Secuestraron al hijo de 10 años de un empresario tabacalero en el 2004. Una banda de inexpertos criminales puso en marcha un plan parido desde el fracaso y la familia de la víctima no se imaginaría jamás quién encabezaba la perversa operación.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Cloroformo: Líquido incoloro, de olor fuerte y caracterís­tico, que se usaba antigua­mente como anestésico por inhalación. Rodaba deteni­damente con el dedo índice la ruedilla del ratón de su computadora. Una página de internet daba la descripción técnica de la sustancia que lo mató. El brillo de la pantalla iluminaba sus pupilas, pero su mente aún permanecía a oscuras por la confusión.

Luego buscó en el expediente del caso. Unas líneas decían: 68 unidades de medida, litro-sangre. La cantidad de la sustancia que llevaba el niño en la sangre. Entre 30 y 50 litros de unidad de medida ya se considera de alto riesgo en adultos, menciona otra estrofa. Leía detenidamente el informe del forense.

El investigador observaba con detenimiento cada párrafo, buscaba una explica­ción a la muerte del pequeño. Para él, la conclusión de aquel homicidio podría arrimarse a una ambición desmedida que no encontró final en lo moral.

En lo técnico, miró su lista de evidencias probatorias y se sentía listo, solo faltaba firmar la acusación sobre los responsables.

Una lámpara encendida sobre su hombro alumbraba fijamente su puño y con exce­sivo calor lo obligaba a mover la mano derecha sobre el cúmulo de papeles para, de una vez, dibujar su rúbrica en los documentos.

La suerte de aquella improvi­sada banda de secuestrado­res estaba echada. Debían ser juzgados por el crimen que cometieron.

LA CALLE MONTEVIDEO

Amín Riquelme salió como disparado en dirección a la puerta, llevaba prisa. En pocos minutos, el timbre –del colegio Cristo Rey– daría la orden para comen­zar las primeras clases de la semana. Pero su arremetida sería interrumpida por una melodiosa pero enfadada voz: Eh, eh, eh, ¡¿y mi beso?! –preguntó imperativamente Yamili –la madre de Amín– a su inquieto hijo.

No solo las clases apura­ban a ese chico de 10 años. Era lunes, día de práctica de baloncesto, y estaba ansioso de comenzar la jornada. Amaba el deporte, se des­tacaba en la selección de su colegio y, en paralelo, prac­ticaba para ser cada vez más bueno. Tomó su mochila.

Yamili lo miraba fijamente mientras terminaba de alistarse. Le inquietaba el comportamiento de Amín en los últimos días. El fin de semana durmió en la cama matrimonial, en medio de papá y mamá. Su recuerdo remoto de esa misma escena la remonta a su hijo de pequeño, cuando aún no dejaba los paña­les. Ese análisis también la llevó a un comentario de la niñera. Comentó que Amín andaba con miedo, pero que no podía explicar por qué. Yamili se angustiaba aún más. Sabía que su hijo tenía un presentimiento y ello lo dejaba inseguro.

¡Chau, mami! Esa vocecita interrumpió su imagina­ción mortificante. La puerta se cerró detrás de él, sería la última vez.

18:00. El timbre de salida del colegio Cristo Rey al fin repicó. A las corridas fue hasta una salida lateral. Le dio la espalda al portón de metal sobre la calle Mon­tevideo, aquel gigante de acero siempre rechinaba al cerrarse. A cualquiera eso le molestaría, a él no.

A sus diez años no había mucho que lo irrite, salvo la cena si no estaba lista al vol­ver de cada práctica de balon­cesto en el Club Colón.

En la mochila cargaba su ropa de muda y en la cabeza cómo debía moverse en la cancha para lograr anotar más canas­tas que cualquiera. Cada paso que daba era una jugada más que retrataba en su memo­ria. Iba en dirección a la ave­nida Ygatimí, en el centro de la capital. Al llegar ahí, toma­ría la calle Colón para luego llegar al club, esa rutina ya la conocía.

