La memoria nos lleva a décadas atrás, cuando el cielo era ese azul infinito apenas interrumpido por los primeros satélites. Luego, vinieron los viajes espaciales, la Guerra fría y el viaje a la Luna que pretenden reanudar en poco tiempo.

  • Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

En el inicio del 1960 ape­nas 3 lustros habían pasado desde que Hiroshima y Nagasaky fueran incineradas para terminar con la Segunda Guerra Mundial. Unas 300 mil personas fueron las víctimas asesinadas masi­vamente con aquellas masa­cres. “Enola Gay” –el nombre del avión B-29 que piloteaba el comandante Paul Tibbets– quien dejó caer a “Little Boy”, la primera y segunda bombas atómicas en la historia de la (in)humanidad sobre Japón eran palabras que cada día se leían en los diarios o se mencio­naban en discusiones y deba­tes. Algunas de las personas victimizadas en aquellas ciu­dades abiertas y sin instalacio­nes militares, murieron en el acto. Se evaporaron o sus silue­tas quedaron marcadas en una de las pocas paredes que per­manecieron erguidas después de que soplaran los terribles ventarrones nucleares.

CIENCIA Y MAL

Lo nuevo, los desarrollos científicos más avanzados, lo hicieron posible. Un puñado de sabios intuían que aque­llo podría pasar. El propio Albert Einstein cargó con aquel enorme peso sobre sí en forma vitalicia. No fue sor­prendente el resultado letal de la experiencia nuclear. El pro­pio Einstein supo afirmar que “Dios no juega a los dados con el universo”. La ciencia y los cien­tíficos sabían lo que habría de suceder. Era parte del debate social cuando se iniciaba la sexta década de la centuria pasada. Europa, en algunas regiones, aún removía escom­bros. Sesenta millones de per­sonas cayeron para siempre en media docena de años. Entre 1939 y 1945. Curiosa y macabra forma tienen algunos líderes cuando para ganar la paz –para imponerse a la muerte– avan­zan con más muerte.

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Yuri Gagarin, el primero de los astronautas humanos en la historia de los vuelos espaciales.

Y LLEGÓ LA GUERRA FRÍA

En el sur del sur, en el Bajo Bel­grano, mi pueblo natal en Bue­nos Aires –en el mapa a unos 1.260 km más abajo que mi querida Asunción– aquellas cuestiones eran ejes para los debates en los micromundos en los que se desarrollaban las universidades, los partidos políticos o la intelectualidad. Para muchas personas, en esos ámbitos, la guerra no solo no terminaba, sino que estaba en desarrollo con otras caracterís­ticas. Una nueva fase. Dos pala­bras, Guerra Fría, comenzaban a ser de uso y escucha común. Los diarios –con frecuencia– daban cuenta de la detección de submarinos desconocidos que navegaban misteriosamente y muy cerca de la costa en el lito­ral atlántico. Eran un miste­rio tan grande como el de los platos voladores que comenza­ban a ser parte del debate calle­jero. Pero, aún con esos temas, nuestras vidas se desarrolla­ban cadenciosamente. Incluso en las llamadas “grandes capitales”. Los niños jugábamos en las calles con la pelota hasta que las tardes se derrumba­ban. Las niñas a la mancha o a las escondidas. Bicicletas, muñecas y la litúrgica hora para “tomar la leche”. La tele, que en Buenos Aires existía for­malmente desde 1951, apenas transmitía unas pocas horas. La radio era el medio popular con sus radioteatros, música (tango, folclore, melódica, jazz, repertorio latinoamericano) y voces que inducían a soñar e imaginar. El cine que en cada barrio era punto de encuen­tro, socialización y diversión, también era ese lugar fantás­tico para pasar tardes intermi­nables “en continuado”.

