuentro en la ciudad de Ítaca entre Odiseo (Ulises) y un “mendigo real” al que identifica como Iro, que con frecuencia transitaba por las cercanías del palacio. Dicha irrupción no fue, al parecer, una más, sino que devino en una discusión mayor cuando Iro comenzó a ridiculizar y faltar el respeto a Odiseo, que estaba disfrazado.
“Retírate del umbral, oh viejo, para que no hayas de verte muy pronto asido de un pie y arrastrado afuera. ¿No adviertes que todos me guiñan el ojo, instigándome a que te arrastre y no lo hago porque me da vergüenza? Más, ea, álzate, si no quieres que en la disputa lleguemos a las manos”, dijo Iro sin miramientos. Ulises (Odiseo) no demoró su respuesta: “¡Infeliz! Ningún daño te causo, ni de palabra ni de obra; ni me opongo a que te den, aunque sea mucho. En este umbral hay sitio para entrambos y no has envidiar las cosas de otro; me parece que eres un vagabundo como yo y son las deidades quienes proporcionan la opulencia. Pero no me provoques demasiado a venir a las manos, ni excites mi cólera: no sea que, viejo como soy, te llene de sangre el pecho y los labios; y así gozaría mañana de mayor descanso, pues no creo que asegundaras la vuelta a la mansión”.
Iro, en alta voz –desafiante– preguntó: “Pero ¿cómo podrás luchar con un hombre más joven?”. Antínoo, hijo de Eupítes, instituyó inmediatamente un premio para el triunfador y habilitó el lance de viva voz. “Oíd, ilustres pretendientes, lo que voy a proponeros. De los vientres de cabra que llenamos de gordura y de sangre y pusimos a la lumbre para la cena, escoja el que quiera aquel que resulte vencedor por ser el más fuerte; y en lo sucesivo comerá con nosotros y no dejaremos que entre ningún otro mendigo a pedir limosna”.
Las cartas estaban sobre la mesa. El primero de los cientos de miles de encuentros boxísticos de la humanidad estaba a punto de iniciarse. “Alzados los brazos, Iro dio un golpe a Ulises en el hombro derecho; y Ulises, tal puñada a Iro en la cerviz, debajo de la oreja, que le quebrantó los huesos allá en el interior y le hizo echar roja sangre por la boca: cayó Iro y, tendido en el suelo, batió los dientes y golpeó con los pies la tierra”. El cruce fue sangriento, aunque breve. Odiseo (Ulises) triunfó. ¡Vibrante relato pugilístico el de Homero! Quizás haya sido la primera crónica en la historia del boxeo como lo conocemos.
EVOLUCIÓN
Desde entonces, el box evolucionó, ganó espacio social, se expandió en el mundo y, como no podía ser de otra forma, fue clave en las operaciones de socialización que, como consecuencia de interminables oleadas migratorias europeas, también llegó y se instaló en los Estados Unidos. Ningún espacio social ni cultural quedó al margen. Casi no existen bibliotecas que no contengan entre sus estantes títulos relacionados con el pugilato. Gigantes de la literatura universal contemporánea. Entre otros, Normal Mailter inmortalizó “El combate”, Leonard Gardner aportó “Fat city”, Eugenio Juan Zappietro, con “La calle del ocaso”; Sergio Núñez Vadillo, creador de “Contras las cuerdas”. La producción literaria del box es interminable.
Y, tal vez, desde esa perspectiva sin fin se pueda entender que algunos púgiles –reales o de ficción– ganaron lugares de privilegio en la consideración popular y en la historia social norteamericana. Tres ejemplos o cuatro, en verdad. Los vi con mis propios ojos. Larry Holmes –apodado por sus fanáticos como “El asesino de Easton”–, excampeón mundial de los pesados, nacido un 3 de noviembre de 1949, uno de los 10 mejores en su categoría de todos los tiempos, desde el 13 de diciembre de 2015 tiene su estatua en la ciudad donde nació y se desarrolló. Obra del escultor Brian Hanlon ubicada en la ribera del río Lehigh, la inauguró personalmente acompañado, entre otros, por el archifamoso productor de box Don King.
VALÍA
Joe Louis (Joseph Louis Barrow, 1914-1981), que durante una docena de años –entre 1937 y 1949– fue campeón mundial de los pesos pesados luego de triunfar sobre grandes boxeadores como Max Baer, Jersey Joe Walcot y el italiano Primo Carnera, que alguna vez en 1962, en el estadio Luna Park de Buenos Aires, se enfrentó para “Titanes en el ring” con Martín Karadagián, fue inhumado en el Cementerio Militar de Arlington por disposición del entonces presidente Ronald Reagan. Allí sus fanáticos le rinden honores con frecuencia. Sobre ellos, el querido amigo Osvaldo Príncipi –colega periodista y académico–, consultado para esta cierta “Historia incierta”, sostiene que “son dos de los boxeadores más notables de la historia del boxeo”. Precisa que como “líderes de los pesos pesados, Louis heredó el reinado de Dempsey y Holmes el de Muhammad Ali” y considera que los homenajes se mantienen en el tiempo “por la valía histórica, social y deportiva que tuvieron” aquellos deportistas.
Pero lo que más llama mi atención es el monumento a Rocky Balboa (Sylvester Stallone) en la imponente escalinata de entrada al Museo de Arte de Filadelfia. Épico triunfador en la ficción cinematográfica que, al parecer, se inspira en la vida del boxeador Chuck Wepner que, con un récord de 56 combates, triunfó en 35 y fue derrotado en 14. Pero, vaya curiosidad, el pobre Chuck no tiene ningún monumento.