Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Cuando el otoño comienza a quedar atrás porque el invierno procura ganar espacio es un tiempo muy particular en Buenos Aires, muy propicio para historias de sobremesa sobre célebres tangos y profundos dolores.

Comer con amigos y amigas fusilli scarparo en La Cantina Pierino, en Buenos Aires, unos 1.200 kilómetros al sur de mi querida Asunción, es un placer difícil de explicar con palabras, pero aseguro que es inolvidable. Luciano Capalbo, el chef de esa casa que siento como mía hace muchas décadas, se luce con ese plato en el que convergen experiencias, enseñanzas y secretos que recibió y guarda celosamente porque desde niño vio a Pierino –su padre y mi amigo-hermano que ya partió– preparar ese manjar. Es un plato invernal, por cierto.

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Junio, cuando el otoño comienza a quedar atrás porque el invierno procura ganar espacio, es un tiempo muy particular en Buenos Aires. Siempre es así. Recuerdo que una noche, muchos años atrás, cuando faltaban pocos días para el 21 de aquel mes allá por 1972, me largué a caminar por la avenida Corrientes que, todavía, era mencionada como “la calle que nunca duerme”. Ya no es así. Tal vez era miércoles, cerca de las 22:00, cuando crucé lentamente la calle Uruguay con las manos en los bolsillos. Un vientito helado comenzó a soplar desde el Río de la Plata. Con el Obelisco a mis espaldas busqué refugio. En el mismo momento en que, en procura de calidez, entré a La Giralda –un café y chocolatería que desde 1951 (el año en que nací) tiene sus puertas abiertas en el 1453 de esa particular arteria que nace en el estadio Luna Park y muere en el Cementerio de La Chacarita– me recibió la voz aguardentosa del maestro Juan D’Arienzo.

“¿Plomo, no laburás hoy o te rajaron del diario?”. Nos reímos y saludamos con afecto. Abrazo, beso y silla ofrecida para acompañarlo y compartir en torno de esa pequeña mesa con tapa de mármol. “¿Cenaste?”, pregunté. Fue como un disparador. “Hasta el Abasto –indicó don Juan minutos después– Lavalle y Billinghurst”, precisó al taxista. La doble puerta vaivén de la cantina se abrió de par en par para que este dúo bien desparejo entre un veterano sabio y un periodista que quería ser lleno de curiosidad fuéramos recibidos por el querido Pierino.

El templo gastronómico se iluminó como sucede aún con la llegada de buenos amigos. En una de las mesas, sobre un rincón, lejos de la puerta, había otro grande. Don Enrique Cadícamo, quien llegó un rato antes que nosotros. Aquellos dos creadores nacieron con el siglo pasado en el -1900. Capalbo, raro en él que siempre se quedaba cerca del mostrador y la caja registradora, se sentó junto con nosotros. Busqué la cercanía con Cadícamo que, tiempo atrás, en ese mismo lugar, había dejado salir de su pecho que “Carlitos (Gardel), en Nueva York, tenía una novia paraguaya que, al parecer, era Betty, una de las célebres ‘rubias de nuyor’”.

El maestro Juan D’Arienzo rechazó viajar con su orquesta a Japón invitado por el emperador Hirohito porque tenía miedo a volar

CERTEZA

Casi medio siglo más tarde de aquella confesión, tengo la convicción de que es totalmente cierta. Pero Cadícamo y D’Arienzo siempre tenían otras historias. Enormes compositores, los dos habían pasado por el jazz antes de llegar al tango. Con enorme satisfacción verifiqué una vez más que ambos tenían algo para contar y deslumbrarme cuando apenas había superado mis veinte años.

Por allí andaban mis pensamientos en esta noche de viernes “tan fría y tan mía” como justamente reza uno de los versos de Garúa, ese tangazo al que don Enrique le puso letra luego de que Aníbal Troilo, Pichuco, compusiera la melodía. Aquellos creadores eran tan especiales como geniales. Escribir, con el lenguaje de la música o el de la literatura, era parte del ecosistema en el que se desarrollaban que no era como el de la humanidad en general. Arrellanado en la vieja mecedora observo los leños crepitantes. Un puñado de chispas sin destino se elevan en busca de una forma de libertad que nunca sé si logran alcanzarla. En profundo silencio apuro un trago de Hennessy XO, del que se asegura que es uno de los mejores coñacs del mundo. Excita mi paladar. La noble bebida lleva el apellido de su creador, un tal Richard, mercenario irlandés que en 1765 recibió de Luis XV una significativa extensión de tierras mayormente regadas por las aguas del río Charente, en el cantón de Cognac, Francia. Poco después dicen que se inició la destilación de este placer embotellado que hoy es parte del conglomerado comercial de Louis Vuitton.

