Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Un restaurante en la década del 30 en la Buenos Aires que recibía a inmigrantes de todo el mundo, especialmente de las zonas de conflicto. Un tango, dos hombres enojados que se retiraron furiosos y mucha historia contada en encuentros en los bares de la capital porteña.

Quienes fueron testigos casuales de aquel suceso definitivamente inusual durante muchos años lo contaron como “algo nunca visto”. Don Ricardo Rivas, mi padre, que ya no está en este mundo, algo me contó, aunque sin demasiados detalles. Habló de una mesa de europeos que cenaban tarde en el Ditzie, un legendario restaurante alemán que, desde 1930 y hasta cuando promediaba la década de los años 60, hacía las delicias de las familias belgranenses, en la zona norte de Buenos Aires.

“Era el momento de la sobremesa de una noche primaveral en el 62. La música invadió el gran salón comedor. Familias y grupos de amigos conversaban con alegría. Por unos breves minutos avanzó el silencio mientras un locutor anunció que una pequeña orquesta con tres violines, dos bandoneones y un piano nos harían escuchar el tango ‘Plegaria’, letra y música del maestro Eduardo Bianco. El aplauso ganó el espacio, pero cuando los músicos se disponían a comenzar, dos hombres mayores se pusieron de pie claramente indignados. Uno de ellos estrelló una copa de champagne contra el suelo mientras mascullaba insultos en un idioma desconocido. El otro, encendido su rostro por la ira, lo tomó de un brazo y juntos alcanzaron la puerta de salida para no volver”.

HISTORIAS DE VECINDARIO

Años después, un vecino del lugar al que conocía desde niño no solo confirmó la historia, sino que precisó que “uno de los tipos enojados vivía en un conventillo del Bajo”. Aseguran los memoriosos que, nunca más, un tango sonó en el Ditzie. Aquel vecino, que era “uno de los que se fue del Ditzie indignado”, definitivamente llamaba la atención en el barrio. Especialmente, entre los pibes y las pibas que, por entonces, jugábamos en las veredas o hacíamos un “fulbito” en las calles empedradas del Bajo Belgrano, mi venerado pueblo natal en la zona noreste de Buenos Aires –unos 1.250 km al sur de mi querida Asunción–, que solo interrumpíamos cuando el sol cada tarde se derrumbaba o cuando algunas abuelas, sentadas en sus banquetas, ocupaban las puertas de las casas para hablar de bueyes perdidos y, por qué no decirlo, de otros bueyes que siempre encontraban entre los pliegues y repliegues del chismorreo vecinal. Doña Juanita, nuestra abuela, nunca participaba de esos encuentros. Una verdad a medias.

Porque, a la misma hora, sentada sobre el reposabrazos de uno de los enormes sillones del living, oculta detrás de las cortinas y los cortinados, miraba con atención todos y cada uno de los movimientos de aquellas vecinas “chismosas” a las que benignamente criticaba semanalmente cuando se reunía con otras tertulianas que, como ella, preferían mantener alguna distancia con aquellas otras, aunque hablaban de los mismos temas. Finalizaban los 50.

Eduardo Bianco, autor de “Plegaria”, el “Tango de la muerte”, con el que fascinó a Adolf Hitler. Según Enrique Cadícamo, “era agente secreto de los nazis”.

UN PAÍS DIVIDIDO

La Segunda Guerra había finalizado unos pocos años atrás. Las ruinas europeas todavía humeaban. Hiroshima y Nagasaki aún ardían. La Argentina –como desde cuando la historia de este país se inició– estaba dividida. Peronistas y antiperonistas era la división de entonces. Pero, claramente, los muchos cambios que se percibían con cada amanecer nos inducían a pensar que, aunque no lo quisiéramos, nuestras vidas habrían de cambiar. Profundamente. Pero sucedería entre dudas, alegrías, angustias, crecimientos, descubrimientos, ansiedades y una gigantesca tropilla de incertidumbres de la que emergían las incomprensiones. La tele recién llegaba. En la vieja casa sobre la calle Monroe –nuestro mundo– había una. Pese a ello, mi generación –la del 1951– supo y sabe esa actualmente rara situación de vivir sin estar delante de una pantalla a la que no mucho tiempo atrás llamaban “la caja boba”. Recordar aquel tiempo, en lo personal, me genera añoranzas y algunas sonrisas.

