Hace más de veinte años un niño jugaba con sus hermanos en las afueras de su casa en la ciudad de Luque, se alejó y desapareció. Su madre lo buscó, pero nadie la ayudó a encontrarlo hasta que un día un mensajero tocó a su puerta y le trajo noticias sobre su paradero.
- Por Óscar Lovera Vera
- Periodista
Como todos los días desde hacía muchos años, la humilde vendedora cerraba una jornada más deambulando por las calles. Era sacrificada y de pocos recursos, por lo que iba ofreciendo todo y nada al mismo tiempo con tal de juntar algo de dinero y llevar a su casa, donde debía alimentar a nueve bocas, un pequeño pelotón de niños.
Ya le quedaba poco por comerciar. El resto lo agotó en su puesto de venta. La tarde se había puesto y el otoño de aquel año 2000 tímidamente imponía su personalidad con un leve viento sureste soplando y despeinando la cabellera de la mujer, haciendo a un lado sus lágrimas, aquellas que se enjugan con el sudor de la impotencia del pasado que no podía curar.
Aunque sus hijos eran muy pequeños, el sacrificio de su madre y un inexistente padre, la tirana y precaria soledad los obligó a ser independientes. Al menos se tenían entre ellos para limpiar la casa, cocinar e ir a la escuela todos juntos. Así lograban cuidarse unos a otros, aunque eso no impedía que en cierto momento alguno se escape y haga lo suyo ante la imaginaria mirada de un adulto; algo peligroso, pero la vida para ellos corría así. Esta es la historia de Pedro Antonio Centurión, un niño de 13 años que vivía con su madre y ocho hermanitos en una pequeña casa construida en un asentamiento en la ciudad de Luque, departamento Central.
UNA CAMA INTACTA
Una pequeña habitación hecha con material cocido, ladrillos y techo de tejas, pintada con cal y trepada por la indecorosa humedad. Pegada a ella estaban otras habitaciones construidas de madera, apiladas una a lado de otra con techo de eternit. Así era la fortaleza que representaba todo el sacrificio de Semproniana Centurión, la madre de estos niños, que la mayor parte del tiempo veía a sus hijos crecer en sus sueños por las mañanas y las noches. Por la madrugada se instalaba en el Mercado Municipal de Luque para vender todo lo que podía. No había excepción en cuanto a producto, todo lo que generase ingresos, y regresaba por las noches para ser testigo de algunos tímidos bostezos y otros somnolientos susurros.
Uno de esos días, Pedro no estaba. Los demás hermanitos terminaron de comer y se acomodaron para dormir, pero él no estaba. Su espacio en una cama que compartía con otro hermano estaba intacto. Nadie sabía a dónde fue.
-¿Dónde está su hermano? –preguntó la madre intrigada a los demás hijos, pero sus rostros absortos, enmudecidos, eran una respuesta implícita.
Semproniana pensó si no resultaba muy tarde para molestar a los vecinos con la pregunta. Quizás Pedro se entretuvo jugando con alguno de sus amigos y ellos sabían. Al menos no tenía un par a pocos metros de su casa; sin embargo, alguien del barrio podría haberlo visto y saber qué pasó de él. Una regla de la casa, no escrita pero asumida, era estar presentes siempre tiempo antes de que su madre llegara del trabajo. Antes no había ocurrido y, aunque la travesura no estaba descartada, Samproniana como madre tenía algo que le embestía el pecho, muy fuerte, y no le provocaba paz.
NUEVE MESES DESPUÉS
¡Plas, plas, plas, plas! Insistente y firme sonaba la palma de una mano en las afueras de la casa de Semproniana. Pasaron nueve meses de la desaparición de Pedro. Ella estaba deshecha y solo tenía rumores sobre el paradero del pequeño. La Policía no hizo mucho por encontrarlo y, pese a la insistencia que hizo por su edad, no tuvo respuestas.
Se puso de pie rápidamente ante el insistente aplauso que sonaba en su patio. Quizás había noticias sobre Pedro. La luz de esperanza iluminó el semblante que lo cargaba oscuro a diario y de no ser por las otras ocho bocas que alimentar se entregaría a la mórbida depresión.
Samproniana atravesó la puerta de madera testificando su salida con un rechinar del óxido de las bisagras. Ella lo miraba de lejos, sosteniendo firmemente y confirmando uno de los rumores que le llegó: Pedro tuvo algo que ver con la milicia. Aquel hombre que la visitaba era militar, muy joven, un sargento para precisar. Estaba perfecto en su uniforme y lucía la cabeza rapada. Cuando ella se detuvo a dos metros de distancia, él deslizó su saludo ensayado.
