Óscar Lovera Vera, periodista

¿Pedro estaba bien? Semproniana debía afrontar que estaba detrás de la puerta de aquella habitación en la Academia Militar. Ella esperaba lo peor, aunque no imaginaba que eso solo estaba por empezar.

Cuando hizo a un lado la puerta, Semproniana buscó por todos lados ese rostro que conocía de memoria desde que lo vio nacer. Peinó el amplio dormitorio con la mirada, pero solo vio una cama de metal. Podía notar que existía un bulto en ella, pero no identificaba bien porque una blanca sábana lo cubría. Un repentino sentimiento de amargura comenzó a invadirla por completo y aunque quería entregarse a él no podía, estaba sola de nuevo parada en medio de esa gran habitación tratando de saber si aquello eran los restos de su hijo.

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Insistentemente miraba detrás de ella, aún con alguna esperanza de encontrar a alguien que le explicara exactamente de qué se trataba todo esto. Por qué la trajeron hasta ahí y la arrojaron a su suerte sin informarle nada más que Pedro tuvo un accidente. Semproniana llegó al costado de la cama, la miró de pie a cabeza, exhaló profundo y se inclinó para tomar un extremo de la sábana con la mano. Jaló con fuerzas para arrancar la ansiedad desde la mismísima raíz de la incertidumbre que la condujo desde su casa hasta la Academia Militar, la hizo caminar por metros y metros, pasillo tras pasillo de silencio absurdo verticalista, todo para que de una vez tenga la respuesta que nadie podía dársela. La cama estaba llena de enseres personales, botas, uniforme y una gorra.

Más que confundida, Samproniana estaba sumida en cólera. ¿La llevaron hasta ese sitio para exhibirle prendas militares de su hijo? Iracunda recorrió todo el camino en la mitad del tiempo que la condujo hasta ahí y al primer soldado que se le atravesó le tocó escuchar los alaridos que tronaron como tempestad; la tropa detuvo su instrucción.

¿DÓNDE ESTÁ PEDRO?

Repentinamente en toda la institución se escuchó una voz de mando con un sentimiento de pena, desazón, destrozado por la congoja a consecuencia de la burocracia castrense. Semproniana puso un alto a la absurda forma en la que estaban tratando y exigió ver al alto mando. Si no le daban una respuesta, estaría dispuesta a duplicar su irascible reacción.

-¡¿Dónde está mi hijo, a dónde le llevaron?! –interrogó la mujer a un teniente de guardia.

-¿Su hijo es Pedro Antonio Centurión? –preguntó el militar.

-Sí, señor, ¿quién más? Ustedes me trajeron aquí, deberían saber. Me llevaron hasta esa habitación y solo encontré lo que supongo es su uniforme… ¿Dónde está él? – insistió la mujer con menos paciencia.

-Lo llevaron al Hospital San Jorge, señora. Tuvo un accidente como le informaron. Es todo lo que puedo decirle –respondió el teniente haciendo uso de la consabida burocracia fría y cruel.

A Pedro lo llevaron a un hospital militar a 24 kilómetros de la Academia. Su madre nuevamente debía ir hasta ahí y no entendía por qué esa información no la proporcionaron desde un principio. Con cada minuto que transcurría ella comprendía que lo peor pasó con el niño y que los del Ejército solo estaban ganando tiempo.

Semproniana llegó al hospital militar. Bajó las estriberas de un bus del transporte público después de una hora de viaje desde la Academia Militar hasta Loma Pytã, en Asunción. La deferencia de los soldados se acabó, pero era mejor así. Ya no soportaba verlos y menos escuchar su absurda y premeditada afonía.

Dejando de lado todo eso, atravesó la puerta del hospital. Fue hasta urgencias, le informaron que Pedro podría estar ahí. Preguntó por él a la enfermera que estaba en la recepción, pero la mujer no supo qué responder. Le pidió que aguarde unos segundos. Semproniana se alejó unos pasos de la ventanilla y luego avanzó nuevamente ante el llamado de la mujer de blanco.

-Señora, ahí le van a llevar –dijo la enfermera indicándole con el dedo al guardia de seguridad. El custodio anticipadamente recibió la información de acompañarla junto a su hijo.

Ahí nuevamente estaba Semproniana caminando a lado de un desconocido, alguien con quien no podía siquiera compartir su pena, desahogarse por lo que padeció en la Academia Militar y vivir lo mismo en el hospital. Solo escuchaba sus pasos que rebotaban por complicidad del eco, retumbaba sus pensamientos e intentaba ver la señalética del lugar, radiología, cuidados intensivos, laboratorio…

-¡Por aquí, señora! –interrumpió el guardia para sacarla de la distracción a Semproniana.