Pero algo interrumpió la pro­fundidad de su imaginación. Alguien lo tomó por detrás y lo atenazó con sus brazos, sin que pudiera zafar, aunque lo intentaba sacudiéndose por instinto, Amín aún no lograba decidir en esa fracción de segundos si era una broma de algún compañero del colegio o algo más. Apenas lograba martillar la vereda con los pies, pero de nada le servía. Lo que lo sostenía elevaba su cuerpo al aire.

Ese desconocido tenía más fuerza, pensó. Intentaba gri­tar, pero una mano le cubría la boca y, aunque lograba emitir un opaco sonido, solo se con­vertía en un ruido sordo. Las vibraciones de sus cuerdas vocales no lograban dispa­rarse con la intensidad nece­saria para que alguien lo ayude y el incesante tráfico de automóviles mitigaba aún más lo que representaba su última defensa.

Finalmente, ese hombre dejó verse cuando lo obligó a subir a un automóvil. Lo puso entre la abertura del auto y su mano –abierta– la sostenía contra el delgado pecho de Amín. Era alto, la piel morena y tenía una mirada profunda. Le dijo que se quedara y si no se movía, no le ocurriría nada. Otro hom­bre lo acompañaba, ya casi no alcanzó a verlo, solo sin­tió su voz.

Amín estaba aterrado, no entendía lo que ocurría. Segundos después sintió una tela que cubrió parte de su nariz y la boca. Un fuerte olor lo asfixiaba y lenta­mente sintió desvanecerse. El secuestrador lo durmió con cloroformo.

Vamos al trasbordo –ahí nos esperan– dijo él tras recibir la confirmación de que el obje­tivo estaba inconsciente en el asiento trasero.

Pusieron en marcha el auto­móvil y lo condujeron hasta la calle 1811, en el barrio Dos Bocas. Ahí subieron a otro, un Volkswagen Gol de color rojo. Otro integrante de la banda aguardaba al volante. ¡Vamos a la casa! Otra vez se escuchó la misma voz de mando. Esta vez saldrían de la capital, ale­jándose lo necesario para no ser descubiertos.

UNA CASA EN YPANÉ

Tras varios minutos de con­ducir y atravesar semáfo­ros, llegaron a la casa en la ciudad de Ypané, a unos 27 kilómetros al suroeste de la capital. La vivienda estaba en un camino vecinal de terra­plenado, algo alejada de la urbe. El lugar estaba prepa­rado para tener al niño en cautiverio.

Aparcaron el auto en la parte de atrás del escondite, mien­tras la oscuridad iba apode­rándose de todo el cielo. En un vecindario como este, la poca luz se complotaba para no delatarlos.

Entre los tres lo cargaron, lo tomaron de las piernas y los brazos para llevarlo del auto a una habitación. A par­tir de ahí, un hombre y una mujer –dos integrantes más del grupo– se encargarían del cuidado, de acuerdo a lo pactado.

La pareja lo acostó en una cama. Amín aún seguía bajo los efectos del cloroformo. El plan estaba en marcha, todo lo que sabían lo apren­dieron al ver una película de ficción.

En la casa, una mujer y un hombre se encargarían del niño. La negociación esta­ría a cargo del camillero y Tío Pote, así los conocían. El resto se encargaría de continuar normal sus vidas para no despertar sospe­chas. Era una banda com­puesta por diez personas. En su mayoría, agentes de tránsito de la Municipali­dad de Asunción.

El secuestro estaba en curso. Ahora todo era cuestión de jugar con la angustia de sus padres…

EL CAMILLERO Y EL TÍO POTE

Ambos se conocían por la proximidad de sus pues­tos de trabajo. El camillero prestaba sus servicios en el Hospital de Trauma, en aquel entonces Emergencias Médi­cas, y Tío Pote era un agente con mucha experiencia en la Policía Municipal de Trán­sito. Un mes antes de ejecutar el secuestro, la propuesta sur­gió bajo el viaducto de la ave­nida Eusebio Ayala y General Santos de la capital.

