Óscar Lovera Vera, periodista

Los rumores se extendían por el barrio y la policía solo contaba con esa información para iniciar una persecución; en pocas horas sabrían si fue un error escuchar a los vecinos. Con el tiempo las fallas en la investigación engranarían el poco avance que lograron.

Cada cartucho en el suelo, las mediciones del diámetro perforado en la pared, la distancia y orientación que pudieron tomar individualmente los 25 disparos en toda la casa fueron trazados a tinta con una lapicera en el acta de evidencias que iba culminando Criminalística luego de una larga noche para Isabelino.

Su hastío no fue producto de la incómoda escena que aquellos policías intentaban recrear con cada fulminante tiro homicida, sino por las veces que se planteó cómo continuaría su vida ahora que ya no tenía familia.

CUENTAS PENDIENTES

En el barrio, al enterarse en una ráfaga de minutos lo que sucedió, los vecinos sabían a dónde apuntar e Isabelino coincidía con ellos. Apenas sucedió el atentado, los pensamientos del hombre se insubordinaron por completo. No había manera de ir contra esa corriente e imaginar otra posibilidad.

Esa serie de interpelaciones constantes del subconsciente les sugerían a las mismas personas como los únicos responsables, la forma en que mataron a su esposa e hijo, las armas que usaron y, en especial, la desmesurada reacción belicosa. Todo apuntaba a dos hombres y a un mismo problema.

Isabelino murmuró dos nombres a uno de los comisarios que estaba al frente de la investigación. Luego le explicó de qué se trataba su teoría y la motivación de estos dos para arrebatarle a su familia. Por alguna circunstancia, el experimentado policía creyó en aquel hombre. Quizás haya sido el semblante gris, sombrío, de una persona espiritualmente socavada o solo el sentimiento recurrente de culpa si no hacía algo.

Aunque esas tierras en Luque fuesen algo despobladas y la vegetación un mural para el escondite, no serían trinchera para los asesinos. El jefe policial pidió refuerzos a las comisarías de otros puestos de la misma ciudad y con eso rodearía la zona, dándoles a los patrulleros una orientación puntual hacia dónde ir. Tenía la intención de evitar que logren salir.

Eso les llamó bastante la atención a sus comandados. Por qué debían entrar por la espesura de aquel matorral cuando podían llegar por el camino principal hasta el objetivo que les encomendó el comisario; solo que esa información el superior no les compartiría.

El viejo jefe quería evitar cualquier filtración y una orden era una orden, rezaba el credo policial. Ya suficientes procedimientos frustrados cargaba y no se permitiría de nuevo, al menos esa noche no.

Desde las seis de la tarde de aquel domingo pasaron dos horas desde el asesinato. De cierta forma aún contaban con el tiempo como aliado y eso implicaba una ventaja para los policías. En el caso de ser cierta la teoría de Isabelino, ambos evitarían escapar dedicándose a sus actividades para disimular y tener una coartada; ellos intuían que surgirían como sospechosos considerando las veces que tuvieron roces con la familia, imaginó el comisario mientras seguía por la frecuencia de su radio portátil el desplazamiento de sus pelotones.

Crepitaban las piedras y crujían las ramas, a la marcha de las botas negras se quebraban como únicas delatoras de su aproximación. Era un policía detrás de otro, en grupos de seis, que se acercaban en diferentes direcciones a un mismo sitio desde aquel espeso matorral que envolvía la casa de los Gavilán.

Después de sortear el infortunio de la flota de insectos y el trayecto a campo traviesa, deberían estar ocultos los pistoleros, pero aun los policías estaban a ciegas. El comisario fue poco preciso en eso. Pidió advertir el momento en que logren salir de los matorrales y solo en ese instante daría la información completa sobre los objetivos.

La noche se imponía sobre ellos, el mayor suspenso lo marcaban las nubes al cubrir por completo el cielo. Ni siquiera las estrellas servían de guía o la luna refractando luz. Las linternas no eran opción, pues terminarían delatando su paso.

21:30 horas. Tres horas después del atentado. Décima compañía, entre las calles Cañada Olazar y Vergel Luqueño. La policía rodeó una propiedad a unos metros de la casa de los Gavilán de la que solo les separaba un matorral.

–Comisario, estamos en posición. Logramos salir de los matorrales y divisamos una vivienda. ¿Cómo procedemos? –preguntó uno de los oficiales al frente de un grupo tras accionar el interruptor de su radio portátil.

–Dos vicesargentos militares, nuestros objetivos, oficial. Procedan con cautela

–respondió el comisario dando luz verde al avance policial.

