El capítulo de hoy de “Aldea de penitentes” nos acerca a la realidad de los pequeños hermanos de Antonia. La muerte de la madre y la “solución” al problema para Cuenca con las instrucciones del Comandante. Una nueva historia para las niñas que se reencontrarán lejos de su valle.
- Pepa Kostianovsky
-Al reconocer la voz de Stroessner en el teléfono, se puso de pie y se cuadró.
-Ordene, mi comandante –dijo sin abandonar su absurda postura.
-Mire, Cuenca, Antonia quiere ir a ver a su gente y llevarle unas chucherías por Navidad. Mande mañana a un jeep a buscarla y que le traiga otra vez el viernes.
-Pero...
-¡Qué pero ni qué pero!¡Haga lo que se le ordena!
-Es que hubo una desgracia, mi comandante. La mamá se murió.
-¿Cuándo? ¿De qué, piko?
-Hace diez días por ahí. Parece que el hombre le pegó mal.
-¡Cómo lo que no me avisó?
-No quería molestarle por pavadas, mi comandante.
-¿Y el tipo?
-Ya era pues nuestro capataz. Se le tuvo que echar porque se emborrachaba todo el día. Ahí anda de vago, dando vuelta. Justamente mi señora quería que se le saque los mitã'i kuéra y se les mande en el asilo, por lo menos a la nena, para que no anden saracuteando.
-¿Cuántos años tiene la nena?
-Y once por ahí ha de tener y los varones si que uno ha de ser de diez y el otro de ocho.
-Heee. La mitãkuña’i que venga junto a su hermana. Y de los otros hágase cargo ahí en la Villa. Al padre, échelo a patadas. Que desaparezca.
-A su orden, mi comandante. ¿Cuándo quiere que se le mande a la chiquilina?
-Inmediatamente. Ya sabe dónde.
-Positivo, mi comandante.
Cuenca se desplomó sobre el sillón. El asunto lo había tenido preocupado. Temía la reacción de su jefe.
Finalmente, la había sacado barata.
Ordenó a dos oficiales que fueran a buscar a los niños y que lo asustaran al infeliz como para que no volviera a mostrar el pellejo por la zona. Luego llamó a Asunción para avisarle a Clota que el problema estaba solucionado.
-¡Gracias a Dios! –exclamó la mujer. ¡Lo que recé por esos inocentes! La Virgen me habrá escuchado. Voy a prenderle velas ahora mismo. ¡Rosalía, vení que tenemos que rezar un rosario!
Al rato volvieron al cuartel los oficiales encargados del rescate, trayendo a los tres niños asustados, famélicos y mugrientos.
Angélica Céspedes asumió su rol de consorte:
-Hay que bañarles, pobrecitos. Yo me voy a ocupar de la nena.
-Denles primero algo de comer –intervino Cuenca en uno de sus ocasionales arrebatos de sentido común.
A la chiquita le dolía la barriga. El enorme plato de guiso y el vaso de leche eran un peso extraño en su estómago. Angélica la fregaba una y otra vez con jabón y cepillo.
El enmarañado cabello estaba invadido por los piojos, pero tuvo lástima de cortárselo, de modo que le hizo cerrar con fuerza los ojos y cuidadosamente lo embadurnó con kerosén para luego lavarlo con shampoo; el olor era algo nuevo y delicioso. Le puso un líquido rojo en las heridas y carachas, la vistió con ropa de uno de sus hijos y le ató el pelo con una cinta de seda.
Sin despedirse de sus hermanos fue subida a un jeep que la trajo hasta Asunción. El oficial que conducía le preguntó su nombre. Nadie le había dirigido la palabra desde que aquellos hombres amenazaron al padre y los metieron en el vehículo militar.
-Catalina Merele -respondió con voz fuerte y segura que sorprendió al chofer.
-¿Vos pa sabés dónde te estoy llevando?
-No.
-Junto a tu hermana
-¿Junto a Antonia? –dijo con una sonrisa que tenía perdida.
-Sí, señorita– respondió el hombre. Y fue como si se borrara todo lo padecido. Un ventarrón de alegría envolvió a Catalina, que permaneció muda el resto del viaje. Sin siquiera pensar. ¿Cómo podía soñar con la felicidad si no la conocía?