Óscar Lovera Vera, periodista

Sin prácticamente nada en sus archivos, la fiscal Ledesma llegó a presentar su acusación muchos años después. En medio de eso descubrió un negocio de los hermanos Bedoya estando presos y rescató a su testigo principal, Isabelino, de la depresión.

Pasó un año más, corría el año 2021 y la fiscal Sandra Ledesma no lograba que la causa sea elevada a juicio oral. Los abogados de los Bedoya Martínez se volvieron hábiles en la articulación de actuaciones para dilatar el proceso. Utilizaban recusaciones, pedidos de sobreseimiento provisional, todo tipo de artimañas para extender la causa y en algún momento lograr extinguirla o atacarla con alguna acción de anticonstitucionalidad.

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Sus apelaciones llegaban hasta los propios ministros de la Corte en días en los que no estaban con tanta energía. Se pasaron al arte oscuro de la chicana, como se llama a estas estrategias retardantes en la justicia.

Fue un tropiezo tras otro para la nueva agente, que solo se miraba al espejo y se encontraba vacía en medio de una causa que no era suya, que no la comenzó y no tenía mucho con qué sostenerla, pero tampoco podía dejar caerla. De permitirlo, su oficina estaría en riesgo con la evaluación de eficacia, su continuidad como agente pública y sus sueños amarrados a ello.

UN NEGOCIO PRÓSPERO

En medio de esa frustración una llamada llegó a su teléfono, que repicaba persistente como anunciando lo inesperado, solo faltaría descubrir de qué lado de la suerte estaba aquello que le relatarían.

Apenas contestó con un saludo tímido y cálido, una voz agitada y compungida le advirtió:

–Doctora, esos dos militares de nuestra causa de doble homicidio tienen un negocio próspero en la cárcel de Viñas Cue, fijate –relató alguien que conocía, pero cuya identidad prefirió proteger por seguridad.

–¿Viñas Cue? ¿En una cárcel militar están los dos? – exclamó la agente, sorprendida de oír la información al asumir que ambos estaban en una cárcel común.

La agente Ledesma rápidamente convocó al jefe de Policía para planificar una intervención especial, que debía ser efectiva. Sin embargo, la jurisdicción podría ser obstáculo para ingresar al penal militar.

El sigilo era el arma recetada en este tipo de situaciones, que serviría para desmantelar un negocio paralelo en negro, ya que no sabían qué tanto penetró en la verticalidad castrense. Sin embargo, no podían entrar a un cuartel militar sin derramar sangre. La encrucijada estaba marcada.

Debían notificar para evitar un enfrentamiento, pero ¿qué tanto podían contar sobre el plan para evitar una filtración?

Ledesma se las hizo fácil. Obtuvieron una orden judicial que les permitía ingresar al predio militar. Ahora solo necesitaban pescarlo en el momento.

OPERACIÓN PARALELA

La cárcel militar de Viñas Cue, edificada en un paraje un tanto oculto, está ubicada a unos 5 kilómetros del centro histórico de la ciudad de Asunción, luego de rodear la inmensidad del Jardín Botánico.

El detalle de lo que sucedía en el centro de reclusión no le terminaba de sorprender a la fiscal Ledesma cuando escuchó sobre la pujante operación que mantenían los hermanos Bedoya Martínez en su celda, mientras cumplían con su arresto preventivo por el doble asesinato de la familia Gavilán Cáceres.

Los militares se convirtieron en prestamistas a un nivel superlativo. Desde su celda abrieron una cuenta usuraria para todos los militares, ya sean reclusos o sus propios custodios: todo aquel soldado que necesite, un Bedoya lo apoyaba. La única condición era entregarles su tarjeta de débito con la que cobraban su salario de un banco público. A fin de mes, a través de una persona en las afueras, extraían la cuota que descontaba el préstamo, más el interés desollador que exigían en cada trato. Un negocio más que lucrativo.

Un estruendo se escuchó repentinamente. ¡Todos en sus lugares y nadie se mueve! Era la agente fiscal Sandra Ledesma y un grupo de policías que la rodeaban. Ella blandía al aire la orden judicial de allanamiento, exhibiéndola como bandera blanca para evitar una situación violenta. Era sabido el ánimo de los militares, irritante, cuando los civiles irrumpían en sus predios y más aún si existían policías acompañando a esos civiles.

La agente Ledesma contó con el testimonio de un militar que se infiltró confirmando lo que hacían los militares en esa prisión, por lo que tenerlos ahí ya no brindaba ninguna garantía. Eso permitió ingresar con tranquilidad al recinto, pues nadie quería comprometer su carrera con un negocio turbio como ese.

