Cuando Rusia invadió Ucrania, en ese país se potenció una guerra que, iniciada en el 2014, no termina. Las muertes crecen. Las ciudades se destruyen. Las angustias alcanzan niveles inimaginables. Los mercados internacionales de alimentos y energía se tensionan. Pobreza e indigencia, asociadas indisolublemente, avanzan.
- Por Ricardo Rivas
- Periodista
- Twitter: @RtrivasRivas
Desde el 24 de febrero del 2022, cuando Rusia invadió Ucrania, en ese país se potenció una guerra que, iniciada en el 2014, no termina. Las operaciones a través de la prensa de las partes involucradas –que no son solo los países mencionados– dan cuenta de que las muertes crecen. Las ciudades se destruyen. Las angustias alcanzan niveles inimaginables. Los mercados internacionales de alimentos y energía se tensionan. El aumento de los precios en esos dos sectores hace que la inflación crezca en la aldea global, que todavía no se repone de la pandemia de Sars-Cov-2. Pobreza e indigencia, asociadas indisolublemente, avanzan. No hay día en que las tapas de los diarios, los noticieros en la tele, los portales digitales de información no den cuenta de las tragedias que genera el conflicto. Se pronostican hambrunas.
Como medio siglo atrás, la amenaza nuclear vuelve una y otra vez. Las grandes potencias proveen de armas a las partes para que dejen de batallar y hagan la paz. Casi un oxímoron. Sin embargo, es preciso señalar que no es el único punto caliente del planeta. Según coincidentes reportes de organismos especializados, son 57 las “guerras activas” hasta el pasado 4 de octubre. Algunas son de larga data. La mismísima situación bélica actual en Ucrania coincidentes analistas sostienen que es una continuación de la que – como ya se dijo– en el 2014 se inició en el Dombás.
Donde se observe, las violencias crecen. Sin embargo, cuando se informa, caprichosamente, se menciona solo “la guerra”, en singular. Birmania, Kachin, el conflicto de los rohinyás, las tensiones en el Magreb, la guerra civil en Yemen, los enfrentamientos en Somalia, en Mali, en Etiopía, Sudán, Nigeria, Kivu, Darfur, por apenas mencionar algunas de ellas, aunque sin olvidar ningún escenario, aunque poco se sepa, también producen muertes, desplazamientos, pobrezas, exilios, tristezas.
Como canta León, “es un monstruo grande y pisa fuerte / toda la pobre inocencia de la gente”. ¿Es natural matar, es humano? Quiero pensar que no lo es. De hecho y, quizás desde siempre, la guerra como práctica se enseña. No fueron pocos los que profundizaron en el estudio del arte de matar y sistematizaron los conocimientos adquiridos para que fueran muchas y muchos los poseedores de esas habilidades criminales para hacer realidad aquello que Carl Philipp Gottlieb von Clausewitz (1780-1831) define en su tratado “De la guerra” como “la continuación de la política por otros medios”.
Un tipo interesante el prusiano Von Clausewitz que, en 1810, como tutor militar del príncipe Federico Guillermo quien, luego, con ese mismo nombre sería el IV rey de Prusia así llamado, escribió un ensayo al que tituló “Los más importantes principios del Arte de la Guerra para completar mi curso de instrucción para su Alteza Real el príncipe de la corona”, popularmente conocido como “Principios de la guerra”, texto al que se suele aludir como trabajo académico previo a “De la guerra”, ya mencionado. Claramente, enseñar y preparar para la guerra también puede ser una forma de vida.
De hecho, Immanuel Kant afirma que “la paz no es un estado natural en el que los hombres viven unidos”. Sostiene que “el estado natural es más bien el de la guerra, uno en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, existe un riesgo constante de que estallen” y, con esa fundamentación, asevera que “no alcanza con evitar el inicio de las hostilidades para asegurar la paz” que, en su opinión, “es algo que debe ser implantado”.