La medianoche, en el sur del sur, cuando el avance del sábado es imparable, tiene un “profundo silencio”. En cada instante Garúa regresa a mis oídos. También en este hoy –como en ese tango escrito en 1943– llueve cansinamente. “¿Pierino, en esta mesa Astor (Piazzolla) y Horacio (Ferrer) crearon la operita ‘María de Buenos Aires’?”, quise saber con algo de imprudencia entre tantos mayores venerables. “Puede ser”, dijo el amigo que en cada uno de sus viajes a París solía alojarse en la casa de aquel músico increíble que renovó el tango para siempre.

Enmudeció. Lo miramos con enorme curiosidad. Esperó el tiempo justo para decirnos con humildad, ironía y finísimo sentido del humor que “nunca, por prudencia y discreción, le pregunto a nadie dónde crea y… ni, mucho menos, dónde procrea”. Reímos y brindamos por esa ocurrencia magistral con un Chianti Clásico de Antinori, un vinazo que se hace muy cerca de Firenze, en el norte de la Toscana, desde varias centurias. Claramente, vale destacarlo, los Medici –poderosa familia italiana de la que la historia universal da cuenta que emergieron dos reinas de Francia (Catalina y María) y cuatro papas (Clemente VII, Pío VI, León X y León XI)– supieron beber.

Maestro Enrique Cadícamo escribió la letra del tango “Los mareados” a pedido de Aníbal Troilo, Pichuco

VIAJERO INCONTENIBLE

La sobremesa continuó. Cadícamo era desde muy joven un viajero incontenible. Alguna vez, me contó y un domingo lo escribí que estaba en Barcelona, cerca de 1931, cuando Gardel desde Francia, con un telegrama, le pidió que le escribiera un tango nuevo. Lo hizo en tres horas, en un café de la Rambla. Lo llamó “Anclao en París”. Lejos de la capital francesa y también de la Argentina, sobre aquella mesa, en la primera estrofa fue hasta el hueso: “Tirao por la vida de errante bohemio. / Estoy, Buenos Aires, anclao en París. / Cubierto de males, bandeado de apremio, / Te evoco desde este lejano país. / Contemplo la nieve que cae blandamente / Desde mi ventana, que da al bulevar / Las luces rojizas, con tonos murientes, / Parecen pupilas de extraño mirar”.

Conocedor profundo de la melancolía –propia y la que seguramente también sentía don Carlos– continuó: “Lejano Buenos Aires, ¡qué lindo que has de estar! / Ya van para diez años que me viste zarpar. / Aquí, en este Montmartre, rincón sentimental, / Yo siento que el recuerdo me clava su puñal”. Muy poco después, desde el correo catalán, remitió su creación a la que luego de llegar destino, en las cercanías de la Torre Eiffel, el guitarrista Guillermo Barbieri –abuelo de la histriónica e hipermediática Carmen y bisabuelo de Federico Bal– le puso música.

Gardel, en un estudio parisino, lo grabó el 28 de mayo de 1931. Recuerdo que Cadícamo no contó mucho de su tiempo en Barcelona. También hubo misterios en la vida de aquellos creadores. Incomprendo por qué no quiso nunca hablar –al menos conmigo– sobre aquellos sucesos. El 1931 es parte de la historia grande de los catalanes y de España. Descreo que no haya tenido opinión. ¿Cómo olvidar aquel punto de inflexión del que fue testigo? De hecho, Francesc Macià i Llussà, nacido en 1859 en Vilanova i la Geltrú, republicano e independentista catalán, cofundador de los partidos Estat Català y Esquerra Republicana de Catalunya, arrasó en las elecciones del 12 de abril, el pueblo lo hizo triunfador y cinco días después renació la Generalitat de Catalunya y el rey Alfonso XIII –bisabuelo del actual rey Felipe VI– debió marchar al exilio. Pero sobre aquellos sucesos, don Enrique nunca quiso contarme nada. Desde entonces creo que prefería no hablar de temas políticos.