Al descubrir las tarjetas plásticas de débito en la celda de los Bedoya, la fiscal también encontró unos gramos de cocaína y armas de fuego. Lo primero que imaginó era la manera en que amenizaban los negocios en ese sitio. Lo que no pudieron comprobar es si se trató de tráfico de drogas o consumo particular.

-¡Por fin una buena! –dijo Ledesma, quien quería aplicar algo de justicia en esto y tenía la oportunidad para acabar con los privilegios de los dos militares que utilizaban el presidio castrense como centro de operaciones bancarias en negro.

En poco tiempo su pedido fue escuchado. Cristhian y Edgar, los hermanos, fueron enviados a una cárcel común, la Penitenciaría Nacional de Tacumbú de Asunción.

OTRA VEZ EMPANTANADOS

Aunque la policía intentó buscar más pistas, no logró el efecto deseado. La negligencia desde el inicio en aquel año 2014 tuvo sus pocas intenciones de colectar evidencias reales y válidas para respaldar una condena.

En algún momento Sandra Ledesma enfrentó a los medios de comunicación diciendo: “El procedimiento desde el vamos ya se hizo mal, eso es algo que hay que admitir. Es decir, nos fuimos a juicio oral con una carpeta fiscal deficiente, eso hay que reconocer, porque a mí no me gusta tapar nada”.

La fiscal Sandra Ledesma tuvo que comenzar de nuevo la investigación, reiniciar la recolección de pruebas, al menos las salvables, al igual que testigos. Retomar todo el proceso involucraba medir nuevamente el terreno, intentar sacar algo de provecho a lo poco que hizo balística sobre los proyectiles y hacer la reconstrucción. Todo aquello que hicieron los agentes de criminalística el mismo día del atentado no servía. La fiscal se encontraba con cero elementos funcionales.

Aunque con pocas chances, la agente Ledesma confeccionó una nueva carpeta fiscal y ocho largos años después, finalmente, se presentó por primera vez una acusación formal contra los hermanos Bedoya Martínez. Finalmente, logró que un tribunal decida elevar su causa a juzgamiento.

JUSTICIA NO ES JUSTICIA

Solo uno de ellos fue sentenciado. El tribunal absolvió a Cristhian porque no había testigos que lo hayan visto armado y tampoco existía otra prueba en su contra. En cambio, Edgar sí, y aunque el arma haya desaparecido, al menos la prueba de nitritos, nitratos y plomo aún estaba en la carpeta.

El testigo principal en el juicio fue Isabelino, aunque para llegar hasta ese día fue otra operación más que enfrentó la fiscal Ledesma. Fue rescatado de una depresión que intentaba suprimirla con el alcohol; fueron años de consumir y que lo consumieron. Lo dejaron acabado para ese entonces.

Económicamente estaba destruido, no logró reponerse de esa doble pérdida de abril y deambulaba por los caminos de tierra en el viejo barrio donde asesinaron a su esposa e hijo, lanzando improperios contra los militares enjuagados con caña amanecida. No había día que no repetía la receta, pero no existía alguna que lo haga olvidar. Era un alma más asesinada aquel día junto a su familia. Cada día que pasó, sabiendo que los asesinos tenían nombre y apellido, y no eran condenados, lo carcomía más y más.

Con el paso de los días y un trabajo sicológico, Isabelino de a poco fue recuperándose con el pensamiento puesto en que debía llegar a la sala de juicio y contar lo que sucedió esa tarde de abril.

Cuando sus ideas y pensamientos eran más claros, contó una experiencia reciente a la fiscal, una que lo puso de nuevo cerca de los asesinos de su familia. Le hicieron una oferta en nombre de los hermanos Bedoya para que desista de su testimonio. Él se negó, tal como lo había hecho cuando le ofrecieron plata, junto a su esposa, por la propiedad. Se juró jamás recibir un solo guaraní de los asesinos de su familia.

Isabelino tenía que dar su relato lo mejor que podía. Su testimonio era el principal y significaba todo el respaldo que necesitaba la fiscal para un veredicto justo de los jueces. Ese día finalmente llegó.

Horas después… El tribunal tomó su decisión. Los únicos elementos sólidos que sostenían una clara acción criminal apuntaban a Edgar Eugenio Bedoya Martínez. Lo condenaron a 17 años de prisión, ocho años ya los compurgó. Su libertad la tendría en el año 2030. De su hermano Cristhian nunca más se supo nada.

La justicia no fue tal con la familia de Isabelino. Con los días se perdió su rastro. Algunos creen que sigue caminando solo, pagando una culpa que no tiene por haber perdido a Catalina y a Derlis.

Fin

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