Por Pepa Kostianovsky
Un capítulo de “Aldea de penitentes” en el que se desnuda la triste realidad de Antonia, que se abre a la ternura de Berta Correa en su inocencia. La mujer sospecha que hay una ligazón más especial con la niña a la que decide ayudar, proponiéndole una relación amistosa y sincera.
Al verla llegar –a las diez en punto– Berta Correa se santiguó por primera vez en muchos años. Siempre había sentido pánico a un encuentro con alguna de sus hijas. Sabía –y no se equivocaba– que el imaginarlas felices y bien amadas era una cobardía. Y no le cabían dudas de que por ello tendría que rendir cuentas.
Pero, a pesar de la certeza de que esa indolencia era un peso enorme en el balance de sus pecados, jamás había tenido el valor de echar la baraja sobre el paño azul en busca de la verdad.
La voluntad de conocer a Antonia no había sido un reclamo de su razón, sino un grito de sus entrañas.
Ni tuvo que esperar a distinguir sus ojos, rozar sus manos o sentir su olor para descartar los miedos: aquella muñeca disfrazada con un vestido de flores rojas, sandalias sobre cuyos tacos se equilibraba con dificultad y la boca torpemente pintada era muy alta y fuerte para ser hija suya.
La casa de los Cuenca había sido un provechoso campo de engorde para la ternerita, que allí compensó con creces las hambrunas que arrastraba desde el vientre materno.
El abrazo de Berta transformó su timidez en una sonrisa que dejó ver una dentadura graciosa y despareja, en la que ya algún dentista cortesano había reparado tempranos estragos.
Antonia Mereles no sabía para qué estaba allí. Simplemente hizo lo que le ordenaron y se dejó guiar por Neusa, su cancerbera. Así había sido siempre, ella solo sabía obedecer.
Berta, desconcertada, buscó alguna respuesta a su equivocado presagio.
-¿Cómo te llamás?
-Antonia Mereles, señora.
-¿Mereles? ¿Tu mamá es Mereles?
-Mi padrastro.
-¿Y tu mamá?
-Ña Blanquita.
-Blanca... Blanca ¿qué?
-No sé.
-¿De dónde venís? –urgió con impaciencia.
-De Paraguarí.
-¿Naciste en Paraguarí?
-No sé, señora.
-Menos has de saber de dónde es tu mamá.
Antonia quiso atajar las lágrimas. –Ña Cloti siempre decía que la llorona buscaba paliza–. Pero se le escaparon. Berta se apuró a secarlas con su mantilla.
-No vayas que a tener miedo. Yo soy tu amiga.
La llevó hasta el dormitorio y se sentaron al borde de la cama.
La niña siguió llorando, ya no tenía temor ni motivos.
Ella misma no hubiera podido decir por qué. Pero Berta sabía que eran las lágrimas por tanto tiempo prohibidas.
La retuvo contra su pecho, en un abrazo que junto con los sollozos de la niña, dieron libertad a su propia y olvidada ternura.
-Soy tu amiga –repitió–, podés decirme lo que te pasa, o si necesitás algo.
-Nada no necesito, señora. Masiado bien estoy. Tengo todas las cosas. Solamente que no me voy más en la escuela. Pero tengo cuatro ropas nuevitas y zapato. Y mi radio. Y el señor me trae medialuna y revista.
-¿Y tu gente?
-No sé yo. El señor me dijo que en Navidad me va a mandar para que le vea a mi mamá y le lleve cosa a mi hermanita. Yo quiero llevarle también una radio a mi mamá y un jabón de olor, pero me da vergüenza pedirle.
Berta cambió de tono y de discurso. Era aberrante mantener a la muchacha en aquella sumisa inocencia.
No seas boba. Pedile todo lo que querés. No ves piko que está caliente por vos. Él te va a poner lo que le pidas. Sacale todo lo que puedas mientras le dure su capricho, después te va a dejar de balde. Si tenés suerte, te va a hacer casar con uno de sus ta’ýra.
ntonia la escuchaba como a los relámpagos que anuncian una fiera tormenta.
-No te vayas a preocupar. Yo te voy a ayudar, pero no le cuentes a él lo que te enseño. Vení junto a mí y te voy a decir lo que tenés que hacer. Solamente una cosa quiero: cuando te vayas junto a tu mamá, preguntale su nombre y su apellido y de dónde pa es. Y el nombre de tu abuela, que te diga también. ¿Vos sabés escribir?
-Sí, mi maína. Ña Cloti me mandó hasta el quinto grado.
-Bueno, entonces anotá bien: el nombre y el apellido de tu mamá y de tu abuela. Y de dónde son.
-Sí, señora.
-Mi nombre es Berta. Llamame así.
-Sí, ña Berta.
-Vení cuando quieras. Yo te voy a esperar.
-¿Y si el señor no quiere?
-De eso me ocupo yo. Vos vení nomás.
Berta Correa se esmeró en hacerle creer a Stroessner que ella iba a controlar hasta los pensamientos de Antonia. Logró que la muchacha tuviera permiso para visitarla. Así fue conociendo su corta historia, las penurias de su infancia y los detalles de los que ella consideraba sus años afortunados.
-Mi maína ña Cloti quería que sacara buena nota en la escuela. Me mandaba al catecismo para hacer la primera comunión. Ella no nos dejaba hablar en guaraní porque decía que íbamos a venir pronto en Asunción y que aquí no se podía. Rosalía me enseñó a coser un poco en la máquina. Y ña Cloti se halló masiado, me dijo que me iba a ir a estudiar “cortifonfesión” para que sea su modista.
-¿Y por qué te mandó? ¿Te portaste mal?
-No sé yo. Un día se fue el presidente y después ella me dijo para que junte mi cosa en un bolsón porque tenía que venir a cuidarle a otra criatura. Rosalía lloró mucho. Tempranito ya se fue el auto y me buscó. Ña Cloti estaba durmiendo todavía. El coronel mante estaba tomando ya su mate y me dijo que me vaya. Y se enojó con Rosalía porque ella me atajó para darme una estampita. Si me voy junto a mi mamá para la Navidad, me he de ir a verles también.
-Berta Correa sintió vergüenza. Al fin, no era sino una cómplice del ultraje y la esclavitud de Antonia. Pero sabía que arrancarla de aquel perverso embeleso era despojarla de lo único que tenía: su ingenua felicidad.
-Bueno, andate ya. Y no vayas a venir en estos días porque no voy a estar –mintió.
-¿Cuando vía poder venir otra vez?
-No sé. Te he de avisar ahora cuando vuelva.
Al abrir la puerta, vio a Neusa, que como siempre cumplía su función de guardiana. Sus miradas se encontraron para coincidir en la impotencia. Berta percibió de inmediato la tragedia de aquel rostro tosco y sometido.