Ricardo Rivas, periodista - Twitter: @RtrivasRivas
Hacer periodismo es contar historias. Insisto e insistiré hasta el último suspiro. Creer en ellas o no, asegurar que son verdades o no, fue, es y será un acuerdo o decisión de las audiencias.
Corría aproximadamente el 95 en el siglo pasado cuando supe de Carlos Varela. Nacido en La Habana un 11 de abril de 1963, ese músico cubano daba vueltas por España junto con un tal Joaquín Sabina, que vio la luz en Úbeda 14 años antes que este cantautor por entonces, para mí, desconocido. Me parecieron tal para cual, como escuchaba decir a las viejas durante sus cuchicheos de tertulianas, en baja voz, durante aquellos momentos odiados por niñas y niños de las siestas que comencé a valorar tiempo después. Mientras disfrutaba de aquellos artistas, sentí que según dieran las luces Joaquín se proyectaba como la sombra de Carlos, aunque también –por sus voces y sus cantos– era posible verlos al revés.
A todas luces creían, creaban y decían desde los lugares más profundos de sus almas. En un restó, tal vez en Madrid –uno de mis lugares en este mundo– les creí a pie juntillas cuando juntos contaron y cantaron algunas de sus historias de vida. Como ellos, caminando y trabajando, hube de saber más de una vez que “por decir lo que pienso sin pensar lo que digo / más de un beso me dieron y más de un bofetón”. Historias de viajes. Y de trabajos realizados. El periodismo es puerta y es transporte eficaz para esas experiencias. Viajar para contarlo. No fue la última vez que vi y disfruté del arte de Carlos.
Una noche de verano, en Mar del Plata, Mercedes Sosa me habló de él. Desde aquellas palabras procuro seguirlo a través de sus creaciones. En una de sus obras, “25 mentiras sobre la verdad”, Varela va hasta el hueso. “Nostradamus nunca tuvo la verdad / ni los Beatles, ni Galileo / Hare Krishna nunca dijo la verdad / ni Jesús, ni Julieta, ni Romeo”. Con el cansancio acumulado en mil caminos el poeta añade que tampoco “los poetas nunca escriben la verdad / ni la Biblia, ni los diarios, / los profetas no adivinan la verdad, / ni los pobres, ni los millonarios”, porque explica que “la verdad de la verdad / es que nunca es una / ni la mía, ni la de él, ni la tuya / La verdad de la verdad / es que no es lo mismo parecer / que caer en el abismo / de la verdad”.
El cantautor luego advierte con sus versos que “los maestros nunca enseñan la verdad / ni los reyes ni los mesías, / los ejércitos no tienen la verdad / ni las leyes ni la astrología” y, repite, a modo de estribillo: “La verdad de la verdad / es que nunca es una / ni la mía, ni la de él, ni la tuya. / La verdad de la verdad / es que no es lo mismo parecer / que caer en el abismo / de la verdad”.
¿LA VERDAD?
Por allí andan mis pensamientos en esta noche de viernes fría y lluviosa, refugiado en la vieja mecedora frente a los leños crepitantes. Desde Twitter me llegan los sentires de colegas periodistas que desde el norte de Sudamérica y desde América Central en esta noche dan cuenta de ataques de los que son blanco por parte de presidentes que les exigen la verdad. ¿Qué es lo que se pretende imponer a las y los trabajadores de medios a las y los periodistas? ¿Qué digan qué? El miércoles pasado, en Colombia, el presidente Gustavo Petro lideró movilizaciones en favor de su gobierno. Fue contra los medios y el periodismo. A través de las redes el discurso estigmatizante fue como una llamada a la incomprensión. En contra de la diversidad. Antidemocracia al palo. Cinco periodistas fueron acosados por manifestantes y heridos “por no decir la verdad”.
FLIP (Fundación para la Libertad de Prensa) mediante un comunicado formal denuncia: “Rechazamos las agresiones por parte de manifestantes en contra de cinco periodistas en Bogotá, Medellín y Barranquilla. Los reporteros de RCN Radio, Blu Radio y Caracol Radio cubrían las movilizaciones convocadas este 7 de junio a favor de las reformas del Gobierno nacional. También en el marco de las protestas, el presidente Gustavo Petro dio un discurso en el que sin evidencia responsabilizó a la Revista Semana por las acciones que la Fiscalía adelanta. ‘Acaban de allanar otras oficinas de la presidencia. Semana ordena y el CTI (Cuerpo Técnico de Investigación Criminal y Judicial) obedece’, dijo el presidente en su discurso público”.
