Entre 1975 y 1979, un grupo de militares y exmilitares paraguayos junto con académicos venidos de la Argentina incursionaron en lo profundo del Amambay en busca de lo que, según la versión de un aventurero alemán, serían los vestigios de una antiquísima fortaleza vikinga. Esta es la historia de aquella desconocida serie de expediciones y de su peculiar líder, el controversial antropólogo francés Jacques de Mahieu.

  • Por Gonzalo Cáceres
  • Periodista

La saga vikinga inspiró auténticos ríos de tinta. Desde Escandi­navia a Bizancio, pasando por el mar del Norte, el Mediterrá­neo, las islas británicas, Sici­lia; sur, centro, este y oeste de Europa y la Rus de Kiev, entre otras tantas locaciones, aquel intrépido pueblo de guerre­ros y comerciantes se hizo a la mar con una determinación tal que expandió su influen­cia de la mano de sus veloces drakkars.

Pero no todo fue sangre, fuego y conquista; también descubrimiento y coloniza­ción. Los más antiguos regis­tros hablan de nombres que llegaron a los puntos más recónditos del mundo cono­cido hasta entonces y a tie­rras nunca antes vistas.

Invitación al canal de WhatsApp de La Nación PY
Jacques de Mahieu, en las excavaciones de Tacuatí

Gracias al sitio de L’Anse aux Meadows, en la isla de Terra­nova, (provincia canadiense de Terranova y Labrador), se sabe que los vikingos lle­garon a América al menos 500 años antes que Cristó­bal Colón y se especula que este sería Vinland (la tierra descrita en las fascinantes sagas de Eric el Rojo y la de los groenlandeses).

Resulta imposible saber si estos hábiles navegantes con­sideraron –o pudieron– seguir más al sur del continente ame­ricano, recorrer las costas y buscar un lugar seguro donde pasar el invierno, o quizás ins­talarse, interactuar y mez­clarse con la población local.

En este sentido, hay académi­cos que se aventuran a traba­jar esta última posibilidad y esbozar osadas teorías. Uno de estos fue el polémico Jac­ques de Mahieu, férreo defen­sor de la presencia vikinga en la América precolombina.

Supuestas inscripciones rúnicas halladas en el cerro Guazú

JACQUES DE MAHIEU

Jacques de Mahieu nació a finales de octubre de 1915 en Marsella, Francia. Se sabe que durante su juventud se relacionó con movimientos de extrema derecha y habría actuado como informante del régimen de Vichy. Además, peleó contra los soviéticos al servicio de la Alemania nazi en la 33.ª División de Grana­deros SS Voluntarios Charle­magne en las Waffen-SS.

Como –presunto– colabo­rador de los nazis durante la ocupación, De Mahieu sabía de los riesgos de permanecer en Francia y huyó a la Argen­tina a poco de concretarse la derrota de las potencias del Eje en la II Guerra Mundial. El francés echó raíces en suelo sudamericano. Ganó presti­gio y se hizo de un lugar en los círculos de estudios antropo­lógicos de Buenos Aires, esca­lando posiciones hasta llegar a los grandes salones uni­versitarios, gozando de una importante reputación como graduado en filosofía y doctor en ciencias políticas y ciencias económicas.

Nuestro protagonista escri­bió al menos media docena de libros sobre las presun­tas aventuras vikingas desde los helados páramos del norte del continente hasta la actual frontera entre Bra­sil y Paraguay.

Para entender a De Mahieu y las razones que le alentaron a arriesgar su vida en la calu­rosa selva paraguaya y enfren­tarse a toda la comunidad convencional de científicos, primero se debe comprender la creencia que profesó.

IMPORTANCIA DE LA RAZA

De Mahieu mezcló ideas aris­tocráticas y nacionalistas, y centró sus estudios antro­pológicos y sociológicos en la importancia de la raza en la historia y la cultura. Se vio influenciado por el racismo científico y concibió teorías “reforzadas” con el esote­rismo al abrazar lo referente a la “raza aria”, la piedra angu­lar de la mitología nazi.

Así también, siguió la teoría del “nordicismo”, que se rela­ciona con la de la “raza aria” porque los nazis consideraban que la “raza nórdica” (vikin­gos y sus parientes) era la rama más superior de la “raza aria” (Herrenvolk).

Convencido de las grandes aventuras que solo los miem­bros de la “raza aria” podían emprender, se empapó de la capacidad de los vikingos para alcanzar, explorar y conquistar tierras lejanas y buscó cualquier indicio por estos lares que le sirviera para destacar la grandeza de los “arios”.

FRITZ BERGER

Poco se sabe del ingeniero alemán Fritz Berger. Cin­cuentón, obeso y dado al whisky, Berger recorrió Sud­américa sin establecerse en ninguna parte. Estuvo en Asunción durante la guerra del Chaco y prestó “muy bue­nos y leales servicios” al Ejér­cito paraguayo al mando de uno de los talleres donde se reacondicionaban las armas capturadas del Ejército boli­viano. Tras la contienda, emprendió la búsqueda de yacimientos petrolíferos en el estado de Paraná, Brasil, sin mucho éxito.