Los policías los superaban en número. La casa era pequeña y no tardaron en controlar la situación. A la voz de alto, no hubo nada más por hacer, era imposible escapar. No fue necesario percutir un disparo en la redada. El sigilo fue testigo preferencial del éxito en el procedimiento. Los dos militares fueron arrestados.

HERMANOS BEDOYA MARTÍNEZ

Vistiendo ropa de civiles, aunque el porte los delataba, los hermanos Cristhian David y Edgar Eugenio Bedoya Martínez estaban bajo sospecha de planificar y ejecutar el plan homicida en la casa de los Gavilán.

Ambos eran soldados hechos con la matriz de estas tierras, inconfundibles. De estatura promedio, 1 metro y 80 centímetros, recorte de cabello rebajado y más aún en los laterales de la cabeza, donde lucían una rapada completa.

Delgados y en buena forma física, la piel morena, el rostro marcado por pómulos prominentes y la barbilla maciza, provocaban esa sensación inevitable del primer pensamiento sobre su oficio, eran militares.

Los dos fueron presentados en la oficina de la Fiscalía en las primeras horas del lunes. Cristhian fue el que habló con la fiscal, accediendo a una audiencia interrogatoria. Su hermano, por el contrario, se abstuvo y prefirió el silencio.

En su relato a la investigadora, Cristhian negó ser el doble homicida, se declaró víctima en todo de algunos miembros de esa familia. Los acusó de robos y uno en particular unos meses antes del crimen. En ese atraco el responsable fue Derlis Gustavo y sus tres primos, sentenció Cristhian al mirar fijamente a la investigadora mientras esta le devolvía la atención con igual fijación.

El militar habló de joyas, un arma de fuego y unos 3 millones de guaraníes en efectivo como botín saqueado de su vivienda en varias oportunidades y todas vinculadas al hijo del matrimonio, cuya casa interrumpía la conexión de la vivienda de los hermanos con un vivero que montaron como negocio.

Cristhian ofreció a sus padres como testigos para respaldar su relato en cuanto al itinerario dominical. A la oficina fiscal acudieron Eugenio Bedoya y Felisa Martínez. En el acta transcribieron su versión de lo sucedido: sus hijos no fueron los autores de los asesinatos. Por el contrario, la familia siempre tuvo problemas de relacionamiento y lo más probable es que entre ellos se hayan matado.

Luego de esas declaraciones, la fiscal del caso pidió una prueba de nitritos, nitratos y plomo para confirmar si realizaron disparos recientes.

Existía otro elemento importante a peritar, un arma que requisaron a uno de los hermanos. Se trataba de una pistola Taurus de calibre 9 mm, de fabricación brasileña y la enviaron a la Dirección de Material Bélico para que la custodien en la bóveda del depósito de armas del barrio Loma Pytã de Asunción. Hasta ese momento la investigación parecía marchar con normalidad y emitía indicios de su compromiso para aclarar lo que pasó en esa tarde del 26 de julio.

POSITIVO EN EDGAR EUGENIO

Los resultados llegaron a la mesa fiscal. Aquel hermano que se mantuvo en silencio durante las indagatorias tenía las manos impregnadas de partículas químicas que solo un disparo de acción reciente podía arrojar. Edgar Eugenio habría percutido una pistola a pocas horas de habérsele tomado una muestra.

Más notable fue una insurgente casualidad: la pistola Taurus posee un calibre 9 milímetros, similar a uno de los dos que utilizaron los que mataron a Catalina y Derlis, aquella arma fue la requisada a Edgar al momento de su arresto.

Todos los elementos los colocaban esta vez a ellos en el punto de mira; sin embargo, algo pasó…

Con el tiempo, la fiscal que investigó el caso permitió que los procedimientos se fueran perdiendo entre lo técnico y la burocracia judicial. Ello provocó una revuelta en la dirección de la investigación y designaron a otra persona para reiniciar la causa, la abogada Sandra Ledesma.

A Ledesma no le llevó mucho tiempo percatarse de lo notorio en los archivos, la anémica causa que heredó con pocas diligencias. Ningún procedimiento técnico más sumaron después de aquellos relevantes descubrimientos.

Cada intervención tuvo que ser verificada, viéndose obligada a enviar cada informe a un control para determinar qué se hizo y qué no. Confiar en los resultados no era opción al observar el menguado expediente que dejó su antecesora. Su único objetivo en esa instancia fue determinar qué tanto daño le hicieron al proceso.

Mientras, los hermanos Bedoya Martínez aprovechaban la situación para generar más confusión y utilizar a su favor la flaqueza de la pesquisa.

Continuará…

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