Por Pepa Kostianovsky
En el capítulo de hoy de “Aldea de penitentes”, la escritora nos lleva a asomarnos a la historia no muy lejana del país, con el enorme impacto que tuvo la represa de Itaipú desde sus comienzos en la sociedad. En el hogar de los Cuenca también se siente el efecto “contante y sonante” de aquel momento.
El operativo granja avícola no le resultó a Clota tan fácil como parecía en su primer momento. Las complicaciones no vinieron de parte de Raquel, ese camino lo encontró allanado por las angustias financieras de la infortunada granjera y los consejos que esta había recibido de Berta Correa, cuya clarividencia no podía tener dudas. Si bien Clota, en su caprichosa impaciencia, no tuvo la sutileza de esperar un período de duelo para plantearle la “generosa” sociedad , a la otra sus urgencias no le permitían perder el tiempo entre lutos y retaceos.
Donde surgieron las trabas y demoras fue en el aporte de Elizardo.
En rigor, Clota no necesitaba recurrir a las arcas maritales. Podía disponer de algunos ahorros que almacenaba en diferentes cuevas, provenientes del presupuesto doméstico, la venta de alguna que otra vaquita o la ocasional generosidad con la que el coronel “blanqueaba” sus ternuras clandestinas. Pero él se había avenido a darle el dinero, ella no iba a desaprovechar la palabra comprometida. Y Elizardo tenía negocios mucho más gordos en la mira:
Por esos tiempos se jugaba una fuerte interna entre los acólitos del Presidente. La emergencia de Itaipú había creado una nueva casta de afortunados en la que primaba un grupo avenedizo de civiles. Los milicos, hasta entonces favoritos en cuanto negociado pudiera proveer el Estado, se sentían desplazados de lo que era claramente la más pródiga gallina de los huevos de oro.
El vuelco de Stroessner hacia los civiles no era previsible, todo lo contrario. De hecho, ya había marcado reiteradamente su preferencia por los militares sacando de circulación a cuanto correligionario en traje de paisano pudiera cuestionar su condición de “supremo”. Los más retobados fueron al exilio o al confinamiento. Otros, como Edgard Insfrán, se resignaron a supuestos “cuarteles de invierno”. Y los complacientes, Chávez, González Alsina, Pitiqui, Sapena Saldívar, Frutos, aceptaron en aquella farsa de la “democracia sin comunismo” el rol de comparsa cívica , a la que se fue sumando sangre nueva: Montanaro, Pappalardo, Halley Mora, Argaña.
El enroque fue una jugada magistral de los brasileños, que no solo lograron un jaque mate, sino que le hicieron creer a Stroessner que la partida terminó en tablas.
En principio el equipo fue comandado por Insfrán, quien desde el Ministerio del Interior indujo a Stroessner a mover el péndulo político hacia los brasileños, impulsando la “marcha hacia el Este”, la fundación de Puerto Stroessner en la frontera y el inicio de la ruta que lo enlazaba con Asunción, rompiendo la hegemonía determinante de la salida por agua y por el puerto de Buenos Aires.
Pero Insfrán cometió el error de mostrar sus ambiciones de poder. Y Stroessner, que no aceptaba competidores, le cortó las dos alas de un solo sablazo.
La capitanía del proyecto quedó al mando del canciller Sapena Pastor. Pero quien movía los hilos tras bambalinas era un tragahostias de bajo perfil que, mientras se cocinaba la receta de “a mais grande feijoada”, ponía a hervir agua para su propia cazuela, enviando a un grupo selecto y leal de jóvenes al Brasil a estudiar ingeniería eléctrica. En Asunción nadie entendía la súbita vocación de los muchachos por aquella especialidad. Y el sigiloso “commendatore” entrenaba a su equipo.
Cuando en el año 1973, el Presidente y su Canciller firmaban con sus pares brasileños el Tratado de Itaipú –y se supo que una de sus severas cláusulas era la construcción y supervisión por equipos de profesionales de ambos países– los Enzo Boys ya estaban listos, equipados e instalados en las flamantes empresas, cálidos nidos en los que se empolló la casta de los barones de Itaipú.
Los milicos sorprendidos y sin recursos para enfrentar semejante pase, tuvieron que conformarse con algunas migajas de aquel festín.
Pero Stroessner no estaba dispuesto a perder su obediencia y los compensó con el manejo de cuanto negociado generó la nueva vecindad: desde el contrabando, la triangulación y los diversos tráficos, a la concesión de los hasta entonces depreciados bosques “de los confines” repentinamente valorizados.
Atento a aquella jugosa repartija andaba Elizardo Cuenca. Mientras Clota se empeñaba en reclamarle el capitalito para asociarse a la granja.
En oportuna coincidencia con su cumpleaños, el coronel recibió la noticia de que el Instituto de Reforma Agraria le adjudicaba en su calidad de “ciudadano agricultor” una parcela de 25.000 hectáreas en el departamento de Alto Paraná, distante a 4 km del municipio de Stroessner, con la tácita autorización para la explotación de los bosques, amén de la apertura de una pista de aterrizaje.
Cuenca llegó a su casa, pletórico y satisfecho; se encontró con la mesa preparada para una espléndida cena. Se sirvió doble raya de “etiqueta negra” y saboreó un largo primer sorbo. Abrazó a Clota y le acercó el vaso a los labios. Riendo, ella intentó una negativa, pero él la obligó:
–Metele sique, Rubia. Hoy tenemos que farrear grande.
Prudentemente, ella esperó el postre para volver con la cantinela del “capitalito”.
–¿Cuánto lo que necesitás? Eso ko es chuchería, mi reina. Mañana mismo vas a tener.