EL CIELO ES EL CIELO

Lo menos nuevo y los avances cruzaban nuestras vidas. Se entremezclaban con la pelota, la bici, los carritos con rulema­nes para soñar que éramos Fan­gios, Froilán González, Clemar Bucci (el automovilista cam­peón que vivía a la vuelta de la casa de doña Juanita, nuestra querida abuelita), con aquellos barriletes enormes que remon­tábamos hasta soñar que domi­nábamos el cielo en el parque de la esquina. Porque el cielo, ese cielo, aquel cielo que gus­taba de mirar estaba allí para que lo viera, incansable, acos­tado sobre el pasto del jardín. Día y noche. Desde algunos pocos años –no puedo preci­sar cuántos– cuando la noc­turnidad, era posible ver pasar, durante varios minutos, unas pequeñas luces que se movían. ¿Qué es, papá? “Es un satélite”, respondió don Ricardo, nues­tro querido viejo que para saber qué responder tuvo que buscar en la hemeroteca de la biblio­teca pública cercana. ¡Eso era nuevo! Hasta esos días, el cielo – el nuestro, el que teníamos por encima de la casa– además de miles de aves, lo surcaban unos ruidosos aviones “a hélice” que buscaban llegar al aeroparque o dejarlo atrás. Con José Gar­cía, un enorme amigo hasta la adolescencia, nos incorpora­mos a la Asociación Amigos de la Astronomía para saber exac­tamente a qué hora transitaba nuestro cielo aquella lucecita atrapante y misteriosa. Creo recordar que cuando teníamos seis o siete años, con Josecito entristecimos al saber que Laika, una perrita rusa calle­jera que por donde vagaba la conocían como Kudryavka, fue lanzada al espacio en una nave llamada Sputnik 2. Cuarenta y cinco años más tarde supimos que del espacio regresó muerta. Depresión y, en algunos casos, arrepentimientos. “Cuanto más tiempo pasa, más lamento la muerte de Laika. No debi­mos hacerlo”, dijo el científico Oleg Gazenko, quien fuera su entrenador. Tarde. Una docena más de astronautas caninos y de otras especies llegaron el espacio. ¡Hasta en la Argentina! Una docena de años después que Laika –23 de diciembre de 1957– en este país fue el turno de “Juan”. Un mono ka’i captu­rado en la provincia de Misio­nes fue el protagonista lanzado desde El Chamical, en la pro­vincia de La Rioja. Hizo histo­ria. Casi tres años después de aquella hazaña espacial, murió en un zoológico.

Laika, la primera perrita rusa-heroína canina caída en la carrera espacial. Su muerte se ocultó 45 años.

RECUERDOS EN LA NOCHE

Por allí andaban mis pen­samientos y recuerdos en esta fría noche de viernes. El otoño se hizo presente sin miramientos. El termóme­tro marca apenas 5°. Los leños crepitantes aportan calidez. Una generosa copa de Brandy Punto Azul Prestige Solera Gran Reserva, españolísimo, de Bodegas Yuste, mejoró sustancialmente la tempera­tura y la mirada retrospectiva cuando la medianoche anun­ciaba que el termómetro des­cendería un poco más en un par de horas. El miércoles pasado se conmemoró el Día Internacional de los Vuelos Espaciales Tripulados. Otros nombres se acercaron hasta el hoy desde mi pasado. Yuri Gagarin, primer hombre espa­cial; Valentina Tereshkova, primera mujer, astronautas ambos de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Sovié­ticas (URSS); Neil Armstrong, el primer humano en pisar la Luna el 20 de julio de 1969; John Glen –a quien en los ini­cios de la década de los años 90 conocí personalmente cuando en el transcurso de una acti­vidad académica lo visité en Washington, en el Capito­lio donde era senador–; Alan Shepard, por solo mencionar algunos pocos. Por el trabajo de las y los astronautas y de todos y todas quienes tuvieron algo que ver con la que tam­bién se llamó Era Espacial, se conmemora el inicio de esas actividades. Las Naciones Uni­das, organización multilateral que instituyó esa fecha, pro­cura con ella “sensibilizar al mundo para asegurar que se cumpla la aspiración de reser­var el espacio ultraterrestre para fines pacíficos” a la vez que para “perseverar en los esfuerzos para que todos los Estados puedan gozar de los beneficios derivados de esas actividades y mantener el espacio como patrimonio de toda la humanidad”. ¡Fantás­tico! Con el brandy entre mis manos dejé la vieja mecedora para acercarme a un enorme ventanal.

EL DUEÑO DE LA LUNA

La Luna, pese a estar en Cuarto Menguante, brilla y es visible. Creo que cuando supe que Armstrong la había pisado, derramé una lágrima. Si alguien me descubrió tal vez haya imaginado que estaba emocionado por aquel “pequeño paso para el hombre y gran salto para la humani­dad”, como dicen que dijo Neil cuando descendió del módulo lunar. No fue por eso. Lo ase­guro. Supuse aquella madru­gada que pronto alguien que­rría apoderarse de Selene. No fue necesario esperar mucho para saber que el único satélite terrestre tenía dueño. Jenaro Gajardo Vera, ciudadano chi­leno, abogado y poeta nacido en Traiguén, provincia de Malleco, el 18 de noviembre de 1919, era su dueño. Había regis­trado en la localidad de Talca ante el notario César Giménez Fuenzalida aquella propiedad legalmente, al parecer, el 25 de septiembre de 1954. Así lo proclamó urbi et orbi hasta el día de su muerte, el 3 de mayo de 1998. En una entretenida charla que mantuvimos con varias personas en Santiago, la capital chilena, cuando comenzaba este milenio, uno de los tertulianos –periodista– que aseguró haber investigado al señor Vera, sostuvo que lo hizo para “poder ser parte del Club Social de Talca” exclusivo para propietarios. ¿Extraño verdad? Tal vez. “Cosas vere­des, amigo Sancho”, dicen que dijo El Quijote a su escudero mientras que otros sostienen que la famosa frase correcta es “Cosas tenedes Cid que farán fablar las piedras”, ase­guran que dijo el rey Alfonso VI a Rodrigo Díaz de Vivar en una de sus tantas discusiones y desencuentros con las que diri­mían cuestiones de poder.