Ricardo Ostuni, tanguero y miembro de la Academia Nacional del Tango: “El dolor de la censura que afectó a ‘Los mareados” en 1943, seguramente, impidió que Cadícamo quisiera hablar en aquella sobremesa de ese tema”, sostuvo

ALERTA

Pese a ello, alguna vez leí en una publicación titulada Hora Cero que el profesor de historia Daniel Silber, al abordar la historia del tango “Plegaria”, compuesto por el músico argentino Eduardo Bianco, que el compositor lo dedicó justamente a Alfonso XIII, consigna que “Cadícamo (por aquellos años) alertaba a sus compatriotas que tuvieran cuidado con el violinista (Bianco) porque ‘era agente de la Gestapo’”. Detalla también que el poeta, al que categoriza como “letrista”, “en su ‘Historia del tango en París’ sostiene sin vacilaciones que Bianco y sus músicos tocaban en los países ocupados por el nazismo y ‘trabajaban para la Wehrmacht’, el ejército alemán”.

Interesante, por cierto. Sin embargo, durante aquella sobremesa, las historias que emergieron solo fueron tangueras. D’Arienzo contó que tenía una invitación “para tocar en Japón” y confirmó que “el emperador Hirohito, a través de su embajador en Buenos Aires”, le envió “un cheque en blanco para que le ponga la cifra que quisiera para tocar con mi orquesta en el Palacio Imperial”. Había rumores sobre el tema. Nos miramos y lo miramos. “Le dije que no”, comentó con voz pausada y agregó: “Tendría que ir en avión y no puedo olvidar la tragedia que en el 35 se llevó a Carlitos en Medellín”. La muerte de Carlos Gardel en el avión que pilotaba Ernesto Samper Mendoza, abuelo de quien entre 1994 y 1998 fue presidente de Colombia, también llamado Ernesto, fue su excusa. D’Arienzo jamás se subió a “un aeroplano”, como llamaba a los aviones.

Increíble. Al parecer Hirohito insistió. Le ofreció viajar 40 días en un barco. También lo rechazó. Enmudecimos. “¿Troilo o (Juan Carlos) Cobián le pidió que escribiera ‘Los mareados’?”, le pregunté para cambiar de tema a Cadícamo que se sintió sorprendido. “¡Dale, contá!”, dijo D’Arienzo que, con el tiempo, supe que no era necesariamente amigo de don Enrique, aunque tampoco se llevaban mal. “Creo que fue una confusión de Pichuco que, como yo, tampoco sabía que ese tango ya tenía letra”, respondió con desgano. No repregunté. El tiempo quiso que Ricardo Ostuni, un tanguero estudioso que fue miembro de número en la Academia Nacional del Tango, café de por medio, me confirmara que la poesía que escribió Cadícamo por pedido de Troilo “fue posterior a la creación de Cobián que la compuso sin letra para una obra de teatro titulada ‘Los dopados’ y la llamó ‘Clarita’”.

Ricardo, querido amigo, explicó que “los primeros letristas fueron Alberto Weisbach y un tal Raúl Pedro del Corazón Doblás” y que “la primera grabación del tema fue con la orquesta de Osvaldo Fresedo, con la voz de Roberto Díaz, en 1924″. En aquella tertulia con Ostuni, durante una larga tarde en el viejo café Tortoni, Ricardo precisó que “en 1942 con la orquesta de Aníbal Troilo y la participación del cantante Francisco Fiorentino se grabó ‘Los mareados’ con la poesía creada por Cadícamo”, que a su entender “es infinitamente superior, de mayor calidad y mucho vuelo (…) por esa razón se impuso”, señaló como hipótesis.

Sin embargo, en su análisis y sin quitar méritos artísticos a la obra, estimó que “fue el dolor de la censura que el gobierno militar de 1943 impuso sobre aquel tango por estúpidas e injustificadas cuestiones de ‘moral y buenas costumbres’, que obligó a Cadícamo a llamarlo ‘En mi pasado’ y a modificar parcialmente la letra”, lo que en aquella noche de sobremesa en Pierino impidió que el maestro quisiera hablar de aquello. Es posible. La falta de libertad siempre es un dolor.

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