La libertad de expresión es un derecho fundamental, un valor supremo, apenas por debajo de la vida, porque a partir del pleno ejercicio de ese derecho humano, si y solo si, fue, es y será posible demandar otros derechos.
- Por Ricardo Rivas
- Periodista, desde Nueva York
- Twitter: @RtrivasRivas
Pasaron algunos años –demasiados– desde que no recorría las calles de Nueva York cuando finaliza el mes de abril. La primavera todavía se presenta desganada. El cielo nuboso oculta un sol tímido al que claramente le faltan algunas semanas para dejar caer su potencia sobre esta ciudad que en 1626 fue fundada por un grupo de holandeses que, al parecer, liderados por un tal Peter Minuit, pusieron las bases para esta urbe increíble.
Camino y disfruto, aunque la temperatura no es elevada, mientras repaso la historia que alguna vez me explicaron aquí en 1992. Al parecer Minuit –o alguien en su nombre y con mandato para hacerlo– negoció y compró a un pueblo originario lo que hoy es el extremo sur de Manhattan en unos 25 dólares de aquellos años. Quien contó aquel suceso – un catedrático especializado en historia cuyo nombre no puedo recordar, lamentablemente– fue más preciso. “Pagó unos 60 florines”, dijo mientras compartíamos un café expreso en el Rockefeller Center en 1992.
Un economista júnior de rango medio en Wall Street que nos acompañaba, inmediatamente, con una simple calculadora entre sus manos, aportó que aquella cifra “equivalía, aproximadamente, a unos 1.000 dólares” de aquel año, en el siglo pasado. Molesto por la interrupción, el viejo historiador sin prestar mucha atención al dato puntualizó que “hay investigadores que aseguran que la transacción Minuit la realizó con la tribu de los metoac, en tanto que otros sostienen que los vendedores fueron los wappinger”.
Aquella tertulia neoyorquina se extendió por unas tres horas. El profe agregó que “de Minuit también se asegura que media docena de años más tarde compró con baratijas lo que hoy es Staten Island”. Por allí estaban mis pensamientos cuando encaminé mis pasos hacia Times Square en busca del hotel donde me alojo para participar hasta cuando promedie la semana próxima de la conmemoración del Día Mundial de la Libertad de Prensa, que se desarrollará en el 405 E 42nd St, donde se encuentra el Palacio de Cristal, donde tiene su sede la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
“Habrá mucho para decir y para pensar”, me dije en el preciso instante en que comencé a descender las escaleras que me llevan hasta la estación del metro. Faltan seis días para esa efeméride que, de ninguna manera, es solo propia de las personas que ejercemos el oficio de periodistas. Es el momento para que cada año la humanidad, todas y todos los que quieran hacerlo en la aldea global, puedan reflexionar sobre la libertad de expresión –un derecho fundamental, un valor supremo, apenas por debajo de la vida– porque a partir del pleno ejercicio de ese derecho humano, si y solo si, fue, es y será posible demandar otros derechos.
DEBATES TRASCENDENTALES
Serán debates trascendentes para quienes entendemos la libertad y la democracia siempre como asuntos pendientes. ¿Pendientes? Sí, claramente, porque siempre es posible ser más libres, más democráticos. La historia universal permite verificar que con cada proceso de empoderamiento social alcanzado se arriba también a otros puntos de partida hacia nuevas conquistas. El Estado democrático de derecho es dinámico.
Setenta y cinco años atrás, el 10 de diciembre de 1948, el mundo celebró la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero, a pesar de aquel hito, la comunidad internacional no se quedó ni estacionó allí, fue por más. En 1993, al concluir la Conferencia de Viena, se hizo pública la Declaración y Programa de Acción sobre Derechos Humanos. Otro avance en procura de consolidar los empoderamientos alcanzados para, otra vez, ir por más. Era necesario.
Si bien en los artículos 18 y 19 de la Declaración Universal de los DDHH se consagra que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, conciencia y religión”, y que “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión”, no es inusual que dichas prescripciones en plena vigencia desde 1948 sean reiteradamente arrasadas. Entre 1.500 y 1.800 periodistas y personas que trabajan en medios de prensa y comunicación fueron asesinados en las últimas décadas por contar historias que revelan información que poderosas y poderosos no quieren que se sepan. No solo por publicar. También el reclamo para saber, para conocer, importa riesgos para quienes quieren acceder a lo que se oculta.
