Por Óscar Lovera Vera, periodista
Fátima salió un miércoles 30 de setiembre del 2017, un cliente la esperaba. Envió todos los detalles a su amiga Victoria, también trabajadora sexual, sobre con quién y dónde estaría. Debía terminar su encuentro a las 21:00 horas, pero… nunca volvió. Victoria –su amiga– fue en su búsqueda.
La joven intuía que se asomaba a un escenario quizás no muy bueno, ya que el hecho de que su amiga siga sin responder era lo suficiente para dudar. Una idea le vino a la mente: documentar todo lo que estaba viendo. Con el teléfono en mano comenzó a fotografiar todo a su paso, rincón por rincón, todos los objetos que encontraba. Un celular, el calzado de hombre, justo donde se inicia una escalera, una botella de vino y dos vasos… Esto le dio escalofríos. Cuando terminó eso, envió las fotos a un amigo a través del Whatsapp. Con eso se aseguraría de que más personas sepan lo que en ese lugar pudo haber pasado.
Con ese pensamiento de desconfianza y miedo, Victoria subió a un segundo piso usando las escaleras y en cada peldaño se detenía a mirar a su alrededor hasta llegar a la puerta. Se detuvo frente a ella y la golpeó esperando con esperanzas de que alguien responda y todo lo anterior solo sea producto de la psicosis que le generaban las películas policiacas.
Intentó por unos minutos más, pero sin suerte. Envuelta nuevamente en la zozobra, bajó conducida por un ruido que le despertó la curiosidad, la misma que la llevó a buscar a Fátima. Una puerta la separaba de esos sonidos, era un baño. La canilla quedó abierta, la ducha dejaba caer algunas gotas que azotaban el suelo con dureza. Un jabón reposaba sobre el retrete, el blanco del piso fue impercetible, un charco con montículos de barro cubrían el azulejo.
Victoria sabía que todo fue reciente. Asumió que alguien estaba en ese departamento al que conducía la escalera. Furiosa tomó la escoba y fue a la siguiente escalera, golpeó con fuerza la ventana. Nuevamente bajó y fue a la anterior, la que daba a la puerta principal.
-¡Por favor, si mi amiga está acá, díganme! ¡O por lo menos si ya se fue! –insistió mientras dejaba caer una lágrima.
Se resistió a esperar y decidió bajar, otra vez, las escaleras, pero apenas lo hacía escuchó una de las puertas internas cerrarse con fuerza.
-¡¿Alguien está acá?! –gritó desesperada. Victoria se percató de una luz bajo la puerta, una pequeña rendija la dejaba escapar. Se agachó y vio dos pies, definitivamente alguien estaba dentro.
Con pasos minuciosos, bajó la escalera, un pie frente al otro y se aseguraba de que sea lento para que al pisar no detonara sus pasos sobre los peldaños de metal. Para no tropezar iluminaba cada pie con la linterna de su teléfono y esta vez con la cabeza baja, entre sus hombros, acortando su estatura. Su idea era no ser vista por aquel que estaba detrás de la puerta, definitivamente no la escuchó y quería aún pasar desapercibida.
Mientras descendía notó algo… la escalera lucía como herrumbrada.
UN CHARCO BAJO LAS ESCALERAS
Victoria recordó que en la cartera llevaba una toalla de manos, sacó y pasó por la escalera. Luego la alumbró: era sangre… Se echó a llorar. En ese momento de angustia comprendió que algo malo acababa de ocurrir. Trastabillando fue hasta donde estaban los guardias. Suplicó auxilio, pero fue pérdida de tiempo: todos decían que no podían hacer nada y nadie estaba dispuesto a ayudar en la situación.
Ella entendió que estaba sola. Tomó una bocanada de aire insuflando coraje a sus pulmones; sabía que le sería necesario ante la necedad de aquellos custodios. Exhaló el aire con firmeza y corrió hasta la entrada principal –donde la esperaban su amigo y el taxista–. Se metió al auto como si tuviera una urgencia médica y con el pánico en los ojos le dio una sola orden al conductor: “¡Llevame a la comisaría de Luque!”.
