El capítulo de hoy de “Aldea de penitentes” es un respiro en el drama. Un momento que refleja el resultado de la bonanza económica de quienes tenían acceso a los negocios derivados de la cercanía con el dictador y su entorno.
- Pepa Kostianovsky
La Granja San Alberto alcanzó una prosperidad que Raquel y su oportuna socia capitalista no habían imaginado. La influyente situación de Clota, cuyo marido había ascendido por ese entonces a general, sumada a la sagacidad de la viuda, a quien los golpes de la vida dejaron sin pudores, eran complementos perfectos. Acapararon mercados, desde el Hospital de Previsión Social a la Intendencia del Ejército y, por supuesto, fueron privilegiadas a la hora de los cobros. Los cheques oficiales pagaban puntualmente huevos y pollos.
Al poco tiempo, la “granja” se constituyó en “proveedora” de hortalizas, leche, frutas, aceite, dentífrico, sábanas, cubiertas para camiones, medicamentos, materiales de escritorio, bacinillas, cacerolas de aluminio, banderas patrias y retratos de Stroessner con marco dorado opaco o brillante, a gusto del cliente.
La bonanza económica permitió que Raquel simulara archivar viejos rencores para entablar una “amistad fraterna”, al mismo tiempo que se pertrechaba con las armas que le permitirían en su momento librarse de tan fastidiosa protectora.
Clota tuvo el honor de ser madrina de confirmación de las tres huerfanitas, quienes volvieron a frecuentar “el club” estrenando raquetas.
La casa de Areguá había recuperado esplendores a pesar del olor a caca y plumas que llegaba desde el cercano y modernizado gallinero. Aquellos solariegos corredores y la sala vestida con las sillas “de Viena” restauradas, las lámparas de bronce reluciente, la mantelería de hilo rescatada de los baúles, blanqueada a fuerza de lavandina y “azul” y cuidadosamente planchada con almidón, los búcaros repletos de jazmines y flores de mango, las baldosas enceradas y los picaportes afanosamente pulidos, no mostraban rastro de las carencias y duelos de los que habían sido escenarios.
Los fines de semana, Raquel disfrutaba su rol de anfitriona exquisita, reuniendo amigos y recuperando en su propia y copetuda parentela el espacio del cual “las vacas flacas” la habían exiliado. Clota y Elizardo eran números puestos, que traían además de la carne para las parrillas, el “Gómez Cruzado” necesario para regar los festines.
Clota, para quien “pasar cuentas” era irresistible, no perdía oportunidad de reiterar que aquel “renacimiento” era producto de su bondadosa iniciativa.
-No dejo de darle gracias a San Alberto por haberme iluminado en ese momento. Le recé con tanta devoción para que me permitiera ayudarle a Raquelita, que me guió para protegerla a ella y a las nenas del desamparo. Busqué mucho ya su catecismo y su imagen por Buenos Aires, por España ¡Mirá que he recorrido cuanta santería he visto! Pero no lo consigo. Demasiado quiero hacerle un santuario aquí en la entrada.
La educada concurrencia soportaba con estoicismo su recurrente discurso hasta la prolongada sobremesa en la cual Juanjosé Guanes no resistió las ganas de contarles la verdad tan tremenda como poco conocida.
-Mi querida señora, permítame sugerirle que no siga gastando su tiempo y su empeño en conseguir tal imagen. No la va a encontrar jamás porque el San Alberto que usted busca ni es santo, ni ha sido siquiera considerado para beato.
El silencio se hizo dueño de la tertulia. Todos volvieron la vista hacia el muchacho irreverente que había osado contrariar así a “tan piadosa dama”. Hasta que la misma Clota, santiguándose y sin disimular enojo, exclamó.
-No puedo creer que Dios me haga escuchar semejante herejía.
-Aunque no quiera usted admitirlo, ni San Alberto fue un santo, ni su catecismo es tal. Se trata de un deleznable código de sumisión al tirano, escrito por el fraile José Antonio de San Alberto, quien lo publicó a finales del siglo XVIII como “Catecismo real” para inculcar a los niños que “el Rey no está sujeto al pueblo y solo reconoce a Dios como Superior”. Vaya uno a saber de dónde lo rescató, setenta años después, López y lo hizo reimprimir, con el agregado de asimilar la figura del gobernante a la del Rey y ordenó que se utilizara como texto en todas las escuelas de la República. Con mucho gusto puedo facilitarle el documento completo, lo tengo en la biblioteca de mi padre. Podrá comprobar lo nefasto de su contenido.
La erudición de Guanes dejó sin argumentos a la pobre Clota, que humillada advertía la actitud burlona de los demás comensales. Y solo atinó a responder:
-Voy a rezar por vos, mi hijo. Para que el diablo no se siga valiendo de tu lengua y de tu garganta.
Raquel, mal fingiendo contrariedad, acompañó a la pareja hasta el coche. Despidió a Clota, que instalada en el asiento de la derecha no disimulaba su disgusto. Al levantar la cabeza, respondió al guiño cómplice de Elizardo con un silencioso beso lanzado al aire. Cuando volvió a la sala, el resto de los invitados rodeaba a Juanjosé, reclamando más información sobre el falso santo y el catecismo impostor.
Con el auto ya en marcha, el General recriminó a su mujer, que lloraba de rabia.
-¿Cuándo vas a aprender a callarte? ¿Qué necesidad tenés de andar contando siempre la misma historia de tu generosidad y tu famoso San Alberto? ¡San Avivado’i lo que había sido!
-Ah, no. De eso no me acuses a mí. Vos sos el que siempre le sacaste a relucir a San Alberto y su catecismo; que la obediencia, que la autoridad y que patatín y que patatán.
-¿Y yo qué sé de santos y de catecismos? Jamás anduve por la iglesia. Yo repito lo que se dice en el cuartel. Pero vos, que estás todo el día atrás de los curas, podrías haber averiguado. ¡Ja! Seguro que habrás gastado una fortuna poniéndole velas.
-No te burles. Suficiente ya con el Juanjosito ese que me dejó como una idiota delante de todos. Y encima esa estúpida de Raquel, “Juanjo de aquí, Juanjo de allá” .Que el cognac que trajo “Juanjosé”; que “Juaaaan ¿qué te parece mi receta de pato?”. Hmmm, que Dios me perdone, pero para mí que anda en algo con ese mocoso.
El comentario mosqueó a Elizardo:
-Vos estás loca. ¿Qué va a hacer ella con ese pendejo sabihondo? “La biblioteca de mi padre”. ¡Maricón!