En eso pienso en esta noche de viernes que, lejos de la idea de lo primaveral, aún se presenta fría –muy fría– y desapacible. La vieja mecedora frente a los leños crepitantes es un excelente refugio para la reflexión. El copón, cargado con un Domingo Vicente Catena Cabernet Malbec del 2019 – apreciado regalo del querido amigo Juan José Escujuri Tellechea–, aporta relevancia litúrgica a la celebración por la llegada de un nuevo sábado, aunque el pensamiento se haya detenido en las violencias que devienen de la guerra como práctica sociopolítica ancestral. ¿Ancestral? Sí. De hecho, entre el 544 y el 496 antes de nuestra era, en el estado de Qi, China, vivió Sun Wu, al que también se lo conocía por entonces como Chang Qing y, hasta nuestros días, como Sun Tzu, ya que se le concedió el título honorífico de maestro por las enseñanzas que, como general y estratega, plasmó en la más reconocida de sus obras, “El arte de la guerra”. No es un cuento chino, no. “La milicia es un Tao de engaños, de modo que cuando seas capaz, muestra incapacidad. Cuando seas activo, muestra inactividad. Cuando estés cerca, haz creer que estás lejos. Cuando estés lejos, haz creer que estás cerca. De modo que cuando el enemigo busque ventajas, los atraerás. Cuando se halle confundido, lo conquistarás. Cuando tenga consistencia, prepárate a enfrentarte a él. Cuando sea fuerte, evítalo. Cuando esté airado, acósalo. Atácale cuando no esté preparado. Surge allí donde no te espere”, prescribe aquel maestro de la guerra que, además, enseña a engañar.
“Es un monstruo grande y pisa fuerte / toda la pobre inocencia de la gente”, advierte León. Tal vez, el primero en escuchar al maestro Sun haya sido al rey Helü de Wu, quien reinó los últimos 20 años de su vida, entre el 476 y el 496 ante de nuestra era, durante el que se conoce como “período de los reinos combatientes”, en la vieja China. Pero aquel tratado con el que Sun Tzu enseñó a batallar, a espiar, a engañar, a someter y a matar, no solo fue best seller en el Imperio del Centro, donde no todos ni todas pensaban como él.
Confucio (551-79 dNE) –Kung Fu-Tse, su verdadero nombre–, compatriota y contemporáneo del anterior, iba por otro camino. “Si no estamos en paz con nosotros mismos, no podemos guiar a otros en la búsqueda de la paz”. ¿Se habrán conocido? ¿Cómo saberlo? Abogaba por una “sociedad armoniosa”. La guerra que lo rodeaba lo horrorizaba. De allí que exhortaba al “autodesarrollo” de las personas. Apostaba por la educación y trajinaba las zonas rurales chinas para educar al campesinado. Visitar templos de Confucio en China –como lo hice en varias ocasiones– es una experiencia irremplazable si se procura la paz y comprender de qué se trata.
No obstante, en el siglo XX –tal vez el más cruel de la historia reciente con bastante más de 85 millones de muertes solo en el transcurso de la Primera y Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea y la de Vietnam– la obra de Sun Tzu es uno de los libros más vendidos de la industria editorial mundial, ya que sus recomendaciones se aplican, aún hoy, además de para optimizar la guerra, en las prácticas profesionales en el mundo de los negocios, en el diseño de las estrategias deportivas y políticas.
En las técnicas de mercadeo es común plantear que, con determinados productos, se debe “atacar el mercado”, por buscar un ejemplo. ¿El mercado como campo de batalla es acaso la continuidad del marketing por otros medios? Es posible que alguien responda que sí. Me pregunto y repregunto: ¿Se puede pensar y hablar de guerra sin pensar y hablar de paz? ¿De qué hablamos cuando hablamos de paz? Es relevante preguntárnoslo y reflexionar sobre esas tres letras que, unidas, producen un sentido que, a la vez, pareciera deseo común o valor a alcanzar. ¿Pareciera? Sí, desde siempre.