El auto amarillo clavó los frenos frente a la estación de policías. Aún agitada, Victoria comenzó a relatar a los agentes lo que vio desde un principio, incluso con pruebas como las fotos, la toalla bañada en sangre. Aun así, ellos no reaccionaron de inmediato.
Victoria vio en el rostro de los policías la incredulidad. Eso la frustró aún más y con el rostro sobre sus piernas comenzó a llorar. Ella intuía que la sangre era de Fátima, de eso ya casi no le quedaban dudas.
Por muchos minutos quemados y los llantos, por fin aquellos ingenuos uniformados comprendieron que la mujer tenía algo de razón, su reacción ya no formaba parte de una mentira.
Con escepticismo, le pidieron que conduzca hasta una barrera con policías montada a unas calles de ese lugar. Un patrullero apostado ahí la acompañaría hasta el hangar.
A todos sus fantasmas, los miedos, el pánico, la angustia, se sumaba la frustración por la acción lenta y parsimoniosa de aquellos policías. Parecían tomar como algo menor, sentía que la discriminaban por su condición.
Llegaron al hangar, las luces de la baliza rebotaban indómitas en los almacenes del lugar. Los guardias salieron al paso de los patrulleros y con rostro tenso, de piedra, les negaron el ingreso. Algo escondían…
Sin embargo, Victoria estaba empecinada en lograr entrar. Suplicó hasta que lo logró una vez más.
-¡No está más el celular!, ¡no está más el calzado! –gritó al notar que la escena fue manipulada.
Pero ella conservaba las fotos en su celular. Sabía que la persona que lastimó a su amiga huyó. Si no, tanto cambio en ese sitio no tenía explicación.
Victoria mostró la sangre al policía, la que llevaba en la toalla. Le explicó de dónde la sacó y los agentes inspeccionaron nuevamente la escalera, debajo de ella aún había restos.
Desde ese momento toda esa incredulidad y sorna de los policías se disipó. A partir de ese instante el lugar era la escena de un eventual crimen.
Uno de los agentes recorrió el radio más próximo a esa escalera, notando algo inusual en el pastizal que rodeaba ese lugar. El pasto estaba aplastado en partes, como si algo fue arrastrado en una dirección que marcaba un caminito. Entre todos se dirigieron al lugar.
-¿Qué color de remera, cartera y zapatos llevaba tu amiga? –preguntó el policía mientras se detuvo a mirar algo.
-Remera negra con rayas blancas, cartera negra, sandalia negra…
–contestó Victoria.
Tal cual estaba tirado en el pasto. Bolsas negras tiradas a su alrededor y todavía había más por buscar…
Unos pasos más adelante, Victoria observó la pierna de una mujer debajo de unas bolsas de basura. Se asomó y al instante la reconoció. Era ella, Fátima… por fin había encontrado a su amiga.
EL FORENSE EN LA ESCENA
En pocas horas todo el hangar fue acordonado, más policías y un fiscal estaban a cargo de todo. El forense descendió de su vehículo y acomodó el cuello de su bata mientras el flash de las cámaras fotográficas lo perpetuaban para los periódicos. El sitio era un hervidero.
-Una estocada en uno de los pulmones, dos heridas cortantes –como tajadas– en la zona del cuello, en la yugular y al costado izquierdo. En total son dieciocho heridas de arma blanca en diversas partes del cuerpo.
La policía interrogó a los guardias, exigieron el nombre del sereno que faltaba en el hangar. La presión no fue mucha para que finalmente tengan una pista: Néstor Bernardino Cáceres, un joven de 33 años. Vivía aún con su madre no muy lejos del predio aéreo, en la compañía Julio Correa.
El comisario Julio Vera tomó el mando de la investigación, pasaron varias horas y no podían perder más tiempo. Luego de chequear su identidad con la base de información, fueron a la casa de su madre. La mujer contó que él era un simple chico que trabaja noche y día, estudiaba cocina y si bien algunas veces lo descubrió viendo páginas de mujeres que ofrecían sexo por internet, eso no lo pintaba como un criminal.
-¿Hace cuánto salió de tu casa, señora? –preguntó un tanto impaciente el comisario a la mujer, de unos 55 años.
