Al cumplirse un aniversario más del suicidio ritual del extraordinario escritor japonés Yukio Mishima, rememoramos su novelesca última jornada de vida y repasamos su testamento literario, “La corrupción de un ángel”, obra finalizada el mismo día de su desentrañamiento.

El 25 de noviembre de 1970, Kimitake Hiraoka –más cono­cido por el seudónimo litera­rio de Yukio Mishima–, junto con cuatro miembros de su milicia de ultraderecha Tate­nokai (Sociedad de los Escu­dos), se infiltraron en una base militar japonesa, toma­ron de rehén al comandante e instaron a las tropas a suble­varse y restaurar la autoridad del emperador Hirohito dero­gando la Constitución “paci­fista” de 1947. Esta había sido impuesta por las fuerzas de ocupación norteamericanas tras la Segunda Guerra Mun­dial, y consagraba la renun­cia a la guerra y la prohibición del empleo de la fuerza para la solución de los diferendos internacionales.

Tras el fracaso de la tenta­tiva, se suicidó a la manera tradicional japonesa, reali­zando el seppuku o harakiri, aunque tuvo que ser rema­tado por decapitación por un compañero. Este tam­poco fue muy diestro en la ejecución de su tarea, por lo que la agonía de Mishima fue más larga y dolorosa de lo que por sí mismo ya implica esta forma de quitarse la vida.

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SACRIFICIO

Antes de emprender esta acción había hecho repre­sentaciones teatrales en las cuales anunció la manera en que iba a morir. En uno de sus cuentos, “Patriotismo”, publicado en 1961, en el que un joven teniente realiza el ritual del seppuku por razo­nes similares a las que serían las suyas diez años después, describe: “A su alrededor se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación reco­nocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria. Era la trinchera del espíritu”.

Consciente de la inutilidad e incompresión de su sacri­ficio, de todas formas deci­dió poner término a su vida a los 45 años, en el cenit de su carrera, aunque en ello cla­ramente también incluyeron cuestiones personalísimas como el terror a la vejez, un tópico recurrente en su obra.

En el poema ritual que escri­bió en el momento que se acercaba su muerte escribió: “Espere y verá qué hago. A mi parecer, vivir sin hacer nada, envejecer lentamente es una agonía (…). Esto me ha llevado a pensar que como artista que soy debo tomar una decisión”.

TRAUMA COLECTIVO

La producción literaria de Mishima circula por el mismo andarivel de la gran litera­tura nipona: el trauma colec­tivo del Japón moderno occi­dentalizado tras la derrota en la guerra. Mishima era des­cendiente de un clan de samu­ráis y deliraba con lograr la restauración de la sociedad imperial japonesa previa a la rendición ante los aliados.

Esto a pesar de ser el más occidentalizado de los escri­tores de su generación. Por ello, Mishima encarnaba una ambigüedad cultural y personal, el Japón abatido y a la vez obsesionado por Occi­dente, el enemigo vencedor que socavaba las tradiciones autóctonas; la homosexuali­dad velada frente a la hetero­sexualidad pública, su estilo cosmopolita en lo artístico frente a su conservadurismo político que buscaba la res­tauración de un mundo per­dido.

En efecto, Mishima era con­ciente de que su empresa estaba destinada al fracaso y como clara previsión de ello ya había enviado a la edito­rial la última entrega de su tetralogía como parte de un plan meticulosamente con­cebido al punto de que había dispuesto un dinero para la defensa legal de los integran­tes de su milicia que lo ayuda­ron en su tentativa de alza­miento.

TESTAMENTO

La culminación de su arte literario se encuentra en el ciclo compuesto por sus cua­tro últimas novelas, que bajo el título de “El mar de la fer­tilidad” constituiría el tes­tamento del autor; a saber, “Nieve de primavera”, “Caba­llos desbocados”, “El templo del alba” y la “Corrupción de un ángel”, esta última publi­cada póstumamente y sobre la cual nos explayaremos bre­vemente.