“Si vis pacem, para bellum” (Si quieres la paz, prepara la guerra), escribió alguna vez Flavio Vegecio Renato, un escritor romano del que muy poco se conoce, en el siglo IV, en uno de sus textos al que tituló “Epitoma rei militaris”, según algunos académicos y académicas, mientras que otras y otros aseguran que aquel trabajo se llama “De re militari”. Y es en ese trabajo donde el autor consigna aquella máxima, aunque, como suele suceder, no son pocos ni pocas –con pretensiones de puristas en el latín– quienes aseguran que “igitur qui desiderat pacem, praeparet bellum” (Si realmente deseas la paz, prepárate para la guerra”), fue su verdadera recomendación y precisan que es parte del prefacio en el libro 3 sobre un total de 4.
En el siglo XV, en Utrecht (Roterdam), Países Bajos, esa obra fue impresa por primera vez. Era el año 1473. Johannes Gütenberg en el 1440, en la atrapante ciudad medieval alemana de Maguncia, a orillas del Rin, 33 años antes, inventó la imprenta. Alguna vez, cuando recién comenzaba la última década de la centuria y del milenio pasados, junto con mi amigo-hermano y colega periodista Óscar Flores, caminamos por sus calles. ¡Inolvidable experiencia! Poco menos de 400 km hay entre las dos ciudades. Aquella obra con la que Vegecio enseñó a hacer la guerra en la vieja Roma imperial mantuvo su vigencia como texto de estudio militar hasta el siglo XVI. Pero, hasta entonces, miles de guerreros aprendieron a matar con él y memorizaron cada una de sus palabras, consejos y recomendaciones.
“La victoria en la guerra no depende completamente del número o del simple valor; solo la destreza y la disciplina la asegurarán. Hallaremos que los romanos debieron la conquista del mundo a ninguna otra causa que el continuo entrenamiento militar, la exacta observancia de la disciplina en sus campamentos y el perseverante cultivo de las otras artes de la guerra”, les inculcó Vegecio en el capítulo 1 del primero de los tomos de su creación. Y, aunque el libro perdió vigencia académica, aquel apotegma, “Si realmente deseas la paz, prepárate para la guerra”, se mantiene hasta nuestros días. Notable, por cierto. Pero ¿puede la guerra preparar para la paz? “Construir la paz en la mente de los hombres y de las mujeres”, sostiene –como lema– Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) y, desde esa perspectiva, desde el 16 de noviembre de 1945 esa agencia multilateral trabaja en el desarrollo y aplicación de programas de cooperación global y políticas públicas para alcanzar la paz. ¿Y qué es la paz? Hay quienes la definen como “un estado de bienestar, tranquilidad, estabilidad y seguridad opuesto a la guerra”.
Eleanor Roosevelt afirmaba que “no basta con hablar de paz. Uno debe creer en ella y trabajar para conseguirla”. Claramente, la define como un principio activo. Y así debe ser. Teresa de Calcuta sostiene que “la paz y la guerra empiezan en el hogar” y, en ese contexto, propone que “si de verdad queremos que haya paz en el mundo, empecemos por amarnos unos a otros en el seno de nuestras propias familias”. Nelson Mandela plantea que “la paz no es simplemente la ausencia del conflicto”, sino que “es la creación de un entorno en el que todos podemos prosperar”. Martin Luther King precisaba que “paz no es solo una meta distante que buscamos, sino un medio por el cual llegamos a esa meta”.
Después de mucho andar, mi convicción es que la paz solo es posible como cultura. Imaginar que el fin de una guerra o la firma de un acuerdo de paz es alcanzar la paz carece de sentido. A quienes quieran oírlo, enfáticamente reitero que no lo es. Explorador de la vida, como me siento, prefiero y propongo asumir, como Mahatma Gandhi, que “no hay camino hacia la paz, (porque) la paz es el camino”.