Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas

El minuto a minuto de la guerra no afloja para informar lo de siempre. Vladimir Putin declaró la ley marcial en los territorios anexados en Ucrania y todo es tan doloroso que espanta.

Vladimir Putin declaró la ley marcial en los territorios anexados en Ucrania como consecuencia de la guerra contra ese país. “He firmado un decreto para introducir ley marcial” en Donetsk, Jerson, Lugansk y Zaporitya”, dijo el mandatario ruso. El presidente norteamericano, Joe Biden, asegura que Putin está en una “posición increíblemente difícil” en Ucrania. El Parlamento Europeo otorga al “valiente pueblo” ucraniano el Premio Sájarov.

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El minuto a minuto de la guerra no afloja para informar lo de siempre. En el norte de Europa, en el Oriente Cercano o en 53 lugares más. Casi 13 mil kilómetros separan Mar del Plata, Argentina, donde me encuentro, de Zhitómir, importante ciudad en Ucrania que cubre una superficie de 65 km2. Relevante enclave dentro del marco geográfico de lo que se conoce como el Rus de Kiev, que en el 882 fundara el vikingo Oleg de Nóvgorod, primer estado eslavo ortodoxo en el este europeo y es también capital del Óblast (territorio) del mismo nombre. Tierras lejanas, por cierto.

Abuela Emilia Brunsch, en su adolescencia, nacida en Zhitómir, en los inicios del siglo XX.

LAZOS CULTURALES

Algunos lazos culturales me unen con esa región que no consigo imaginar acabadamente. La bisabuela, Magdalena Moritz; Emilia –mi abuela paterna– y Enrique Brunsch, su hermano, nacieron, fueron niños y adolescentes allí. Quizá por esa razón, desde el pasado 24 de febrero, con frecuencia en mis sueños, que luego devienen en pesadillas horribles, veo niños y niñas huir despavoridos por las calles de un poblado que no consigo establecer cuál es. Los techos de las viviendas se ven nevados. Hay bombardeos. Despierto angustiado.

Aquel pueblo –para mí ancestral– comenzó a desarrollarse, según una fecha estimada, en torno del 884. El dato está tallado sobre una enorme piedra que permanece sobre la colina fundacional desde la Edad del Hielo. Batú Kan (circa 1205-1255) –nieto de Gengis Kan–, líder mongol de Kanato Cumano (Horda de Oro) que gobernó los territorios al oeste del Volga, la invadió y saqueó en el 1240. Desde entonces, fue blanco y objetivo de disputas. La guerra por el dominio de la península de Crimea sobre el Mar Negro, entre 1853 y 1856, que los ejércitos de Rusia y Grecia libraron contra el Imperio Otomano, Francia, el Reino Unido y el de Cerdeña afectó gravemente a la ciudad y sus gentes. Por patrias, territorios y religiones, hombres y mujeres, niños y niñas, sufrían y morían. Las aguas del Téteriv muchas veces se tiñeron de rojo.

RECUERDOS DOLOROSOS

Los recuerdos de nuestros ancestros, especialmente los de abuela Emilia y tío Enrique, siempre daban cuenta de violencias, pobrezas, hambrunas, bombardeos y fugas. Antes de que llegaran los bolcheviques, los Brunsch-Moritz migraron en busca de paz y bien común. Con el tiempo, Argentina fue destino y refugio de algunos y algunas de aquellas parientes, en tanto que otros y otras se mudaron hasta Berlín que, después de la Segunda Guerra Mundial, fue ocupada y dividida. Parte de la familia, sin embargo, permaneció. Los mantuvieron unidos los afectos, los recuerdos, los espantos compartidos en el pasado, pero también los terrores de aquel presente que

–cuando promediaba la década del 40, en el siglo pasado– hizo del siempre entrañable y recordado pueblo natal un escenario de brutales combates cuando Iosif Stalin lanzó la llamada Ofensiva del Dniéper-Cárpatos, que se extendió entre el 24 de diciembre del 1943 y el 17 de abril de 1944. El Téteriv volvió a colorearse de rojo sangre. La guerra. Siempre la guerra.

Alguna vez, tío Enrique, sentado en una vieja silla del siglo XIX que ofrecía en un comercio de compraventa que montó en el barrio de Belgrano, mi pueblo natal, cuando finalizaba un viernes, me contó que su pueblo llevaba el nombre de su fundador, “Zhitómir, príncipe de una tribu eslava de Drevlianos”. Se recostó sobre el respaldo. Permaneció en silencio. Sobre sus ojos celestes se extendió un manto vidrioso. “¿Lloras, tío..?”, pregunté. No, respondió. Con emocionada sencillez, mirándome fijamente, dijo que “mama Majdalena (sic), tu prábabusya (bisabuela), decían que “los drevlianos –eslavos orientales– vivían en las tierras donde estaba nuestro pueblo mucho antes que nosotros entre los siglos VI y X. Ocupaban países que ya no existen como Poliesiya (Polesia) entre los ríos Sluch, Dnieper, Pripiat y Dniester, donde pescábamos cuando éramos niños”.

