Óscar Lovera Vera, periodista

En el año 2011 una madre que cayó en una profunda depresión asesinó a sus dos pequeñas hijas con una saña particular que desmembraría el silencio en Luque. Nadie más que ella conocería el verdadero trasfondo de su infernal decisión.

Sus gritos, quizás, fueron removidos por el imponente ventarrón de aquel agosto del 2011. Soplaba fuerte, indómito, llevando a su paso hojas y el dolor.

Los vecinos del barrio Santo Domingo, de la compañía Hugua de Seda en la ciudad de Luque, no comprendían – en ese instante– el desenlace de aquel viernes 12 de mediados de año. Se estremecerían al saber lo que ocultaba una de las casas de la vecindad, una de reja gris, opaca, inerte como los cuerpos que disfrazaba en su interior.

Cinco y nueve años tenían las niñas, sus cuerpos reposaban sin aliento de vida sobre una cama. Ellas estaban en la casa de su madre, Adolfina Colmán; la Policía lo confirmó mientras rodeaban la casa buscando más rastros de violencia. Lo que vieron les dejó con estupor y extasiados, no lo podían creer por más experiencia que tenían en casos de sangre.

UNAS HORAS ANTES

Pastillas y alcohol, una mezcla para aliviar el dolor. La distancia la estaba carcomiendo como el óxido en el pasador metálico de la persiana, abriendo y cerrando, rechinando al igual que su conciencia recordándole su desamor, los kilómetros de alejamiento de su marido y dos hijos mayores. Adolfina, a sus 42 años, estaba casada con Teófilo Ramón Chávez. El matrimonio concibió a seis hijos, dos varones y cuatro mujeres; dos de ellas ya adolescentes.

La familia arrastraba un mal momento económico que los conducía a un callejón con una sola salida: buscar trabajo en la Argentina. Ahí Teófilo y sus dos hijos mayores tenían la promesa de ganarse unos pesos y mejorar su calidad de vida para superar el infortunio de meses.

Las dos hijas adolescentes fueron también separadas del seno familiar. Ellas no tenían una buena relación con su madre y más aún luego de partir su padre y hermanos. Ambas se mudaron con su abuela paterna.

El tiempo cumplió dejando el recuerdo y la añoranza como lesionados en su mente. Adolfina no soportó por mucho y la depresión fue su sombra hasta ese día en el que despertó queriendo poner fin a sus tormentos.

Caminó lentamente por un pasillo interno de su casa. A cada paso que daba se aseguraba de no hacer mucho ruido, sus hijas aún dormían y no quería despertarlas. Cuando llegó a la habitación, las observó en esa calma que el sueño inocente relata a su paso por las horas.

Ella tomó asiento, justo al lado de su hija más pequeña, Cecilia, que tenía cinco años. Notó que su cabello oscuro y lacio rodeaba su pequeño rostro, cubría lo suficiente para que su profundo sueño no se interrumpa al encender una lámpara junto a la cama.

Poco después, el sonoro golpe de una hoja de metal sucumbió en el frágil cuerpo de la pequeña, fue seguido de un grito atroz pero inerte a la vez. Nadie escucharía la furia que se desataría en la casa.

Pronto, el chillido opacado por la sangre que taponaba su garganta sonaría a gemido en degolladero. La hija mayor de Adolfina intentó ponerse como escudo, pero también murió por los profundos cortes del machete. No logró detener el inmisericorde ataque de su madre, no comprendía lo que estaba ocurriendo, su cuerpo no soportaría tanta violencia cayendo vencida por el filo traidor del arma empuñada por su progenitora.

Cuando acabó, simplemente se reincorporó, luego de limpiar toda la sangre del suelo con la ropa de las niñas. Las desnudó para terminar su enfermizo acto sanguinario.

Sin remordimiento y despojada de la razón, arrojó la ropa a las plantas de un ordenado jardín al frente de la casa. Esta fue su confesión…

¿UNA CONFESIÓN?