La tele –para bien o para mal– comenzó a cambiarnos en muchas de nuestras prácticas sociales en todas partes al punto que Gianni Vattimo, enorme filósofo –que varias veces reflexionó sobre ese aparato– dijo creer que “cuando (Karl) Marx profetizaba la revolución proletaria mundial no existía la televisión, es decir, que lo que era la religión como opio en el momento de Marx ahora son los medios. Y el opio, como mucha gente ha hecho notar, no era solamente una manera de adormecer las conciencias, sino de satisfacerlas”. ¿Será así? No lo sé. Pero cuando se iniciaban los 60, la radio reinaba. El cine era una salida quizás semanal de alta estima. Los diarios eran confiables y en algunos lugares –especialmente en el centro de Buenos Aires– la gente se agolpaba frente a las vidrieras de los periódicos para saber qué pasaba en donde fuere “ahora”.

EL MISTERIOSO HOMBRE

Pero aquel vecino, el que llamaba la atención de la barriada y hasta generaba algunos temores entre las pibas y los pibes, era un interrogante que no conseguíamos dilucidar. Lo desconocido, casi siempre, abruma e induce a la desconfianza. Fumaba puros de pequeño tamaño que, después de algunas horas, claramente se apagaban, pero los mantenía en la comisura de sus labios y, por momentos, los chicos (y también los grandes) sospechábamos que mascaba ese tabaco como habíamos escuchado que se hacía en el pasado. Puntualmente, cada día, cerca de las 5 de la tarde, dejaba su lugar de residencia en silencio, cerraba con llave la puerta verde y se largaba a caminar con sus manos en los bolsillos de su saco gastado, pero limpio y prolijo. No hablaba con nadie. Rehuía la mirada. Si alguien lo saludaba, solo respondía tocando el ala de su sombrero con su mano derecha sin detener su marcha. Siempre lo imaginé como un hombre entristecido detenido en el tiempo. Misterio barrial. Algunos lo llamaban Ismael. Otros, Ángel. Los más estigmatizantes se referían a él llamándolo “El viejo loco”. Sin ser barbudo, era evidente que la navaja para afeitarse pasaba muy espaciadamente por su cara de piel curtida, arrugada, grisácea. Caminaba lentamente.

Miraba al suelo cuando lo hacía. Una vez que lo crucé cuando volvía del colegio, creí ver una lágrima que rodaba por su pómulo derecho. Parecía molestarse cuando descubría que los pibes y las pibas lo mirábamos. No parecía peligroso, pero algunas vecinas y los más chicos le temían. Ridículo. Pero eran tiempos en que los adultos construían miedos. El “hombre de la bolsa” o el “cuco” eran parte de esos personajes míticos que los mayores inventaban para facilitar sus siestas. Belgrano estaba marcadamente dividido. Nuestro Bajo, cerca del río, se inundaba regularmente cada tantos años. Más allá de las Barrancas de Belgrano, cuando la vista se ponía hacia el este, era marcadamente diferente del alto, que se extendía a lo largo y ancho de una extensa pampa adoquinada. Allí sostenían los inmobiliarios, estaba y crecía lo que muchos y muchas llamaban progreso.

Y esa idealidad ficticia, irreal, se mantuvo en el tiempo. A tal punto que el querido amigo Ricardo Ostuni –periodista, escritor, historiador, gardeliano y académico del tango– una calurosa tarde en la que me quejaba de aquello, en una de las mesas de la cervecería Zürich, en la tradicional esquina donde se cruzan las belgranenses calles Cuba y Echeverría, con enorme paciencia, explicó que “Belgrano gozó, hasta la década de 1950, de las quietudes pueblerinas como si fuera un barrio no contaminado por las transformaciones urbanas y sociales del resto de la ciudad. Era como si en sus alrededores se hubiera establecido una frontera imaginaria que mantenía al barrio apartado de los tranvías, de los ómnibus. Y así se mantuvo, particularmente y como contrapartida, el Bajo (Belgrano), donde se encontraban precarios rancheríos y muchos studs”. Lo escuchaba en silencio profundo. Sentía que aprendía.

Orquestas de prisioneros judíos esclavizados y obligados a hacer música hasta morir interpretaban “Plegaria”, el tango que fascinó a Adolf Hitler.

EL CABALLO DE GARDEL

Con el tiempo supe que fue así. “En uno de aquellos establos para guardar caballos de carreras –precisó– sobre la calle Miñones a metros de Juramento, Don Carlos (Gardel) guardaba a Lunático, su pura sangre, que alguna vez lo montó Leguisamo (Ireneo, célebre jockey uruguayo), pero también, por las noches, muchas discusiones se dirimían a cuchillo. ¡Esa era la diferencia entre tu Bajo pueblerino y el Belgrano que algunos vecinos imaginaban modernizándose!”, sostuvo Ostuni. Me invadió la reflexión. ¿Y el tango, Ricardo, dónde estaba en nuestro pueblo?, pregunté. Sonrió antes de responder. “Justamente tu pueblo, como vos lo llamás, el Bajo Belgrano, fue la puerta por la que el tango entró en esta zona. Pero le costó mucho poder superar las barrancas porque desde allí el clima social era otro” y sentenció: “Belgrano no fue barrio de tango por más que haya tenido –y tenga– ilustres vecinos tangueros como Edmundo Rivero, Atilio Stampone, Amelita Baltar, entre otros”. Nos largamos para caminar lentamente por la calle Echeverría.

