Pepa Kostianovsky
Un capítulo estremecedor de “Aldea de penitentes” se suma a la serie de desgracias y abusos de un hombre violento y brutal. Al final, una pequeña luz para la pequeña hermana de Antonia, Catalina, llega de la mano de Berta Correa.
Antonia sabía que a partir de las cinco de la tarde, con el pelo recién lavado y la piel impregnada por el jabón “de olor”, con sus sandalias toas, sus bombachitas de nylon y alguno de los vestidos “modelo Isabel Sarli”, tenía que esperar.
Stroessner podía llegar en cualquier momento o no llegar. Era un hombre de gustos poco sofisticados, quería encontrar una hembrita bien lavada y lista para sus toscas embestidas y después mandarse a mudar. Ocasionalmente se quedaba dormido un rato y al despertar con las medias negras que nunca se sacaba, calzoncillos y zapatos se sentaba a la mesa, donde había una botella de whisky President, un vaso de vidrio barato y un plato con guiso que Antonia corría a traer de la cocina. Nada de mantel ni servilletas. Se limpiaba la boca con el dorso de la mano y encendía un Camel, mientras apuraba el último sorbo.
En la calle, los esbirros silenciosos escoltaban el Chevrolet negro.
Las visitas no respondían a agendas o a ecuaciones. Podía caer dos veces en una semana o no venir en dos. Llegaba a las cinco, como a las siete, como a las diez.
Nausa advirtió el detalle liberador: nunca aparecía en jueves, viernes o sábado. La obligación de mantener todo listo y silencioso –el televisor apagado, Antonia sola y acondicionada en la sala, Nausa y Catalina calladitas en la cocina– quedaba dispensada.
Ese jueves, la desgracia había querido que los naipes no le fueran propicios en lo de Rifafú. Stroessner salió de allí temprano e insatisfecho. No estaba de humor para ir a dormir la siesta.
Descalzas y despatarradas, las tres lloraban mirando la telenovela y tomando mate. Catalina se pintaba las uñas de los pies.
Al abrirse la puerta, solo Neusa atinó a correr hacia el fondo; las muchachas se quedaron mirando al hombre que gritaba enfurecido:
-¿Qué hacés así? Puerca. ¿Y vos? Chiquilina de mierda. Por lo visto anduviste mantado el hambre, hay no se te ven los huesos ¡Parate!
El frasco de esmalte rodó por el piso.
-Ni tetas tenés. Pero te pintás las uñas. Si tanto querés ser mujer, vas a ser.
La empujó adentro del dormitorio y cerró de un portazo.
Antonia no reaccionó, “quizás eso era lo que tenía que pasar”.
Hasta que los gritos de Catalina y el ruido de golpes y cintarazos se hicieron desgarradores. Se tiró sobre la puerta, pero Neusa ya había vuelto para sujetarla.
-Callate, porque les va a matar a las dos.
Stroessner salió prendiéndose los pantalones y limpiando con un pañuelo su mejilla, donde la marca de los dientes se perdería entre las manchas de la piel.
Catalina, cubierta de moretones, yacía con la mirada perdida. Neusa la puso bajo la ducha y dejó que el agua se llevara el olor a hombre junto con el sudor y la sangre. Luego la secócon cuidado y le untó las heridas con grasa. Envolvió sus trapitos y dijo:
-Hay que sacarle de aquí.
-¿Adónde le vamos a llevar? –preguntó Antonia.
-Berta va a saber qué hay que hacer.
-Déjenle conmigo. Ustedes váyanse, no se preocupen por ella. Cuando venga él. no le digan ni una palabra –ordenó Berta Correa.
-¿Y si pregunta? –dijo Antonia.
-No va a preguntar. No le importa. Lo único que quiere es que desaparezca. No se te ocurra hablarle de esto porque te va a pegar a vos. ¡Váyanse!
-¿Dónde la vas a llevar?
-A ningún lado. Dios la mandó aquí para que sea mi hija.