Hizo un pequeño silencio que, como a su palabra, no me animé a interrumpir. “Prábabusya Majdalena decía que su abuela le contó que aquel príncipe eslavo era muy fuerte y, por eso, su nombre quiere decir deerebuena (madera)”. Nunca más escuché que, en familia, se hablara de aquel pasado tan lejano que incomprensibles violencias que hasta hoy siempre vuelven y destruyen una y otra vez. Debieron pasar no menos de tres décadas desde aquel relato ancestral para que entendiera que tío Enrique procuraba reconstruir su identidad que venía desde muy lejos.

Ulyses Petit de Murat, periodista, escritor, dramaturgo, poeta: “Pensar (la historia), intentar saber o imaginar cómo eran aquellos tiempos, aquellas sociedades, puede ser algo muy parecido a un tránsito poético”.

UN TRÁNSITO POÉTICO

Con aquellas historias testimoniales y viejas fotografías, seguramente, comencé a vincularme con ese pasado familiar, a imaginarlo y pensarlo. Es un constante ir en procura de lo que fui desde que fui para intentar entender por qué soy como soy y lo que soy. Identidad, además, para saber quién soy y desde dónde vengo. También de eso se trata transitar la vida. “Pensar en torno de 2.000 o 3.000 años antes de nuestra era, intentar saber o imaginar cómo eran aquellos tiempos, aquellas sociedades, puede ser algo muy parecido a un tránsito poético”, recuerdo que dijo una tarde de tertulia en el viejo Café Tortoni de Buenos Aires aquel enorme maestro que fue Ulyses Petit de Murat (1907-1983), prestigioso colega periodista, escritor, dramaturgo y poeta que frecuenté medio siglo atrás.

Desde entonces me pregunto si, realmente, será así. ¿Cómo saberlo? Me seduce, de todas formas, pensar y hablar sobre hechos, cosas y personas que, desde 5.000 años nadie ha visto. ¿O sí? Alguna vez o quizás varias, historiadores e historiadoras, profesionales o no, pero reconocidos –a quienes prefiero no mencionar para no poner a nadie en compromiso alguno– me explicaron que “el relato histórico es el intento de construir una representación del pasado”. Luego pienso: ¿Pasado, aproximación “A” o creación representativa.

Jorge Drexler, cantautor: “La guerra es muy mala escuela, no importa el disfraz que viste, perdonen que no me aliste; bajo ninguna bandera...”. (Milonga del moro judío, 2004 ).

PASADO Y FUTURO INCIERTOS

Desde que recibí aquellas reflexiones (no me animo a llamarlas definiciones porque fueron dichas en circunstancias coloquiales), siento que el pasado –desde esa perspectiva– podría resultar tan incierto como el futuro al que también se intenta desentrañar. ¿Tiene sentido la certeza? No arriesgo respuesta, aunque sí emerge un nuevo interrogante: ¿qué sentido tiene saber del sentido de la vida pasada, la presente o la futura? Entrecierro los ojos. “La vida tiene un sentido si uno quiere dárselo”, me dice con el hornillo de su pipa en su mano derecha Sartre (Jean Paul 1905-1980). Pessoa (Fernando 1888-1935), a quien me parece escuchar y verlo con total claridad, lo interrumpe abruptamente para afirmar que “el sentido oculto de la vida es que la vida no tiene ningún sentido oculto”.

No consigo saber dónde me encuentro. Es como un enorme salón señorial amueblado con cómodos sillones estilo Chesterfield color marrón oscuro. El clima es distendido hasta que se abre irrespetuosamente una puerta y, a través de ella, al triálogo se incorpora Henry Miller (1891-1980), quien seguramente está de regreso desde el “Trópico de Cáncer” (1934) o desde el “Trópico de Capricornio” (1938). Mira atentamente a todos. Habla con cierto tono de soberbia e ironía. Lo escucho atentamente. Parece coincidir con el portugués, pero también con el francés. “Hay que darle un sentido a la vida por el hecho mismo de que la vida carece de sentido”, espetó.

Creo recordar –pese a la ensoñación que relato– que sonreí discretamente para no ofender a ninguno de aquellos pensadores. “No podía esperar nada diferente de Henry”, pensé. “What is Henry Miller doing here? I kept repeating to myself. Henry Miller... Henry Miller (¿Qué está haciendo Henry Miller aquí? Seguí repitiéndome para mí. Henry Miller... Henry Miller)”, recordé haber leído que dijo muchos años atrás, en “Plexus. Plexus” (1953), otra de sus obras, a la que también se la conoce como “La crucifixión rosa”, autobiográfica de sus primeros años de convivencia con Mona, como se la apodaba a la actriz June Miller, quien fuera segunda esposa de aquel novelista delicioso. Como misterioso acto de subrepción, el ciclo circadiano me regresó a la vigilia. El cansancio, al parecer, no lo es tanto. De guerras, violencias, certezas, incertidumbres y poesías va esta noche de viernes relajado en la vieja mecedora, cuando el sábado, indetenible, después de una jornada con tendencia a la calidez para comenzar a olvidar al invierno que, parafraseando a Sabina, habrá de regresar cuando el verano y el otoño decidan poner fin a su inevitable pasaje. Me entregué a la escucha de un contenido TED que me compartió el amigo Paulo Falcón.