Habremos dado unos 70 pasos cuando señalé el lugar donde hasta muy avanzados los años de 1960 estaba el restaurante Ditzie desde 1930. “¡Qué bien se comía aquí!”, recordó Ricardo y apuntó que, muy pocas veces, alguna orquesta tocaba tangos después de las cenas. Lo interrumpí con la intención de comentarle aquel relato que recibí de don Ricardo, pero sin permitirme avanzar con la historia, mirándome a los ojos, aseguró que aquella fue una noche en la que uno de los más tenebrosos e indignos sucesos criminales de la historia europea reciente se hizo presente. “Dos víctimas que lograron sobrevivir al Holocausto, que fueron rescatados por soldados aliados en un campo de concentración, aquella noche interrumpieron a la orquesta y se fueron justo cuando los músicos comenzaban a interpretar ‘Plegaria’. Repudiaron al ‘Tango de la muerte’”. Nos despedimos. Dirigí mis pasos hacia el Bajo. Las memorias de las guerras iban conmigo.

Mis pensamientos sobrevolaban los campos de batalla y algunos de los que fueron los campos de la muerte. Los sones de “Plegaria” estuvieron en ellos. Fueron parte de aquellos actos de crueldad. Alguna vez supe, en Postdam, allá por 1991, en las orillas del río Havel, que cuando los alemanes comenzaron a perder la Segunda Guerra, mientras sitiaban Stalingrado, las tropas que defendían esa ciudad bajo las órdenes de Gueorgui Zhúkov, comandante en jefe asistente de las tropas soviéticas en el frente suroeste de Rusia, mientras el invierno debilitada a los soldados nazis que morían congelados, por las noches, a través de enormes amplificadores, una y otra vez les hacía escuchar a los atacantes “Plegaria”. Las tropas alemanas desesperaban. Algunos llegaron al suicidio. La obra de Bianco, que dedicó –como una buena parte de sus creaciones a “Su Majestad el Rey de España”– era interpretada en los campos por desnutridos y maltratados prisioneros judíos que más temprano que tarde morían con un tiro en la nuca. Otros prisioneros eran obligados a bailar ese “tango canción” como dice la partitura original de esa obra compuesta por Bianco que, alguna vez, interpretó para satisfacer a Goebbels y hasta para el mismísimo Adolf Hitler, que lo escuchó durante una gala en la embajada argentina en Berlín. En 1943 Bianco regresó a la Argentina. Su éxito entre los criminales de guerra se desconocía en la Argentina. Sin embargo, Enrique Cadícamo advertía a quien quisiera escucharlo, especialmente entre los músicos y tangueros que llegaban a Europa en los tiempos en que el nazismo avanzaba, que tuvieran el cuidado de “no” hablar de política delante de Bianco “porque es espía, agente secreto de los nazis”. Alguna noche, allá por los años 70, recordó y repitió aquella advertencia luego de cenar en la cantina Pierino, en el barrio del Abasto. El paso del tiempo, lentamente, lo dejó sin trinchera al músico para esconder sus miserias. Cuando su macabra historia comenzó a ser parte de algunas conversaciones buscó refugio laboral en Oriente Medio. Allí, nadie –o casi nadie– sabía de él. En 1959 murió.

“FUGA DE MUERTE”

Los viejos más viejos de aquel legendario Bajo Belgrano aseguraban que “los dos tipos que se indignaron en el Ditzie, aquella sobremesa nocturna que quiso ser tanguera, fueron rescatados de Dachau” y agregaban que aquel vecino misterioso “era uno de los sobrevivientes”. Todo puede ser. O no. Pero el tiempo quiso quitar un velo a la impunidad que durante un tiempo cubrió a Bianco. Paul Celan, un poeta que junto con sus padres fue deportado a Auschwitz en 1942 cuando solo tenía 2 años, con el tiempo escribió un poema demoledor, “Fuga de muerte”, que recuerda aquellas violaciones de los derechos humanos. Memoria. En los centros académicos de mayor prestigio en Francia, esa misma creación tuvo otro título que estudiosos y estudiosas coinciden en señalar que fue el original con el que tituló Celan los borradores de aquellos versos reveladores: “Tango de la muerte”.


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