El autor de este artículo actualiza la interrogante sobre qué es el arte en tiempos en que –más que las condiciones intrínsecas– la recepción, la circulación y la atribución de valor están mediadas por el mercado y las redes sociales con sus correspondientes automatismos.
- Por Riccardo Castellani
- Fotos AFP y gentileza
Distribuido entre productos, productores, prácticas e instituciones que conforman su existencia, el arte se presenta como un objeto inabordable para cualquier punto de vista que privilegie alguno de sus componentes.
Se lo quiere asir con cuidado por un extremo y ya se está en el medio, bajo capas y capas de significaciones volátiles.
En su más reciente libro, titulado “Persistencia de la pregunta por el arte”, el politólogo argentino Hernán Borisonik nos sumerge en la cuestión a través de 31 capítulos breves pero atravesados de referencias. Distinguiendo los extremos donde el arte entra en relación con la política, la economía y el diseño, “Persistencia de la pregunta por el arte” explora los límites de este concepto, dirigiendo el foco a obras recientes.
Como el libro discurre límites, si se tienen trazados los propios (aunque sea vagamente), es fácil sentirse parte de un bando o del otro en cualquier momento.
La estética, como la política, el deporte y la religión, despierta debates que están configurados en lo sensible y actualizan fervores insospechados, apropiados para toda cena o situación social “civilizada”.
¿POR QUÉ HACERSE LA PREGUNTA POR EL ARTE?
Dejar de lado toda reflexión categorial, nos dice el autor, “haría que las prácticas artísticas se entreguen a quedar únicamente bajo la lógica del capital y el diseño (cosa que, según algunas voces, ya sucede)”.
Se puede ciertamente decir que el arte es algo distinto de la filosofía, de la política, la religión y el deporte. Pero en el uso de estos términos, nos damos cuenta de que están completamente contaminados entre sí.
A esto se suma que en esta época es difícil saber si el valor artístico de una obra se relaciona con su valor en el mercado, la firma, la vida de quien firma, sus contactos en el ambiente, el lugar en el que está expuesta la obra o incluso el día que estuvo expuesta.
EL ARTE FINANCIERO
Siempre existen excepciones, obras que no parecen de su época, artistas que crearon sus propios soportes y siguieron su propio canon. Pero si algo se manifiesta en la historia del arte –nos dice el libro– es que en cada configuración histórica hay creaciones representativas que sirven al régimen político cultural imperante.
“En el Medioevo se trabajaba en y para la Iglesia, mientras que en la Modernidad la creación estaba dirigida por la alta burguesía. Entonces, se dice que el arte medieval era religioso y el moderno burgués. [...] Tomando ese modelo macro, sociohistórico, bien podría decirse que el arte contemporáneo es financiero”.
La conversión de arte en mercancía trajo consigo una gran liberación de temas y estilos. Como hay público incluso para lo más insospechado, se generó arte hasta para los gustos más insospechados.
También con esta transformación aparecieron las ferias de arte con obras creadas para la venta al público y, con ellas, el arte como stock.
Hoy, con las posibilidades de producción y reproducción técnica, se vuelve un stock virtualmente inacabable cuyo valor económico ha demostrado ofrecer amplias posibilidades de especulación.
Aparecieron asimismo nuevas instituciones encargadas de regular las manifestaciones artísticas, como los museos, la crítica, la opinión de las personas relevantes y la publicidad, todas influyentes en el precio.
Estas instituciones conforman todavía el circuito de consagración artística. Controlan la forma en que la cultura se desarrolla calcando su modelo a la industria: burocracia, jerarquía, capacidad de producción en serie y pensamiento adaptado a las reglas del marketing.
Incluso si más y más artistas apuestan a liberarse de su tutela, el ya antiguo camino alternativo, internet, replica el funcionamiento de estas instituciones: el hackeo al sistema fracasa porque forma parte del mismo circuito, como veremos más adelante.
ARTE EN EL CIBERESPACIO
Cuando se trata de productos digitales, la indiferencia entre el original y la copia es perfecta.
El aura de singularidad que caracterizaba a las obras de arte del pasado no puede aplicarse a los pixeles.