Emilia y Enrique Brunsch, nacidos en Zhitómir, algunos años más tarde de llegar a la Argentina.

HISTORIA DE UNA CANCIÓN

Desde un escenario en Vancouver BC, en abril del 2017, la voz inconfundible del vecino cantautor rioplatense Jorge Drexler promete con sencillez “contar la historia de una canción”. Así las cosas, recuerda y comparte que “en Madrid, una noche del año 2002 estaba con mi maestro y amigo Joaquín Sabina (cuando de pronto) dijo que tenía algo para darme…”. Ante semejante anuncio, sin animarme siquiera al eventual sonido de mi propio respirar, en profundo silencio, lo escuché. Dijo que dijo Sabina: “Jorge, tengo unos versos con los que tú tienes que escribir una canción. Anota”. Drexler obedeció y atesoró. Cuando el rioplatense dejó atrás la capital española tal vez en el mismísimo estuche de su guitarra llevó consigo –escrito sobre “un viejo posavasos circular de un bar” madrileño– cuatro versos tan sencillos como complejos: “Yo soy un moro judío / que vive con los cristianos, / no sé qué dios es el mío, / ni cuáles son mis hermanos”.

Supo después que se trataba de un fragmento de la obra del cantautor español José Antonio “Chicho” Sánchez Ferlosio (1940-2003). Desde aquella noche, esa décima de Chicho que le regaló Sabina, esas 22 palabras, habitaron en su interior con forma de mandato y fluir interrupto de poeta en deuda con otro poeta. Se inició el tiempo creativo. Atrás –pero muy cerca– además de aquella noche en Madrid, estaba Montevideo, desde donde había partido para vivir – residir, más exactamente– en España. El relato de Jorge me atrapó. Luego de explicar didácticamente que los versos de Chicho que le regaló Joaquín y con los que él trabajaba para crear una canción son una décima, desde la métrica poética. Precisó que esa forma de hacer poesía la inventó Vicente Espinel – sacerdote, escritor y músico– que, en esta última condición, agregó a la guitarra española una sexta cuerda a la que se conoce como “la bordona”. Era el 1591.

Más adelante explica que el ritmo para las décimas para la música que en él estaba en gestación “es lo que los músicos llamamos 3 – 3 – 2″ y, a partir de “aquel patrón rítmico característico (sostiene) que viene desde África (y que) ya en el siglo IX se lo encuentra en los burdeles de Persia. En el XIII, en España, desde donde cinco siglos después cruza a América con los esclavos africanos mientras que, en los Balcanes, se junta con una escala gitana”. Sin pausa, sin dejarme respirar, vincula el 3 – 3 – 2 con Astor Piazzolla, que “transforma el tango en la segunda mitad del siglo XX con su…” Canturrea “Adiós Nonino”. Un aplauso ensordecedor estremeció el teatro vancuverita.

“Las décimas, la milonga, las canciones, las personas, cuanto más uno se acerca a ellas (descubre que) más compleja es su identidad, (porque percibe que está) más llena de matices, de detalles”, añade Jorge Drexler, quien confiesa que, desde ese aprendizaje, entendió “que la identidad es infinitamente densa”. Rica, como la diversidad y, con esa enseñanza, construyó (compuso) la “Milonga del moro judío”, que –en alguna de sus décimas– dice así: “Yo soy un moro judío / que vive con los cristianos, / no sé qué dios es el mío, / ni cuáles son mis hermanos / No hay muerto que no me duela, / no hay un bando ganador, / no hay nada más que dolor / y otra vida que se vuela. / La guerra es muy mala escuela, / no importa el disfraz que viste, / perdonen que no me aliste, / bajo ninguna bandera, / vale más cualquier quimera, / que un trozo de tela triste” (…) Y a nadie le di permiso / Para matar en mi nombre, / Un hombre no es más que un hombre / Y si hay dios, así lo quiso. / El mismo suelo que piso / Seguirá, yo me habré ido; / Rumbo también del olvido / No hay doctrina que no vaya, / Y no hay pueblo que no se haya / Creído el pueblo elegido”.

Claramente, como desde siempre, en todas partes, es el momento de la paz. ¿Qué es lo que no se entiende?

Chicho Sánchez Ferlosio, cantautor: “Yo soy un moro judío, que vive con los cristianos, no sé qué dios es el mío, ni cuáles son mis hermanos”.
Vicente Espinel, escritor, músico y cura. Inventor de las décimas en 1591 y quien agregó una cuerda (la bordona) a la guitarra española.

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