Esta novela se inicia con una bella descripción de un esce­nario costero y adelanta las características del personaje al atribuir al mar la razón de algo maligno que anidaba en su espíritu. El mar es la personificación del Japón moderno contaminado con los desperdicios de Occi­dente: “Las heces, como el hombre, se mostraban inca­paces de enfrentarse con su final como no fuese en la más horrible y sucia de las mane­ras”, se lee en una parte junto con una descripción de los desperdicios que poluciona­ban ese reino de añil.

Toru Yasunaga es un joven de dieciséis años, prototipo de la belleza masculina, que tra­baja en la Oficina de Transmi­siones de Teikoku como avis­tador de barcos del puerto. El viejo Shigekuni Honda, un rico abogado de apre­ciable fortuna, lo conoce y decide adoptarlo tras adver­tir que tiene tres lunares en el lado izquierdo del pecho, por lo que lo cree la reencar­nación de una casta de nobles siguiendo un viejo episodio juvenil, que al final repara se trata de una quimera.

Entre ricas descripciones paisajísticas y alusiones a simbología hinduista, el autor señala el pasaje por los cinco signos de la caída del ángel, que no es otra cosa que la caída de Japón ante valo­res extraños, la renuncia a la belleza primigenia para someterse al vicio de la volun­tad del invasor.

Tanto su personaje como él mismo en vida encarnan la inmolación de un genio que pretendía con su muerte dar una lección ejemplificadora, realizar un acto heroico de sacrificio en pos de un ideal estético. Los principales tópi­cos de su obra –la belleza, el erotismo y la muerte– los quiso encarnar él mismo en su propia vida y la manera en que decidió acabar con ella como una forma de afirma­ción de un concepto sobre la materia, de lo permanente sobre lo pasajero, de lo tras­cendente sobre lo fútil.

Toru es la representación del Japón domesticado e ins­truido en los modos occiden­tales bajo la premisa de que el refinamiento y las buenas costumbres serían el pro­ducto final de la emancipa­ción de toda rémora de hábi­tos propios. Sin embargo, tras el aparente sometimiento subrepticiamente tramaba y ejecutaba pequeñas rebelio­nes que preparaban la con­sumación de una venganza terrible.

“Las pruebas de una buena crianza proporcionan cate­goría a una persona y la buena crianza en el Japón significa familiaridad con la manera occidental de hacer las cosas. Solo hallamos al japonés puro en los barrios miserables y en el hampa y cabe esperar que con el paso del tiempo se torne cada vez más aislado. El veneno conocido con el nombre de japonés puro está debilitán­dose, transformándose en una pócima aceptable para todos”, se lee en otro frag­mento de la novela, una elo­cuente y amarga queja contra la sociedad de su época.

EL PRESENTE

Por otra parte, no deja de resultar una curiosa coin­cidencia el trágico final que tuvo también el último gran impulsor del cambio cons­titucional en el Japón, el ex primer ministro Shinzo Abe, quien murió asesinado por causas supuestamente vin­culadas a una venganza ajena a sus labores políticas.

Las reinterpretaciones relati­vas sobre todo al artículo 9 de la Constiución nipona –que reza que “el pueblo japonés renuncia para siempre a la guerra como derecho sobe­rano de la nación y a la ame­naza o al uso de la fuerza como medio de solución en dispu­tas internacionales”– han cobrado fuerza a raíz de las pruebas de misiles balísticos de Corea del Norte y las dis­putas territoriales con China.

Tras la muerte de Abe, la ini­ciativa ha sido reflotada y la bandera del sol naciente ha ondeado de nuevo durante los ejercicios militares, por lo que el sublime cuadro de la degradación humana ofrecido por Mishima es el reflejo un debate que no está muerto, sino que, por el contrario, ha recobrado una renovada vitalidad.

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