Pepa Kostianovsky

Un capítulo estremecedor de “Aldea de penitentes” por la dureza con la que retrata una situación que era habitual en tiempos de la dictadura y en la conducta del todopoderoso dictador. Un niña valiente forjada en el dolor y una hija nueva para Berta Correa, que vuelve a sentirse madre.

Al quedarse con la niña ultrajada y trémula, Berta Correa sintió una dimensión de ternura que tenía olvidada, la sangre corría urgente haciéndola perder el equilibrio. Se dejó caer en la reposera de mimbre y atrajo a Catalina para envolverla en un abrazo.

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La vieja canción de cuna resurgió de sus labios y los versos extraños fueron claras palabras de amor. Así se quedaron dormidas. Liberadas de miedos y de soledad.

Antonia y Neusa hicieron la vuelta resignada a su infierno. A mitad de camino, la muchachita tomó la mano de la mujer oscura, quien percibió algo que latía débilmente donde hacía tanto tiempo se le había empozado la nada.

Pasaron varias semanas hasta que el Señor volvió por la casa. Se acostó, con el torso desnudo esperando la caricia inocente que solo conocía de Antonia; ella permaneció quieta. Tomó la mano y la colocó sobre su pecho en un tácito reclamo. Al no tener respuesta, levantó a la mujer y la montó sobre su hombría, que también lo traicionó cuando pleno de furia obligó a la boca niña al estímulo vano de su sexo marchito.

Herido en el mito de su virilidad, se levantó de aquel lecho de sábanas pobre, en el que a pesar de haber cometido mil infamias conoció las glorias del amor.

Poco tiempo después, volvió acompañado de un hombrecito con quien se acomodó en la sala. Ordenó que prendieran el televisor y trajeran la botella de whisky.

El chofer bajó unas bolsas con vituallas. El Señor dijo:

-A ver, mi hija, prepará uno de esos guisos que vos mante sabés hacer, para que pruebe el teniente Mencia. Vamos a ver aquí el partido. Mientras tanto picá el fiambre y el queso para asentar el trago.

Cuando Antonia acercó los tacos del aperitivo, el olor a cebollas y ajos fritos aromaba el cuarto.

-Gracias, mi hija –y luego, dirigiéndose a su invitado -¿Ajépa iporãiterei la mitãkuña kóa? Pero encima ipohe. Su guiso no tiene nombre.

El teniente Albio Mencia no decía ni sí ni no, no era alto ni bajo, ni blanco ni moreno, ni flaco ni gordo, ni joven ni viejo, ni alegre ni triste, ni lindo ni feo, ni Cerro ni Olimpia, ni caldo ni seco.

Se tendió un mantel y se dispuso la vajilla para tres. Antonia fue integrada a los comensales y los ta’ýra se hicieron cargo del servicio y mantenían lleno el vaso del infeliz que estaba embelesado. Después del dulce de mamón, los hombres volvieron al sofá para tomar café.

Mencia, entre embriagado y somnoliento, miraba la pantalla del televisor.

El Señor llevó a Antonia hasta el dormitorio, cerró la puerta e inició su discurso:

-Mirá, mi hija, yo ya no te quiero más. Y no voy a permitir que me hagas problemas. Te traigo para tu marido. El teniente Mencia va a tener una brillante carrera militar y vos vas a ser su señora. Te vas a casar en el Registro Civil y en la Iglesia. Te voy a poner esta casa a tu nombre y te voy a regalar para tu traje de novia y tu fiesta.

-Yo no me voy a casar. Podés llevarte a tu teniente, porque no me importa que no me quieras ni que no vengas. Ya me he de saber rebuscar.

-¿Dónde piko te vas a rebuscar vos? Vas a terminar por ahí de puta.

-De eso empecé. Y si me toca terminar, mala suerte.

-Sos retobada. Hacé lo que querés. Igual te voy a dejar la casa porque aquí yo no me hallo. Te aviso bien, ahora te doy la oportunidad. No vengas después a pedir socorro. Yo ya me olvido de vos.

-Yo me voy a acordar. Siempre.

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