Ella continuaba mirando a los lados, quizás buscando alguna forma de dispersar esas voces en su cabeza que le teatralizaban el irreversible final. Entendía por sentido común que tantas vueltas al asunto y la falta de precisión no se debían solo a la burocracia en la milicia, sino a que escondían algo. No quería aceptarlo, se aferraba a la fe. Al mismo tiempo comprendía que esos hombres, seguramente, estaban trabajando en la manera de explicar lo que sucedió con Pedro. ¿Cómo fue el accidente? ¿Fue un accidente realmente?

Semproniana se hablaba a sí misma: “Debés estar atenta a lo que suceda, que no te engañen”.

TRECE AÑOS ANTES

Mayo de 1986, Clorinda, Argentina. Semproniana por aquella época trabajaba en la zona comercial de esta ciudad. Se surtía en la compra de mercancía que la revendía en Paraguay y con eso ganaba su buena plata. Estaba en sus últimos días de embarazo y con dificultad hacía el trajín de cruzar la frontera a diario.

El trabajo duro hizo que el trabajo de parto se adelante debido a la urgencia y su estadía por tiempos largos en la ciudad fronteriza. Un cinco de ese mes de mayo, Semproniana conoció a Pedro Antonio en un hospital público. El bebé nació sano engrosando la familia compuesta por nueve hermanos. Lo registró como ciudadano argentino con el DNI número 32328447. Unos años después la realidad económica fue otra, la competencia era importante y aquello de comerciar con viajes de 40 kilómetros de ida y retorno dejó de tener el mismo valor.

Para Semproniana el sacrificio al dejar por mucho tiempo a sus hijos no compensaba y resultó mejor instalarse en Luque, aunque no tenían un techo bajo el cual cobijarse. Al poco tiempo una vecina los acogió hasta que ella pudiera conseguir un lugar propio.

La vida para aquella familia no era fácil; sin embargo, no cedían. Se las arreglaban para comer y estudiar. Pedro cumplió los nueve años y repetidamente recordaba a su madre que él le regalaría para su casa, que no se desvele. Tarde o temprano construiría una casa y no vivirían con la vecina, a la que estaban agradecidos, pero no se comparaba con el techo propio.

Con este argumento, el pequeño logró convencerla de un trabajo que obtuvo con una empresaria de la ciudad. Consistía en recoger leña y cargarla en carretilla hasta una fábrica. Eso lo hizo día tras día, sin quejarse.

Para Pedro era una ilusión lograr que su madre tenga un hogar donde descansar. En sus sueños solo estaba trabajar y con sus primos al momento de charlar solía comentar de su afán de ser militar, se quería alistar y a eso iba a llegar.

AÑO 2000, DE VUELTA EN EL HOSPITAL

Semproniana llegó al final del recorrido. El guardia le indicó por dónde debía cruzar. En la parte superior se podía leer “Pediatría”. Antes de darle las instrucciones, dejó con la palabra en la boca al custodio. Era tanta la zozobra que no cabía en ella, la descargó impulsando enérgicamente la blanca puerta abatible, a su espalda, el vigoroso abanico del pórtico de madera, que se rozaban entre sí. Despertaron la curiosidad de los pacientes, enfermeros y residentes.

Aquello parecía un cruce semafórico y se detuvo ante la luz roja de una madre que buscaba desesperadamente cruzar el umbral de la incertidumbre.

-Enfermera, estoy buscando a mi hijo. Se llama Pedro Antonio Centurión y tuvo un accidente en la Academia Militar –dijo Semproniana a la primera que encontró ataviada con un guardapolvo de color blanco.

-Ehhh, sí, sí. Déjeme consultar el registro, señora. Así le digo dónde está –contestó la licenciada

Esa duda ponía algo de esperanza en Semproniana. Mientras se retiraba en busca de su planilla, la madre de Pedro observaba a varios niños o al menos ella creía que lo eran; en sus rostros se notaba la inocencia. Muchos de ellos vestían el verde uniforme militar. Se los veía vendados, como si estuvieran en tiempos de guerra cuando realmente lo último parecido a un enfrentamiento con fuerzas militares fue el golpe de 1989 con la caída del régimen del dictador Alfredo Stroessner. Distaba mucho de eso y no entendía por qué tantos heridos.

La enfermera retornó con la planilla en la mano. Miró de nuevo a Semproniana y con una lapicera recorrió la lista de internados.

-Señora, su hijo está en sala intermedia. Estuvo en cuidados intensivos por un accidente, eso nos reportaron. Acompáñeme y la llevo junto a él.

Continuará…

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