El mono astronauta argentino “Juan” que cumplió con éxito la misión.

DESAFÍOS DE COLOSOS

Pese a los tantos pensares, decires y contares, no me resulta sencillo dejar de pen­sar (y creer) que John Fitzge­rald Kennedy, 35to. presidente de los Estados Unidos, se com­prometió para poner un nor­teamericano en la Luna frente a su adversario Nikita Sergué­yevich Jrushchov, premier de soviético, en una especie de desafío en el marco de la Gue­rra Fría. ¿Habrá llegado hasta el espacio extraterrestre la idea bélica de la Guerra Fría y la intención no solo de dar bata­lla sino de ganarla? El año que viene –si nada cambiara– una mujer y cuatro hombres astro­nautas –uno de ellos cana­diense– volverán a la Luna. El ciudadano de Canadá Jeremy Hansen, junto con Christina Koch, Reid Wiseman y Vic­tor Glover, norteamerica­nos, serán la tripulación de la Artemis 2. Antes que ellos dos docenas de hombres lo hicie­ron. El último viaje –el de la misión lunar Apolo 17– fue 53 años atrás. Por estos años también se dirimen suprema­cías. China y Estados Unidos se enfrentan. La URSS ya no existe. Su derrumbe marcó el fin de la Guerra Fría. Desde el 24 de febrero del 2022 Vladi­mir Putin, el presidente ruso, se enfrenta con Ucrania des­pués de invadir parte del terri­torio de ese país en el norte de Europa. Estados Unidos y China, muy involucrados en ese conflicto, también parece­rían mirar una vez más hacia la Luna como objetivo a alcanzar. ¿La historia se repite? ¿Como tragedia o como farsa? Habrá que aguardar para saber y opi­nar. Con demasiada frecuencia –en el pasado y en la cotidiani­dad– y sin aguardar ni siquiera el paso mínimo del tiempo se suele enfatizar en que algu­nos sucesos, ciertas fechas, marcan un punto de inflexión histórico. Con el correr de los años, una elevada cantidad de ese tipo de afirmaciones caye­ron, caen y seguirán cayendo en el vacío. Es complejo confir­mar, en todo o en parte, aque­llas expresiones. Me animo a suponer que no existe área de interés social, económica o política que escape a la tenta­ción en la que caen poco ima­ginativos relatores que, tal vez para manifestar asombro o potenciar sus relatos ante lo que incomprenden o no pueden analizar acabadamente por la razón que fuere, caen inevita­blemente en esa expresión que por absurda –más tarde que temprano– deviene en abs­tracto. En el siglo pasado, el 20, el de las guerras, el de millo­nes de muertes sustentadas en conflictos por ideologías, por la construcción de los Estados Nación, por diferencias reli­giosas o, sencilla y cruelmente, por negocios, sucedió hasta el agotamiento. Sin embargo, hay quienes insisten y no se agotan de fallar con esos pronósticos bastardos para anunciar suce­sos que finalmente permiten percibir que nada ha cambiado. Ejemplos sobran. Hipócritas también.

Valentina Tereshkova, primera astronauta soviética.

LA VIGENCIA DE IL GATTOPARDO

Con pluma de alto vuelo el escritor italiano Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), en su única novela, Il Gattopardo, publicada poco después de su muerte en 1958, desenmascara en todo o en parte a esos construc­tores de puntos de inflexión. En sus páginas describe no solo el derrumbe del príncipe de Salina, don Fabrizio Cor­bera y todo su linaje después del desembarco de Giuseppe Garibaldi en Marsala, allá por mayo de 1860 al frente de la “Expedición de los mil cami­sas rojas”, sino que –maes­tro de la insinuación– pone en la boca principesca una frase increíble que en toda su dimensión y alcance per­dura hasta nuestros días: “Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi (Si queremos que todo siga como está, todo debe cam­biar)”. Aquella sociedad, cam­bió. Claro que cambió. Emer­gió una nueva clase social. Pero que, con el correr de la historia, en el mismo escena­rio hoy hay quienes piensan que aquella consigna operó como dispositivo dialéctico e ideológico para que con novedosas viejas prácticas se mantengan los privilegios y se demuela la esperanza.

Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1896-1957), autor de Il Gattopardo: “Si queremos que todo siga como está, todo debe cambiar”.

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