-Hace cuarenta minutos por ahí, comisario… –contestó la mujer, sin temor. Estaba segura de que su hijo no pudo haber cometido el asesinato del cual hablaban todos los medios de prensa en ese momento.
El comisario remangó parte de su camisa y exhibió su reloj de malla de goma, uno que compró más por el modelo táctico que por los lujos. Eran las 6:50 del día del crimen. Transcurrieron cuarenta minutos… entonces no pudo ir tan lejos, pensó en voz alta.
-Señores, ese muchacho no pudo alejarse tanto, de seguro estará caminando buscando alguna manera de escapar rápido. Búsquenlo y no pierdan el tiempo en las calles y avenidas. ¡Recorran todo!
La voz imperante del policía puso en fila a su subordinados. Néstor no podía estar lejos.
CERCA DE DONDE TODO COMENZÓ
Néstor era estudiante de cocina. Esto es lo que a la policía le daba la certeza sobre la responsabilidad del crimen. Nadie más que Fátima entró al hangar, los testimonios de los guardias coincidían en ello. La descripción que daban de cómo se dieron los hechos también tenían relación con la forma en que Néstor se manejó ese día. En la escena del crimen encontraron un cuchillo de carnicero de 32 centímetros. Esto ponía el broche de oro a las conjeturas.
-¡Arma, emañami. ¿Péa pio ndaha’éi ñande objetivo?! –dijo uno de los policías apuntando desde la cabina de su patrullera a un hombre que iba caminando dándole las espaldas. Estaban cerca del complejo deportivo Rakiura, en la misma ciudad. A unos pocos kilómetros de donde todo comenzó, Néstor volvía a la escena del crimen…
Pero no duró mucho. Los agentes bloquearon el paso y con un rápido movimiento lo inmovilizaron por completo. La sorpresa de Néstor fue tanta que se quedó inmóvil, no tenía nada más que hacer. El principal sospechoso quedó detenido.
Miércoles 30, 08:54. Los micrófonos crearon un cerco, las cámaras expandían su rostro en el ojo de pez y el flash simultáneo de varias cámaras hacían de banda sonora a su cruel confesión: “Escribimos un día antes de vernos, iba a ser un encuentro para conocernos nomás. Ella llegó y no dejaba su celular, le llamaban a cada rato. Eso la ponía nerviosa y comenzó a agredirme. Así uno se defiende con lo primero que encuentra. Empezó con un forcejeo, después ella me pegó con un palo y una botella. Eso me puso nervioso a mí y todo eso nos llevó a la locura”.
“Yo solo quería amagar con lo que había en la mesa –el cuchillo–, pero ella se metió ahí y se fue por su espalda…”. Néstor mostraba un temple en cada palabra que decía, obseso, distante, quizás hasta con la mirada de un frío asesino, pero manipulando bien sus emociones. Sostenía sin tribulaciones que todo se trató de un accidente en la mitad de una discusión.
EL MARTILLO DE LA SOLEDAD
9 de diciembre del 2017. 10:20 AM. Torre Norte del Palacio de Justicia, Asunción. El testimonio de Victoria y su lucha por encontrar a Fátima fue fundamental para dar con el autor del crimen. El fiscal presentó varias fotografías obtenidas por esa joven para que la valoren como prueba. En la escena del crimen los indicios obtenidos como huellas, rastros de ADN de Néstor, las sustancias que utilizó para alterar la escena del crimen y para quemar el cuerpo provocaron una determinación única de aquel tribunal.
-Por el artículo 65 del Código Penal, se considera que la sanción justa a ser aplicada es la pena privativa de libertad de 29 años, que seguirá cumpliendo en la Penitenciaría Nacional de Tacumbú.
El acto que siguió a esa escueta frase fue el golpe de martillo del juez Julio López.
Ningún familiar acompañó a Néstor esa mañana. El hombre fue condenado por homicidio doloso. Su caso no fue caratulado de feminicidio porque los jueces entendieron que no hubo una relación como contexto.
Néstor Cáceres nunca se arrepintió de lo que hizo…
FIN