CONVIVENCIA DEMOCRÁTICA, EN RIESGO
Sin dudas, el acceso universal a la información junto con las libertades de expresión, de prensa y el derecho de opinión están seriamente comprometidos. La convivencia democrática –en algunas regiones– está en riesgo. Las y los periodistas también lo están. Querer saber para poder contar puede ser peligroso aquí, allá y acullá. El notable jurista chileno Alberto Precht, integrante del board global de la organización Transparencia Internacional, vincula enfáticamente el concepto de transparencia con el acceso a la información y la construcción de entornos seguros para ejercer el oficio periodístico con el objeto de impedir que poderosos y poderosas –por cualquier medio, incluso letales– puedan impedir el conocimiento de lo que debe ser público.
Acallar periodistas es claramente violatorio de los derechos humanos. Bloquear los accesos a lo que la ciudadanía legítimamente debe saber, también. Ejercer esos derechos no debiera suponer riesgos y/o inseguridades. No vamos bien. En un reciente reporte que produjo el Instituto V-Dem (Variedades de la Democracia), con sede en Gotemburgo, destaca que, en el transcurso de 2022, “los avances en los niveles globales de democracia logrados en los últimos 35 años se han esfumado” y detalla que “el 72% de la población mundial –5,7 billones de personas– vive en autocracias”. Detalla que “por primera vez en más de dos décadas, el mundo tiene más autocracias cerradas que democracias liberales”.
La revelación significa que en términos de población global “el 28% –2,2 billones de personas– viven en autocracias cerradas” mientras que “el 13% –1 billón de personas– vive en democracia”. Como consecuencia de ello se verifican “cambios drásticos en los últimos diez años” y en cuanto a cuáles son algunos de ellos, advierte que “la libertad de expresión se deteriora en 35 países”; que “la censura gubernamental de los medios de comunicación empeora en 47 países” y que “la represión gubernamental de las organizaciones de la sociedad civil se está agravando en 37 países”.
V-Dem asegura que “los autócratas (…) aumentan la censura de los medios de comunicación, la libertad académica y cultural, la libertad de debate, la desinformación”, mientras que “los países en vías de democratización reducen sustancialmente la propagación de la desinformación”.
IMÁGENES Y COLORES
En la W 96 St dejé el metro. En 10 minutos de caminata llegué al Central Park. Manhattan siempre, desde siempre, me impresiona y quiero estar allí. Sonrío al pensar que tal vez Hollywood –en blanco y negro, en color o en 3D– consiguió que quiera saber si ese escenario existe, si es real. El amarillo de los taxis y algunas limusinas me dan la respuesta. El humo que sale de las alcantarillas –enorme misterio– añade veracidad visual.
Un tsunami de colores me arrasa. Es el único espacio en el que la naturaleza se pone firme y gana la batalla contra el cemento. Desde un banco veo y aprecio la amplitud del Embalse Jacqueline Kennedy Onassis. Lectura y reflexiones continúan. Cuando conocí este lugar solo era el Reservoir. Desde 1994 es un homenaje neoyorquino a Jackie. No puede ser de otra forma. Un espejo de agua de poco más de 42 hectáreas entre la 96th Street y la 86th Street es adecuado para recordar a una ciudadana del mundo cuando era mundial y no global.
Abrí un archivo de Word en la notebook para organizar sobre una hoja en blanco lo que –en nombre de la Sociedad de Corresponsales en Latinoamérica y el Caribe (Socolac)– habré de expresar en la Universidad de Columbia y en las Naciones Unidas para conmemorar el Día Mundial de la Libertad de Prensa. Releí las palabras que –en Punta del Este, Uruguay, y para la misma efeméride, un año atrás– expresó Audrey Azulay, directora general de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco).
FUNCIÓN ESENCIAL
“Los periodistas desempeñan una función esencial” para que las sociedades de las que forman parte dispongan de información, puedan acceder a ella y “tomar decisiones fundamentadas”, sostuvo. Destacó después que “el periodismo es un bien público”. La información, un bien social. Se cumplían entonces 10 años desde que comenzó a aplicarse el “Plan de acción de Naciones Unidas para la seguridad de periodistas y la cuestión de la impunidad”, que se presentó, en 2012, otro 3 de mayo, en San José de Costa Rica.