En Argentina, el mismo día, Unicef, UNFPA, Unesco y ONU Mujeres, organizaciones “del sistema de Naciones Unidas”, denunciaron que “la libertad de expresión está en peligro” y en ese contexto alertaron “sobre la violencia de género hacia mujeres con voz pública”. El pasado 5 de mayo, en Paraguay, “la Mesa para la Seguridad de Periodistas (MSP) presentó ante la Fiscalía Adjunta de Derechos Humanos un documento en el que denuncia y relata los casos de colegas que fueran agredidos, amenazados o atacados en medio de las manifestaciones desarrolladas tras las elecciones generales del 30 de abril último”. La presentación fue avalada por el Sindicato de Periodistas del Paraguay (SPP), la Red Activa del Paraguay, la Sociedad de Comunicadores, la Asociación de Reporteros Gráficos y el Foro de Periodistas Paraguayos”.
En México soplan desde el poder los mismos vientos huracanados. El presidente Andrés Manuel López Obrador, en una de sus conversaciones matinales, va a fondo: “Nosotros tenemos el apoyo, el respaldo de la mayoría del pueblo y entonces estas minorías, la oligarquía corrupta, sus voceros, sus intelectuales orgánicos, sus medios de manipulación no les ayudan, no son tan poderosos como para destruirnos políticamente, porque el pueblo es mucha pieza”. Ese querido país que fue refugio y asilo para latinoamericanos y latinoamericanas perseguidas por las dictaduras cívico-militares que asolaron la región con la Operación Cóndor y el terrorismo de Estado hoy es el territorio “más peligroso para ejercer el periodismo”. El propio titular de la Unidad para la Defensa de los Derechos Humanos, Enrique Irazoque Palazuelos, ante el Senado de la República admitió meses atrás que “256 periodistas fueron asesinados” con intervención de agentes paragubernamentales. Señaló a gobiernos comunales. Allí presente lo escuché con asombro.
La lista de personas poderosas autócratas, anócratas, dictadoras que interpelan a las sociedades para enfrentarlas con quienes entienden que se les oponen es posible ampliarla. En El Salvador, el presidente Nayib Bukele violenta y traspasa todos los límites que el Estado democrático de derecho establece para las y los gobernantes apoyándose sobre tres ejes: democracia, derechos humanos y desarrollo sostenible. Las tres D. La excusa del Estado para arrasar con las garantías individuales, para incumplir con las prescripciones contenidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos desde hace 75 años, es enfrentar a las organizaciones delictivas que se conocen como las maras. Miles de presos en cárceles de alta seguridad es lo que exhibe como un éxito de gestión. La población parece aprobar. En múltiples reportes se consigna que cerca del 90 % de las y los salvadoreños lo apoyan. Su vicepresidente, el abogado Félix Ulloa, unos pocos días atrás, de visita oficial en Montevideo, dice con orgullo que “esa batalla que está ganando El Salvador puede tener consecuencias” regionales porque “Uruguay y los demás países de la región pueden ser receptores de los prófugos pandilleros que no han sido capturados y huyen en todas las direcciones”. Seguro de sí y de las políticas que Bukele, su jefe, aplica, no duda en advertir que “en algún momento van a llegar para acá”. Luego, la emprende contra El Faro, uno de los medios en línea más reconocidos y premiados en el mundo cuyo director, Carlos Dada, fue declarado “Héroe mundial de la libertad de prensa” por el International Press Institute (IPI), The Global Network for Independent Media y el International Media Support (IMS). Señala y descalifica a ese medio por mentir. La redacción de El Faro, desde algún tiempo, para preservar la vida de las y los periodistas que trabajan en él ha tenido que trasladarse a San José de Costa Rica. Meses atrás, poco más de una docena de sus reporteros supieron que sus teléfonos celulares estaban infectados con el programa de espionaje Pegasus, que solo pueden comprar los Estados. “Mienten”, acusan, señalan y estigmatizan desde los más alto del poder regional. Lo hacen sin diferenciarse. Las izquierdas y las derechas. Nada nuevo.