Su exploración lo llevó hacia la frontera con el Paraguay, donde “hizo descubrimien­tos de otra naturaleza” como ser “el mayor complejo rúnico del mundo”, o de lo que creyó eran runas vikingas.

Berger pasó tiempo con los nativos, los más antiguos habitantes de la zona, y se obsesionó con las runas al verse seducido por las histo­rias de inimaginables teso­ros y vestigios de un pueblo desaparecido, olvidado, entre versiones que recogió de sus charlas con los ancianos abo­rígenes.

“En aquel tiempo reinaba en la región un rey poderoso y sabio que se llamaba Ipir. Era blanco y llevaba una larga barba rubia. Con hombres de su raza y con guerreros nati­vos que le eran leales vivían en una gran aldea situada en la cima de un cerro. Disponía de armas temibles y grandes riquezas en oro y plata. Un día, sin embargo, fue atacado por tribus salvajes y desapareció para siempre. Así me lo contó mi padre, quien lo había oído del suyo”, anotó De Mahieu. Berger captó al entonces mayor Marcial Samaniego, quien de inmediato se inte­resó en las tradiciones orales.

Presunta entrada del túmulo descubierto en uno de los cerros

Samaniego era por esos días el jefe del destacamento de la frontera. Como entusiasta de la etnografía, se mostró “muy interesado” en las supuestas marcas de origen nórdico que el alemán le describió. Así, Berger, en 1941, “obtuvo del Ejército la creación de la Agru­pación Geológica y Arqueoló­gica (AGA), que le contrató y donde trabajó dura y eficaz­mente”.

El ingeniero y Samaniego recorrieron la región y constataron “inscripciones y dibujos” en las rocas “que no era posible atribuir a los indios” y otros “numerosos vestigios de una civilización desaparecida”.

“Sus zapadores (del Ejército, al mando de Samaniego) des­montaron casi totalmente un cerro en cuya cima se hallaba una imponente muralla. Nadie, sin embargo, en el Paraguay dio mayor impor­tancia a los resultados obte­nidos”, escribió De Mahieu.

La AGA acabó disuelta en 1945 y Fritz Berger, “desalentado y enfermo”, se quedó en el Amambay hasta la guerra civil de 1947, cuando abandonó el Paraguay para morir al año siguiente en Dourados, Brasil.

A decir de De Mahieu, Ber­ger no paró de hablar del “tesoro del Rey Blanco” del Amambay hasta el último de sus días, no sin sospechar que “los jesuitas ya lo habían encontrado antes”.

Por su lado, Samaniego uti­lizó el trabajo de Berger para continuar explorando, infor­mación que luego compartió con Jacques de Mahieu.

PRIMERA EXPEDICIÓN

De Mahieu había contac­tado a principios de 1975 con el “ex mayor Samaniego, ya entonces general de División y ministro de Defensa Nacio­nal del Paraguay”, quien “no dudó en unirse al proyecto”.

Samaniego recibió a la comi­tiva encabezada por el francés en su despacho y “se dignó, en el curso de una larga audien­cia, a darnos indicaciones tan precisas como pruden­tes sobre los sitios arqueológicos descubiertos 30 y pico de años antes, e insistió en el papel desempeñado, en ese entonces, por Fritz Berger”.

De Mahieu aseguró el apoyo del ministro con un pri­mer recabamiento de datos, hecho dos años antes, en 1973, por colaboradores suyos que “constataron en el cerro Guazú un conjunto rúnico de 61 caracteres ya traducidos”.

Samaniego le reveló a De Mahieu los relatos que guardó de Berger y consideró desde el primer momento que “Ipir no era nombre guaraní”, pues se esforzó en vincularlo con el futhark, la lengua nórdica.

De Mahieu explica que la pri­mera expedición tuvo como principal objetivo “estudiar la zona y los accesos” y enten­der “la finalidad de la siguiente expedición estipulada”. El equipo ingresó a Cerro Corá de la mano del teniente coro­nel Escobar, que ya conocía de antemano los trabajos reali­zados por la extinta AGA, 30 años antes, y del “casi ciego sargento López”.

“Gracias a ellos pudimos loca­lizar el cerro del murallón y el muro del Aquidabán-Nigui, que se hallaba en el interior del Parque Nacional”.

SEGUNDA EXPEDICIÓN

La segunda incursión a Cerro Corá se realizó entre junio y julio de 1976. En esta oca­sión, el equipo se nutrió con la participación del profesor Herman Munk, “runólogo del Instituto de Ciencias del Hombre”, que De Mahieu dirigía en Buenos Aires. Tam­bién se les sumó el ingeniero Hansgeorg Bottcher, de la misma casa de estudios.