En aquel momento, “hablar sin miedo” fue el lema del recordatorio global. También estuve allí. Desde entonces, 955 periodistas fueron asesinados, según el Observatorio de la Unesco. Azoulay precisó que fueron víctimas “solo por hacer su trabajo”. Grave y cruel. En enero último, Unesco reportó que “tras varios años de descensos consecutivos (en los indicadores de criminalidad letal), el fuerte aumento del número de periodistas asesinados en 2022″ creció. Categorizó esa tragedia como “alarmante” y exhortó a “las autoridades (a) redoblar sus esfuerzos para poner fin a estos crímenes y garantizar que sus autores sean castigados, porque la indiferencia es un factor importante en este clima de violencia”.
Doloroso. Especialmente porque “de 99 asesinatos en 2018, el número se había reducido a un promedio de 58 por año entre 2019 y 2021″. Trágico. Aquella pesquisa realizada por Unesco precisó además que las y los asesinados fueron victimizados “como represalias por informar sobre el crimen organizado, los conflictos armados o el auge del extremismo”. También por “cubrir temas delicados como la corrupción, los delitos contra el medio ambiente, el abuso de poder o las protestas” sociales.
Reviso otros archivos. La Unesco, en el más reciente reporte sobre las “Tendencias mundiales en libertad de expresión y desarrollo mediático”, advierte que “más de cinco personas de cada seis en el mundo viven en países donde la libertad de prensa ha disminuido en los últimos cinco años”.
Coincide con V-Dem. Pero hay más. A los asesinatos de trabajadoras y trabajadores de medios –como herramienta para silenciar y censurar– es preciso señalar, advertir, visibilizar el incremento de las desapariciones forzadas, los secuestros, las detenciones arbitrarias, los encarcelamientos, los desplazamientos forzados, exilios, destierros, espionaje (con el uso de programas Pegasus o similares que solo pueden ser adquiridos por gobiernos), violaciones de la intimidad y más recientemente agresiones en línea que tienen como blanco preferencial a las mujeres periodistas. Violencia de género.
Nadie, ninguna, ninguno está a salvo de ser un blanco más en la mira de las y los violentos. Periodistas, trabajadoras y trabajadores de los medios de comunicación estamos en peligro. Los datos precedentes son claros y precisos. No son percepciones. Es información verificada con estudios e investigaciones sólidas. El Estado democrático de derecho está bajo ataque. Quizás sea necesario debatir con más intensidad qué significan hoy las tres D (democracia, derechos humanos y desarrollo sostenible), ejes sobre los que se sustenta la Agenda 2030, cuando faltan apenas 7 años para alcanzar los objetivos que acordaron alcanzar los Estado parte en setiembre de 2015.
GRUPOS DE RIESGO
A la luz de los postulados del Objetivo para el Desarrollo Sostenible (ODS) 16 –”Paz, justicia e instituciones sólidas”– para “promover sociedades justas, pacíficas e inclusivas” y su meta 10, “garantizar el acceso público a la información y proteger las libertades fundamentales, de conformidad con las leyes nacionales y los acuerdos internacionales”, sorprende que ninguna definición de las tantas que circulan para categorizar como grupos de riesgo –dado que las hay de todo tipo, laborales, formativas, étnicas y de ciudadanía, sociosanitarias, espacial y habitativa, penal, por solo mencionar algunas constitutivas de los perfiles que dan cuenta de operaciones de exclusión social– incluyen formalmente a periodistas y/o personas trabajadoras en medios y comunicación.
Tampoco se categoriza a esas personas como vulnerables, aunque no debieran quedar dudas de que son susceptibles “de sufrir algún tipo de menoscabo o daño, ya sea “psicológico, simbólico, económico, patrimonial, físico y sexual, mayormente en el caso de las mujeres, aunque no solo ni necesariamente con ellas”.
Vale destacar que a las vulnerabilidades a las que se hace referencia es imprescindible añadir los daños que sufren sus familias que, en muchas ocasiones, son en igual medida, mayores o en no pocas oportunidades las alcanza físicamente. Vale destacar que a la hora de definir justamente grupos vulnerables como concepto, se alude a ellos como “agrupaciones o comunidades de personas que se encuentran en una situación de riesgo o desventaja” y, en ese contexto, se sugiere, propone y, en algunos casos, exige a los Estados “asistir a quienes padecen las vulnerabilidades”.
Para que no queden dudas. En el caso del colectivo periodistas y/o personas trabajadoras en medios y comunicación –con estadísticas de letalidad contundentes– es pertinente declarar que se trata de un grupo vulnerable, en situación de riesgo, al que con frecuencia se lo vulnera en sus derechos humanos. Facto, non verba.