INICIO
Este domingo, cumplo 26.448 días desde el 12 de enero de 1951, cuando mi madre parió en el Bajo Belgrano, mi pueblo natal en Buenos Aires, unos 1.260 kilómetros al sur de mi querida Asunción. Quiero suponer que aquella fecha, para mamá, para don Ricardo mi papá y una buena parte de nuestra familia fue una fecha trascendente. Incluso para mí, aunque no pudiera darme cuenta de ello. 8.892 días más tarde –el 18 de mayo de 1975– me inicié formalmente en el periodismo. Recuerdo que, en la madrugada de aquel domingo, antes de buscar la cama como refugio después de una noche de sábado agitada, pasé por el kiosco de diarios de Horacio para llevarme un ejemplar del desaparecido diario Mayoría y ver mi firma estampada en una de sus hojas formidablemente enriquecida con una obra del Lolo Bourse Herrera, un compatriota gigante del arte rioplatense nacido en Uruguay. Sonreí cuando Horacio, el diariero, me entregó cinco ejemplares más que había encargado mi querido viejo que, como su padre, don Héctor Daniel, fueron periodistas en el mítico diario Crítica. En ese momento supe que algunas tías también habían reservado. Un acontecimiento familiar, sin dudas. ¡Periodista! En el trayecto que recorrí desde donde convergen la avenida del Libertador con la calle Monroe y la diagonal Lidoro Quinteros hasta llegar a la casa familiar –seis cuadras– comencé a entender que muchas cosas ya no serían como antes.
Veinte días más tarde, el 7 de junio, por primera vez recibí salutaciones por el Día del Periodista en la Argentina. Como era entonces, el cartero las trajo y cada uno de esos sobres los abrí para saber qué me decían. El miércoles pasado la efeméride se repitió. Pero esta vez –como en los últimos años– los saludos y las reflexiones llegaron a través de las redes. ¿Coincidencias entre aquellas y estas? Sí, por cierto. En muchas de ellas, ahora como entonces, emerge la palabra verdad como deseo, como petición, como obligación y hasta y como imposición. ¡Digan la verdad! ¿La de quién? ¿La de “los poetas (que) nunca escriben la verdad”, como sentencia Carlos Varela en sus versos? ¿O acaso aquella que también Varela dice que tampoco contiene “ni la Biblia, ni los diarios”? ¿Cuál es la verdad que quieren recibir quienes nos la demandan a las y los periodistas? Dilemático, por cierto. Y, en algunos casos, hay quienes suponen –no yo– que son demandas tramposas. Soy creyente de la buena fe. En el ejercicio del periodismo contamos historias con relatos comprobables. Con personas que dan y ofrecen sus testimonios en cada una de sus palabras, que no pocas veces son en carne viva y sus propias vidas. ¿Cuál es la verdad cuando damos cuenta –con mirada crítica, ecuánime, plural, con datos– sobre la pobreza extrema o la riqueza extrema? Hacer periodismo es contar historias. Insisto e insistiré hasta el último suspiro. Creer en ellas o no, asegurar que son verdades o no, fue, es y será un acuerdo o decisión de las audiencias. Desde siempre fue, es y será así.
El presidente de México, Manuel López Obrador, denuncia a “los medios de manipulación”. En ese país, “el más peligroso para hacer periodismo en el mundo”, según Enrique Irazoque Palazuelos, director de Derechos Humanos, “256 periodistas fueron asesinados con intervención de agentes paragubernamentales”
DISCREPANCIA
Tres siglos atrás, en una misma localización, sobre los mismos hechos, con los mismos protagonistas, los cronistas que los registraron contaron no menos de tres historias que se mantienen en el tiempo y nunca fueron suficientes para aceptarlas unánimemente como la verdad, que solo lo es en cada caso para algunos o algunas. Para otros y otras, son solo cuentitos indigeribles. Es muy probable que a aquellos cronistas también les hayan exigido la verdad. Seguramente. Sé de algunos que murieron por ello. Fueron muertos por poderosos. Pero, aun así y con aquellas eventuales exigencias, sus textos siguen siendo tres historias contadas por quienes leyeron aquellos acontecimientos en orden con sus culturas.
Jorge Luis Borges, que sobre todo algo dijo o algo le pedimos que opinara, hasta dudó con fundamentos de sí mismo. “No estoy seguro de que yo exista en realidad” porque “soy todos los autores que he leído, toda la gente que he conocido, todas las mujeres que he amado. Todas las ciudades que he visitado, todos mis antepasados”. Quizás por esa certeza es que el cubano Carlos Álvarez sostiene que “la verdad de la verdad / es que no es lo mismo parecer / que caer en el abismo / de la verdad”.