El camillero fue hasta ese destacamento de los poli­cías y se encontró con Tío Pote, conversaron y la pro­puesta salió a la luz. El nego­cio le interesó y aquel zorro gris se sintió con la capaci­dad de reunir a un grupo de sus comandados para llevar a cabo el plagio.

El cerebro de aquella ope­ración era Luis Fernández Giménez, el camillero y tío político de Amín Riquelme. Todo lo que sabía de la víc­tima era gracias a su esposa –y también integrante de la banda– Mirian Riquelme Ramírez, hermana adoptiva del papá del pequeño.

Óscar Báez Benítez –cono­cido como Tío Pote– veía una prometedora forma de conse­guir dinero rápido y en una gran cantidad.

El tío de Amín le dio coorde­nadas exactas de los lugares que frecuentaba el chico, su rutina de horarios del colegio, las prácticas de baloncesto y los caminos alternativos que tomaba para llegar a su casa en el barrio Sajonia de Asunción. Todo estaba tra­zado para que el golpe sea un éxito. Por sobre todo, lo que más retumbaba en su mente era la tentadora oferta de sacarle dinero al empresario tabacalero Pedro Riquelme, el padre de Amín.

Tío Pote tenía cierta instruc­ción militar. Las nociones básicas que da la academia que prepara al llamado zorro gris. Esto lo llevaría a ponerse a cargo de reclutar al resto del grupo, ya que los cerebros y negociadores serían los tíos y padrinos de Amín.

Para buscar a los mejores hombres, fue hasta el corra­lón municipal, un predio donde los agentes llevaban los automóviles con infrac­ciones de tránsito. El lugar estaba en las calles 14 de Mayo y Playa, del barrio Ricardo Brugada o, como es más común llamarlo, La Chacarita. Ahí conversó con Arnaldo Cabrera Aré­valos, Luis Adolfo Martínez, Julio César Samudio, Óscar Daniel Galeano, Luis Roa Ferreira y Cynthia Rolón Ruiz Díaz. Todos jóvenes agentes que no superaban los 40 años de edad. Con sueños y grandes ambicio­nes que el sueldo mínimo no los haría alcanzar ni en dos vidas.

Tal vez, su viveza sabía esto y la aprovechó para pintar­les un panorama irresistible. Mucha plata y un trabajo sen­cillo, que solo necesitaba de coordinación y disciplina. Algo que ellos también cono­cían desde su etapa como reclutas.

Una voz firme e imperante les dijo: “¡Bueno, señores, esto es lo que harán!”, ordenó a los elegidos. Todos lo miraban fijamente y luego se mira­ban entre sí. Báez señaló con el dedo a quienes iba nom­brando: Luis Martínez y Cyn­thia Rolón se encargarán del mitã'i (niño); Julio Samudio, Óscar Galeano y Luis Roa, encárguense ustedes de aga­rrarle al salir del colegio, des­pués les paso las coordena­das. Arnaldo Cabrera estará en la casa segura. Si todo sale como lo planeado, ñande ríkota… (seremos ricos).

Después de eso, Tío Pote les pasó un frasco de cloroformo. El camillero les proporcionó la sustancia para que se fami­liaricen con ella y practiquen, dándole algunas pocas ins­trucciones para su uso. Luis y Cynthia –los cuidadores– aprovecharon su estadía para probarlo en una persona y ver los efectos. Encontraron a una mujer adicta a las drogas deambulando por las calles del barrio. A ella le prometieron dinero a cambio de acercar la nariz al pañuelo que traía uno de los agentes en la mano. Esto lo repitieron una y otra vez por varios días. Hasta que ellos cre­yeron que estaban seguros de cómo utilizar el químico.

Los días pasaron, el cami­llero y Tío Pote estaban seguros del plan; el grupo estaba preparado. Obtuvie­ron teléfonos celulares de un hombre al que conocían como Zacarías Rojas, un fun­cionario de la Dirección de Aseo Urbano de la municipa­lidad. Los equipos de comu­nicación fueron asignados para la negociación y para hablar entre ellos.

Todo estaba listo. La hora y fecha elegidas para el rapto serían las dieciocho horas del día once de octubre…

Continuará…

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