Ahora que internet se convirtió en el lugar en el que se dan simultáneamente la producción y la exposición del arte, el aura se trasladó hacia los artistas, cuya lista nunca fue tan larga como hoy, por lo que “parecen existir más personas creando imágenes que personas dispuestas a verlas”.
La vida de quienes se dedican al arte contemporáneo, como atestiguamos en las redes sociales, es una labor que lleva mucho tiempo y esfuerzo al servicio de potenciales compradores, mecenas y subsidios.
Permanentemente trabajando para poder trabajar, crean contenido y documentan procesos a cambio de likes y compartidos, sometiéndose al gusto del espectador.
Lo irónico es que, en última instancia, este espectador ni siquiera es humano. El verdadero juez de la imagen es un algoritmo para el que cualquier forma de estar en internet es igualmente valiosa.
“Hacer circular arte, mirar fotos de comida, recordar el pasado, mostrar el presente e imaginar el futuro se funden para formar parte de un cuadro de imágenes aparentemente equivalentes en el espacio digital”.
Para el algoritmo de una plataforma, el valor de una imagen está relacionada con su capacidad de captar la atención de determinados usuarios, para medir su reacción y catalogarlos mejor con vistas a la venta de publicidad dirigida.
Incluso obras que son literales en su denuncia contra el sistema, contra sus consecuencias en la ecología y en la vida, siguen estando al servicio de la especulación financiera, que a la hora de comprar o financiar una obra ni siquiera se plantea la cuestión del gusto; solo calcula las posibilidades de aumentar su valor económico.
“Cuando lo institucional le abre la puerta a ciertas expresiones francamente antiinstitucionales, cabe la pregunta de hasta qué punto uno de los extremos impone las reglas al otro, quién se beneficia más de esos intercambios”, se interroga el autor.
MÁS ALLÁ DEL ARTE
Muchos de los problemas que aquejan a artistas se comparten con el resto de personas, los espectadores o los indiferentes. Hoy podríamos asegurar que toda la comunicación entre personas reales o jurídicas se da regularmente a través de plataformas privadas.
Se usan apps para pedir productos y servicios, cobrar y pagar, incluso para avisar que estamos en la puerta en lugar de tocar el timbre.
Aunque internet crea la ilusión de espacio democrático e inmaterial, el libro nos recuerda que en verdad este está determinado en gran medida por “el mundo real”.
Por una parte, las mismas marcas que establecen pautas de moda en la vida analógica transportan su halo en colaboraciones con artistas digitales, humanos o animados.
Por otro lado, cada dispositivo utiliza energía no renovable en sus componentes, extraídos a costa de la destrucción de regiones enteras.
Cada click o toque en las pantallas implica un trabajo en los servidores de las empresas a los que están conectados, dejando huellas importantes en la tierra y el aire.
Además, no hay que olvidar el trabajo precarizado invisibilizado detrás de cada empresa de datos.
El desgaste ecológico y humano de cada acción en internet es tal que “podríamos pensar que reducir la atención robada por apps e influencers sería una medida ecológica”.
¿Y ENTONCES...?
Comparar el arte de hoy con el de otras épocas es un campo minado de prejuicios. Pero considerado como stock, el arte ciertamente no está en mal estado, sino mejor que nunca.
Ante esta situación, el autor pone sobre la mesa la idea de que “no actualizar ciertas potencias puede ser más creativo que actualizarlas si su único fin es monetización”.
Y volvemos a la primera pregunta, en un paisaje tan condenado de antemano, ¿por qué valdría la pena siquiera entrar en la discusión?
Borisonik no deja de insistir en las dificultades para definir el arte y las multiplica en cada capítulo; pareciera una búsqueda inútil, pero solamente es imposible.
Gobernar, educar, psicoanalizar y hacer desear son profesiones imposibles, en una lista compuesta por Sigmund Freud y completada por Jacques Lacan, nos dice en un capítulo.
Son imposibles en el sentido de que “pueden despertar reticencias, son acciones de las que es imposible controlar o conocer de antemano los resultados de manera completa”.
Esta imposibilidad misma nos obliga a enunciarla para hacer suscitar justamente lo que no conocemos de antemano.