Todo puede suceder en esa “Aldea de penitentes” y, como en este capítulo, hasta las relaciones menos esperadas son posibles. Envueltas en un halo de ambición y “venganza”, esta vez la inocente viuda Raquel da una estocada final a su sociedad con Clota.
- Por Pepa Kostianovsky
A lo largo de los años de matrimonio, Clotilde Bogado de Cuenca hacía un balance positivo, por supuesto “al amparo de la Virgen Bendita y San Alberto”, quien a pesar del catastrófico enfrentamiento con su calidad de impostor seguía firme en su altar y sus oraciones, aunque un poco relegado por monseñor Escribá.
No todo habían sido mieles, en especial por algunas aristas de Elizardo, con las que había aprendido a convivir, como el verticalismo militar trasladado al ámbito hogareño y los “operativos ternura”. Al principio, las “escapadas libidinosas” fueron difíciles de tolerar, pero luego decidió considerarlas inherentes a sus galones de soldado paraguayo viril y procreador de hijos para la patria. Eso siempre que se encuadrara en el ámbito de campesinitas sumisas y discretas que se mantenían lejanas al escenario que Clotilde monopolizaba como legítima consorte.
Elizardo intentaba cuidar “las formas”. No reconocía a los cachorros extramatrimoniales, pero los dotaba de vivienda, planilla pública, provista militar y educación primaria. A los que despuntaban como más listos, les conseguía alguna changuita para que pudieran seguir estudiando o los metía en la milicia.
Fuera de ese ambiente, las anécdotas implicaban riesgos y el general no tenía nada de valiente. Pero el hombre no era de mármol y las tentaciones pululaban.
El romance con Raquel fue un capítulo inexorable y caro. Desde el momento en que Clota concretó la sociedad con la viuda y la granja aceleró su prosperidad, se estableció una relación cotidiana entre ambas familias.
Clotilde se engolosinaba con los dividendos de su altruismo y Raquel salía del pozo sin que los resentimientos disminuyeran. Lejos de quedar a merced de aquella caridad, buscó hacerse su propia capitanía seduciendo a Elizardo con su recuperada elegancia y los ronroneos que convocaban al abrazo protector.
Con prudencia y tacto, limitó los encuentros furtivos, avivando el entusiasmo del amante y cuidando de no arruinar el proyecto antes de darle sustancia y cemento jurídico.
Cuando Clota descubrió el affaire, Raquel ya había pasado dos años cambiando mimos por acciones patrimoniales y garantizando el afecto preciso para no ser devuelta al llano.
Clota tuvo que conformarse con disolver la sociedad contra recibo de un fajo de pagarés y desparramar por el fangoso mundillo a la “perra lujuriosa que mordía la mano que le diera de comer”.
Las pocas agallas de Elizardo no pudieron resistir las letanías que lo recriminaban sin tregua. Desconsolado, puso fin al romance con Raquelita, quien supo comprender el sacrificio, recibió como prenda de amor resignado y eterno un tour por Europa para ella y sus tres hijas, para olvidar y poner distancia hasta clarear el horizonte; además de un soberbio Rolex de oro y brillantes.
Cuando pasó casualmente por la joyería para averiguar el precio del obsequio, Beba no pudo resistir informarle “cándidamente” que el general había obtenido un descuento por haber comprado dos. El otro, destinado a oxigenar la atmósfera matrimonial, era un poco más modesto, detalle que disipó el malhumor de Raquel, quien con la distinción propia de su clase y abolengo se sacó el plomazo de encima.