Por Pepa Kostianovsky
El capítulo de hoy desgrana el dolor y las consecuencias de los abusos de poder y en contra de la integridad de las niñas que han sido víctimas del dictador. Un hombre del que Berta Correa afirma que “arrastra vagones de muertos” no tiene más conciencia que su propia vanidad.
-¡Añamenby! Mirá un poco lo que me hizo esta mitakuña’i desgraciada. Mi hermano me va a mandar a la puta –blasfemó ante la macabra sorpresa. Y de inmediato se lanzó sobre el teléfono sin prestarle atención a Neusa, que había quedado paralizada.
La conversación fue breve y, unos minutos después, tres uniformados llegaron en una camioneta, bajaron el cadáver de María, lo envolvieron con una sábana manchada de sangre y se lo llevaron.
-Estos ya se van a ocupar de todo –dijo Heriberta aliviada. Vamos katu nosotras.
Al no recibir respuesta, se volvió hacia su acompañante y la vio quieta, con la mirada fija en la puerta por donde habían sacado a su hija.
-Bueno, andate vos cuando se te da la gana. Suficiente problemas ya tengo yo para estar cargando contigo. Y sin perder un minuto más se “borró”.
Neusa sintió mil embates de un cuchillo tajándole el corazón.
-Me estoy muriendo. Dios se apiada de mí y me está llevando junto con mi María.
Y fue cayendo en el letargo de los sepulcros. La despertaron los tempranos sonidos del día. Al encontrarse en el mismo sitio supo que la muerte la devolvía, que allí se quedaría con su vergüenza y con sus culpas. Ella había pactado con el diablo y ese sería su infierno. Junto a ese tálamo maldito, donde los llantos suplicantes de otras Marías avivarían el fuego de su penitencia.
Stroessner ni se molestó en preguntar por qué la mujer espectral y silenciosa permanecía en la casa. Sabía quién era y daba por sentado que la desgraciada esperaba algo de él. Le parecía oportuno tener a alguien que sirviera en reemplazo de los reclutas que habitualmente se ocupaban de limpiar y poner orden.
Cuando su comadre Librada –quien vivía a unos pocos pasos– le dijo que Neusa se había quedado, Heriberta se asustó. Buscó a su hermano para decirle que la echara antes de que intentara alguna venganza. Pero a Stroessner, para quien las mujeres eran trapos de desecho, los temores fraternos le dieron risa.
Ña Heri no estaba tranquila. Todos los días llamaba a Librada, que controlaba los movimientos encantada con su nuevo rol de fisgona oficial al servicio de su amiga, con la que compartía tantos momentos gratos como las escapadas al casino, la recorrida de las siete iglesias cada Jueves Santo y los velorios de quienes se les iban quedando por el camino.
Fue Librada quien sugirió consultar con Berta Correa:
-Para no andar preocupándote de balde, che ama. Vos por querer hacerle un bien a esa infeliz y alegrarle un poco a tu hermano, lo único que ganás es dolor de cabeza. No es justo. Berta te va a ver en la carta si qué lo que quiere. Y el Presidente a ella le va a creer porque yo siempre le veo que le manda a buscar.
Berta Correa no se alteró con la llegada de la nueva cliente a quien, si bien la otra se cuidó de presentar por la prudencia que exigía su parentesco, no era preciso ser vidente para reconocerle el molde y la arcilla.
Retaconas y obesas, enfundadas en batones estampados y coronadas con absurdas pelucas de material sintético, aquellas viejas abusaban del derecho al ridículo.
Con actitud deliberadamente ceremoniosa, Berta puso la baraja sobre el paño azul y le dijo a la novata que la mezclara siete veces. Luego de cortar el mazo, fue exponiendo las cartas.
-Ustedes vienen por un hombre rubio, que tiene mucho poder y muchos enemigos.
Recorrió con parsimonia la variada fauna de alcahuetes y cortesanos que rodeaban a Stroessner hasta que se detuvo en la carta precisa.
-Hay una figura enlutada –anunció– es una mujer a la que le han causado mucho dolor. Metieron un cuchillo en su cuerpo y le cortaron el corazón y las entrañas.
-¡Qué quiere ella?
-Nada
-¿Para qué entonces se queda? Si no es para hacer un daño.
-Es una muerta –respondió Berta.
-¿Qué va a estar muerta? Anda caminando por ahí. Todo el día se le ve. Usted mismo le habrá visto.
-Puede ser: Sí. Pero es muerta. En esta carta sale bien clarito ¡Mírenle! –ordenó, enfrentándolas a una Reina de Espadas, con el rostro de Neusa y el corazón destrozado.
Las dos se santiguaron, horrorizadas. Y Heriberta volvió a preguntar.
-¿Qué pa va a hacer?
-Nada. Ya dije.
-¿Y qué se puede hacer?
-¡Qué más se le va a hacer? Si es una muerta.
-Pero, para que se vaya.
-La que está muerta, Doña, ya se fue todo.
¿Y mi hermano? –se denunció Heriberta. ¿Él pa sabe?
-Él arrastra vagones llenos de muertos. ¿Qué le puede preocupar una más?