-Buenas tardes, señora, soy el sargento Jorge González. Me presento para informarle que su hijo el conscripto Pedro Antonio Centurión tuvo un accidente y se encuentra en grave estado…
-¡¿Qué, cómo?! –interrumpió Semproniana con la voz entrecortada.
-Es todo lo que puedo informarle, señora, y tengo órdenes de llevarla conmigo al cuartel –respondió tosco el militar.
Aquel soldado no dijo más nada y esperó que la mujer reaccione a la orden. Era solo un programa controlado a distancia. Recibió la orden de entregar ese mensaje y nada más.
VIAJE A LA VERDAD
Semproniana no pudo tomar otra decisión más que acompañar a ese mensajero para ver qué estaba ocurriendo. ¿Decían la verdad? Ella rogaba que sea una equivocación, que se tratara de otro joven y no de su pequeño Pedro.
El viaje desde Luque hasta la Academia Militar Mariscal Francisco Solano López, en la ciudad de Capiatá, fue eterna. Eran 15 kilómetros que se multiplicaron por cientos de angustias, mil segundos de incertidumbres y los cambios semafóricos de interminables silencios en los rostros impolutos de aquellos uniformados de verde. Nada tenían para decirle y Semproniana ya había imaginado varios desenlaces.
El camión se balanceaba de un lado a otro. Sacudiendo sus pensamientos, aquellos que por momentos lograban calmarla, el ingreso hasta las oficinas de la Academia era de un kilometraje interminable y la ansiedad no ayudaba.
-Estamos llegando, señora… –dijo uno de los militares como si parte de su entrenamiento fuera oír los pensamientos.
Un estridente sonido interrumpió el bullicioso berrinche del motor. Eran las pastillas de freno, algo cristalizadas, que anunciaban el final del viaje.
-Llegamos, señora. El sargento le acompañará donde está su hijo. Se trató de otra voz, esta vez más agria, fría, pero con la misma firmeza que no permitía un atisbo de consideración por una mujer cuyo hijo llevaba desaparecido nueve meses.
Caminaron hasta el portal principal y luego atravesaron un enorme patio central. Supuso que ahí eran las concentraciones habituales de los cadetes, solo que ella no imaginaba que eso distaba mucho de una escuela normal.
El paso era veloz, sincronizado, izquierda, derecha, izquierda. Semproniana no podía evitar las botas de los soldados que iban delante de ella, que eran brillantes, aunque curtidas, agrietadas y las suelas gastadas, no podía evitar admirar cómo destellaba la refracción de la luz en esos calzados tácticos.
-Por aquí, señora –dijo un sargento mientras le apuntaba la dirección a un corredor de habitaciones.
AL FINAL DEL PASILLO
Otra vez la caminata era extensa. Más pasos, mayor la ansiedad. Para Semproniana el sedante natural para neutralizar el pánico al desenlace era entretenerse con la inmensidad de la propiedad. Cientos de hectáreas, incalculables para ella, pero sí perceptibles al respirar por la pureza que generaba lo arborizadas que se encontraban. Un pulmón en medio de una carretera que conectaba a la capital y al departamento Central con el este de la Región Oriental del país.
Era hermoso pero ocioso para una actividad que no entendía muy bien en qué consistía para el momento en el que vivía. Conocía la historia del pasado, se la contaron sus padres, y comprendía que todo eso podría aprovecharse de una mejor manera o al menos más personas. Eso creía ella.
-Esta es la habitación donde está su hijo. Llegamos, señora. Pase nomás –dijo el sargento y giró sobre su eje, dejando a la mujer con media pregunta en la punta de la lengua.
Semproniana quería saber antes de cruzar aquella puerta con qué se encontraría. Solo le reportaron que Pedro estaba enfermo y no se encontraba muy bien. Ni siquiera le hablaron de la dolencia, si necesitaba medicamentos o la ayuda de un especialista. Pensó que su pobreza no sería impedimento para obtenerlo. La misión de cada día era salir a dar de comer a sus hijos y solo eso provocaba irremediablemente que los deje solos. Sin embargo, eso no significaba que en la enfermedad pasaría lo mismo.
Se trataba de una simple información. ¿Pedro estaba bien? Necesitaba aquella respuesta antes de poner la mano sobre el picaporte, bajarlo y empujar la puerta. Necesitaba sacarse ese peso de encima que cargó durante nueve meses.
Nadie estaba a su lado para responderle, la dejaron sola y sola debía afrontar lo que estaba del otro lado.
Continuará…