Óscar Lovera Vera, periodista

La desesperación de la nueva investigadora fue reiniciar toda la causa luego de ocho años y sin contar con pruebas. Aunque estaba decidida a llevar a los militares a juicio, debería primero hacer que su caso sea importante.

Sandra Ledesma dudaba de todos. Tuvo que llegar a la instancia de juicio oral para reiniciar todo en los primeros meses de 2020, que marcarían un precedente histórico y oscuro. Fue cuando la pandemia del covid-19 asolaba al mundo con mayor brutalidad y las actividades en cada rincón del planeta se limitaban al máximo, otro motivo más que ralentizaba una amorfa investigación.

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Mucho tiempo pasó desde aquel día del doble atentado. Seis largos años desde que Andrés Arriola, el primer fiscal de la causa, y otros tantos agentes fiscales que pasaron como fantasmas por la oficina abandonando la investigación prácticamente dejándola en coma.

Sin embargo, la fiscal Ledesma no por ello dejaría de intentarlo. Tenía en contra un expediente escuálido, un sobreseimiento provisional para los sospechosos y un juicio a contrarreloj.

NADAR CONTRA LA CORRIENTE

Había muchas barreras que sortear. Ledesma no creyó posible que el expediente tenga ese nivel paupérrimo de diligencias. Cerraba el expediente y lo comenzaba a leer, como si eso pudiera revertir la situación. Su antecesor no movió el caso, lo empantanó con pocas diligencias científicas, esas necesarias para confirmar a los que mataron a Catalina y Derlis con el respaldo y el rigor de la ciencia.

Las mediciones no eran exactas en planimetría. En ella debían concluir principalmente el terreno donde ocurrió el atentado a escala, el punto cardinal que usarán como referencial para orientarse en el lugar, las referencias de lo que observó en el sitio para posteriormente realizar la reconstrucción de los hechos, es decir, cada cosa que observó en la escena del crimen, dibujarla tal cual para luego colocarla en el mismo sitio utilizando mediciones geométricas para su ubicación exacta.

Un ejemplo sería: sobre un bosquejo donde el cuerpo de la víctima se lo identifica como A, podría existir un elemento alrededor interesante, B: libreta de notas sobre la mesa: C, D: impacto, altura 0,22 centímetros de E: banqueta, F: mancha pardo-rojiza, sangre. Nada de esto estaba.

En vano se hacen la idea de una reconstrucción de los hechos y que esta pudo ser parte del proceso. Al no existir el mapa, tampoco lo hicieron. Sin la planimetría fue impensable este segundo, ya que depende exclusivamente de las notas que pudieran tomar en aquella oportunidad y al no tener ambas tampoco existía un levantamiento correcto de las evidencias en el caso. ¿Por qué tanta necedad? La fiscal no lograba entender. Aunque aún no terminaría de sorprenderse.

La agente, en busca de al menos un objeto que pueda rescatar de lo poco que constaba en el expediente, ordenó a su asistente una visita a la Dirección de Material Bélico, ya que ahí tenían en depósito la pistola que incautaron como arma sospechosa homicida.

El joven asistente fue hasta el polvorín del barrio Loma Pytã y después de muchas vueltas, órdenes, contraórdenes, tiempos largos de espera, enviaron a un subalterno para que pueda informarle sobre lo peor: el arma desapareció, no así otras varias.

Solo aquella, en forma misteriosa. La pistola Taurus, calibre 8 milímetros, que el vicesargento Edgar Eugenio no tuvo tiempo de ocultar el día que la policía lo sorprendió junto a su hermano en su casa, la misma cuya característica era idéntica en calibre percutido en el tiroteo, esa ya no estaba.

Esta vez el escándalo y la impericia hicieron metástasis. Lo sorprendente para la fiscal es que el agente anterior no tuvo en cuenta que uno de estos dos militares prestaba servicios en esta institución y no tuvo mejor idea que enviársela para que sea el guarda y cautela.

OÍDOS SORDOS, COBARDES CIEGOS

Las complicaciones mayores no solo estaban en las pericias, un caso prácticamente sin evidencia. La esperanza podría estar en los testigos, o no… El tiempo fue cómplice para profundizar el miedo en muchos. Aquel que los ahuyentó de esa primera declaración el día del atentado desaparecieron tras sus puertas y ventanas cerradas.

Ocultos en el cobarde pensamiento de supervivencia, no querían comprometerse por la posible reacción de los hermanos Bedoya Martínez cuando todo eso termine. Al paso que lo hacía la Fiscalía, todo indicaba que fracasaría en el intento por descubrir quiénes eran los asesinos, no tenían garantías y prefirieron callar.

Al igual que el tiempo transcurrido, la cantidad de elementos de carga probatoria pudieron destruirse por efecto de la naturaleza o por acción de los asesinos. Los Bedoya tenían una libertad de comunicación que pudo hostigar a cualquiera y con eso eliminar posibles voces que los identifiquen el día del atentado; eso pensó la fiscal. Amedrentamiento fue la clave. No tenía testigos, logró convencer a algunos familiares de las víctimas, pero el resto de los vecinos desistieron de colaborar.

Sin embargo, Isabelino los enfrentó. Con ese dolor de la ausencia tatuada en el alma y aún con el zumbido de las balas perforando cada centímetro de esa pared donde estuvo inerte, esa que no pudo reforzar por pobre y se culpaba al no darle un refugio a su esposa e hijo, una opción que pudo salvarles la vida.

Todo le daba el combustible y el coraje para gritarles timoratos, inhumanos, que abandonaron a un vecino. En ese momento los necesitaba para reforzar eso que todos sabían desde hace años, los Bedoya Martínez se ensañaron con ellos.

Isabelino insistió con el mismo comisario que lo ayudó a atrapar a los hermanos, esa confianza en su trabajo lo esperanzó sobre la información que tenía. Estaba seguro de que si la compartía con él podía hacerle llegar a la fiscal y trabajar juntos en comprobarla. Le reafirmó al viejo policía que ambos militares siempre quisieron su propiedad porque los molestaba al interponerse con el vivero que tenían al lado de su casa.

UNA MOTIVACIÓN

Los hermanos en varias ocasiones le ofrecieron dinero para comprar la casa y hubo una oferta en particular unos días antes del atentado, pero esa propiedad, aunque humilde y con muy poco, era suya y les costó tenerla. No la iban a vender por nada o por mucho. Esa fue la decisión de Catalina e Isabelino y la cumplieron siempre.

Lo particular de ese rechazo a esa última propuesta de compra fueron los amedrentamientos. Isabelino relató que después de retirarse molestos y orgullosos, al no conseguir lo que querían, no volvieron a dormir tranquilos.

Sus noches fueron orquestadas con disparos intimidatorios, de aquellos que visitaban la puerta y ventana muy cerca. Los estruendos eran fuertes y sentían temor, pero no retrocederían. Los vecinos creían que aquellos disparos lo hacían después de largas rondas de tragos de alcohol.

Pero no sería lo único que perturbaría su vida. De este punto en adelante todo comenzaría a derrumbarse como si por un efecto maldito todo se estancó, a perder fuerza y el rigor que en principio demostraban por la presión mediática. Aquellos policías ya no golpeaban a diario, aquel fiscal ya no lo llamaba con frecuencia.

Isabelino iba siendo carcomido por la depresión y las interminables rondas de alcohol, de esas que no diluían sus recuerdos y las detonaciones del día mortal.

Continuará…

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