El grupo identificó un pre­sunto “muro” en uno de los cerros, a razón de tener “una base natural”, pero sus lade­ras eran de “características diversas que permiten dife­renciarla en tres grupos”. Según De Mahieu, un geó­logo “nos confirmó que un fenómeno de este género solo puede ser obra de la natura­leza si se trata de una roca dura sometida a la acción de glaciares”, lo que avivó la llama de la curiosidad.

“Ningún movimiento geoló­gico podría haber quebrado la roca con rigor de geómetra, ni tallado aristas vivas, ni res­petado el alineamiento de los bloques que hubiera produ­cido”, concluyó.

Localizado el “muro”, De Mahieu marcó la zona. Estaba convencido de que esa forma­ción fue parte de la antigua for­taleza de “Ipir, el Rey Blanco”, del que tanto Fritz Berger le habló al ministro Samaniego.

Sin más provisiones pero con el entusiasmo de los primeros indicios, se levantó la segunda expedición con la firme espe­ranza de volver y excavar el presunto sitio arqueológico.

TERCERA EXPEDICIÓN

Para la tercera expedición, De Mahieu invitó al profe­sor paraguayo Vicente Pisti­lli, matemático e ingeniero y director del Instituto Para­guayo de Ciencias del Hom­bre, quien estaba fascinado por echar algo de luz sobre la historia precolombina del Paraguay.

Juntos, y con la anuencia de sus acompañantes, lanza­ron la siguiente hipótesis: “El ‘murallón’ constituía parte de un recinto fortificado cuyos otros tres flancos estaban construidos con estacas, pro­cedimiento que no ignoraban los vikingos”.

El grupo continuó la revisión a lo largo y ancho del cerro en cuestión, dando con caver­nas, paredes y galerías reple­tas de dibujos y marcas, que De Mahieu interpretó “inequí­vocamente” como de “auto­ría aria” a razón de supuestas representaciones del dios nór­dico (Odín) y de una amalgama de personajes mitológicos.

Los zapadores del Ejército para­guayo enviados por el ministro Samaniego trabajaron incansa­blemente, revelando “indicios de un túmulo que contenía un verdadero palacio subterrá­neo” en el Yvyty Perõ, otro de los sitios que despertó gran curio­sidad en la misión, ya que se tra­taría de la tumba de “Ipir, el Rey Blanco”, como Berger describió.

Al término de la temporada, el equipo anotó “grandes descu­brimientos” como “un túnel” en la base del “cerro del Mura­llón”, mismo que Berger, más de 30 años antes, ya dijo haber localizado y por el cual De Mahieu mantuvo a los zapa­dores “trabajando el mayor tiempo posible”.

EL TUPAO CUE DE TACUATÍ

La expedición dejó el bosque y llegó por último al pueblo de Tacuatí. Allí, tras una serie de movidas, De Mahieu y Pisti­lli obtuvieron la autorización para excavar la base de la igle­sia, que habría sido levantada sobre, o con, las piedras y par­tes de un templo mucho más antiguo, de supuesta inspira­ción vikinga, al cual los locales se referían como el Tupao Cue.

“Los cimientos se constitu­yen de piedra labrada y, pues, se dejan notar los restos de gruesos pilares de madera, casi petrificada, algunos que llevamos de vuelta a Buenos Aires para estudiarlos. Los bloques, ajustados sin arga­masa, están tallados con una precisión que supone el uso de herramientas de metal. Se ven, pues, alineamientos de gruesos cantos rodados, uno de los cuales llevaba el signo que corresponde al gebo (g) rúnico. Según testimonios varios, la base hubiese sido mayor de no ser por obra de los lugareños, que con el paso de los años han quitado las piedras para construir hor­nos para pan”.

De Mahieu escribió que estos indicios serían difícil­mente refutables, ya que “los jesuitas jamás se instalaron en Tacuatí” y los restos del Tupao Cue tampoco son atri­buibles a los nativos, “que no sabían trabajar la piedra”.

“El muro que desenterramos soportaba paredes hechas de troncos escuadrados, al estilo vikingo, lo que viene a explicar los gruesos pilares de madera que excavamos en el lado sur. Esta es una indicación sobre el origen ario del Tupao Cue”, indicó De Mahieu.

De Mahieu cerró su esta­día en Paraguay con una última visita al ministro Samaniego, con el informe correspondiente, y volvió a la Argentina junto con todo su equipo. En los años siguien­tes, se dedicó a clasificar sus descubrimientos, divulgán­dolos a través del Instituto de Ciencias del Hombre de Buenos Aires. Algunas de las fotografías que se tomaron durante aquellos días fueron incluidas en el libro “El rey vikingo del Paraguay (edito­rial Hachette, 1979).

Déjanos tus comentarios en Voiz