Caminó cinco cuadras hasta la estación de policía de la ciudad, la Comisaría 50. Calzaba unas zapatillas de goma, un vestido largo y floreado que le cubría hasta las rodillas. Su cabello, un tanto despeinado, formaba estrías en su rostro brillante por el sudor. Su mirada penetrante apuntaba al final de la calle, sabía en qué dirección caminar y estaba decidida a relatar lo que ocurrió. Todo aquello que hizo para ella fue el punto final de una historia de dolor.

Sin ponerle preámbulo a lo que cargaba para contar, lo dijo sin rodeos y, al parecer, sin lamentar. Adolfina, con frío relato, explicó lo que había hecho a sus hijas en un despojo y sin llanto. “Maté a mis hijas, con un machete y un puñal, sus cuerpos los dejé en casa, deberían ir a corroborar”.

El agente la miraba como intentando descifrar si aquello fue una jugarreta porque lo dijo sin titubear. -¿Señora, habla usted en serio? –interpeló el policía al paso de sujetar su arma en la cacha. -Así es señor, agente, no mentiría con algo así –contestó Adolfina y tomó asiento en la portería, sabiendo bien que lo que vendría fue su detención preventiva.

Florida, esquina Los Pinos, dijo Adolfina. Era la dirección de su domicilio, que rápidamente se rodeó de vecinos. Absortos por lo ocurrido no comprendían la acción, no asimilaban lo sucedido.

Una pequeña ventana de madera separaba a los intervinientes de los curiosos y familiares de las niñas, ellos en la mirada lejana buscaban pero no encontraban un pequeño atisbo de consuelo.

El forense y los agentes de criminalística encontraron evidencias que contradecían su primer relato. Las niñas fueron asesinadas cuando desayunaban. Al momento de tomar el alimento, aprovechó la distracción que tenían ambas y las azotó con el machete para arrojarlas al suelo. Ahí las apuñaló con determinación y crueldad.

La escena fue limpiada con la ropa de las pequeñas y los cuerpos arrastrados hasta la habitación. María Lina Naumann, una fiscal joven en el cargo, escuchaba la barbarie en el relato. Su experiencia no la investía con la tosquedad necesaria para anular sus emociones, fue imperiosa la fuga de una lágrima; necesitaba dar el luto al sufrimiento de esas niñas. Ella no resistió el momento y, aún más, al escuchar que la mayor de las pequeñas debía cumplir diez años a la mañana siguiente.

HERIDAS QUE HABLAN

-Doc, ¿cómo fue el ataque, me podría relatar? –mencionó Naumann al forense luego de que firmara su acta preliminar.

-Cómo no, fiscal. Las heridas son contusas y cortantes, en varias partes del cuerpo de ambas niñas de nueve y cinco años. Cuello, cráneo y costillas presentaban signos de cortes ocasionados con un machete. Encontré heridas cortopunzantes en brazos y manos, las niñas también presentaban heridas cortantes que considero son defensivas. Los golpes que recibieron durante el ataque también serían signos de la resistencia que pusieron ambas. Esta mujer atacó a sus hijas con dos tipos de armas blancas: un machete y un cuchillo de cocina, esto se encontró en la cocina y las hojas coinciden con el daño provocado.

Al momento del hallazgo, los cuerpos presentaban aproximadamente dos a cuatro horas de fallecidas, por lo que el crimen pudo ocurrir entre las 4 y las 6 de la mañana. Con esto concluyó su informe el hombre, cerrando el capítulo definitivamente.

Aunque la investigación daría mucho más. Los rumores cada vez se robustecían. Adolfina habría recibido ayuda, un hombre que fue visto durante la madrugada.

La policía tenía ideas cruzadas sobre lo que ocurrió. ¿Por qué una mujer asesinaría de esta forma a sus hijas? ¿Qué había detrás de una decisión como esa?, la que tomó pensando durante toda la noche y madrugada.

Continuará…

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