Por Pepa Kostianovsky
En el capítulo de hoy, por primera vez Berta Correa habla de la condena de quienes habitan lo que llama “aldea de penitentes”. En medio del dolor por lo que se avecina, trata de convencer a su amiga de que venda una propiedad a la que aspira alguien de mucho dinero, pero de muy baja reputación, y se aleje por fin del sitio en donde viven ambas, del país todo. Pero la tragedia es inevitable...
Minutos antes de las tres de la tarde, por segunda vez en el día, Rubí estacionó su automóvil frente a la casita del barrio Tembetary.
Berta rogaba por que el episodio mañanero la acobardase y postergara la visita. Pero el quejido de bisagras oxidadas anunció que estaba allí, presta a escuchar lo que ella no quería decirle.
Sin mediar palabra, se sentaron frente a la mesa y Berta empezó a presentar los naipes.
-Vendele –dijo.
-Ni loca. Ese infame va a tener que pasar sobre mi cadáver.
Berta dejó a un lado las cartas y el oficio para hablar como amiga:
-Mirá, Rubí, sabés con qué clase de gente estás peleando. Son mafiosos. Mientras tu papá vivía, andaban con cuidado porque sabían que no les
iba a costar tan barato. Pero ahora...vos sos mujer.
-Yo les voy a mostrar quién soy.
-Te van a matar. Vendeles la fábrica que tanto quieren. Tratá de sacar el mejor dinero posible. Y andate.
-¿Adónde querés que me vaya?
-A cualquier lado. Aquí no hay luego que estar. Este es un valle de penas.
-Dejá de decir disparates.
-No estoy diciendo disparates, Rubí. Aquí reencarnamos los que tenemos algo muy grave que purgar de vidas anteriores.
-No me vengas con chifladuras.
-No te miento, te estoy diciendo algo que no se tiene que decir. Estamos en una aldea de penitentes.
-Y si es así, ¿por qué te quedás vos?
-Yo arrastro pecados muy grandes. Si me escapo, los voy a seguir llevando conmigo vida tras vida hasta que los pague.
Escéptica, Rubí no dio crédito a la insólita confesión de Berta.
-No voy a venderles la fábrica a esos gángsters. Era el orgullo del Viejo. Su trabajo de toda una vida.
Berta volvió a tomar la baraja, extendió cuatro cartas sobre el paño azul.
-Va a haber desgracia –profetizó.
Rubí puso sobre la mesa unos billetes y se fue.
Manos anónimas provocaron el incendio que acabó con la fábrica. Uno de los serenos murió abrasado por las llamas. Los despojos y las marcas fueron comprados a un precio irrisorio.
Nunca hubo siquiera un sospechoso oficial.
Dejanos tu comentario
El candidato
Pepa Kostianovsky
Un capítulo estremecedor de “Aldea de penitentes” por la dureza con la que retrata una situación que era habitual en tiempos de la dictadura y en la conducta del todopoderoso dictador. Un niña valiente forjada en el dolor y una hija nueva para Berta Correa, que vuelve a sentirse madre.
Al quedarse con la niña ultrajada y trémula, Berta Correa sintió una dimensión de ternura que tenía olvidada, la sangre corría urgente haciéndola perder el equilibrio. Se dejó caer en la reposera de mimbre y atrajo a Catalina para envolverla en un abrazo.
La vieja canción de cuna resurgió de sus labios y los versos extraños fueron claras palabras de amor. Así se quedaron dormidas. Liberadas de miedos y de soledad.
Antonia y Neusa hicieron la vuelta resignada a su infierno. A mitad de camino, la muchachita tomó la mano de la mujer oscura, quien percibió algo que latía débilmente donde hacía tanto tiempo se le había empozado la nada.
Pasaron varias semanas hasta que el Señor volvió por la casa. Se acostó, con el torso desnudo esperando la caricia inocente que solo conocía de Antonia; ella permaneció quieta. Tomó la mano y la colocó sobre su pecho en un tácito reclamo. Al no tener respuesta, levantó a la mujer y la montó sobre su hombría, que también lo traicionó cuando pleno de furia obligó a la boca niña al estímulo vano de su sexo marchito.
Herido en el mito de su virilidad, se levantó de aquel lecho de sábanas pobre, en el que a pesar de haber cometido mil infamias conoció las glorias del amor.
Poco tiempo después, volvió acompañado de un hombrecito con quien se acomodó en la sala. Ordenó que prendieran el televisor y trajeran la botella de whisky.
El chofer bajó unas bolsas con vituallas. El Señor dijo:
-A ver, mi hija, prepará uno de esos guisos que vos mante sabés hacer, para que pruebe el teniente Mencia. Vamos a ver aquí el partido. Mientras tanto picá el fiambre y el queso para asentar el trago.
Cuando Antonia acercó los tacos del aperitivo, el olor a cebollas y ajos fritos aromaba el cuarto.
-Gracias, mi hija –y luego, dirigiéndose a su invitado -¿Ajépa iporãiterei la mitãkuña kóa? Pero encima ipohe. Su guiso no tiene nombre.
El teniente Albio Mencia no decía ni sí ni no, no era alto ni bajo, ni blanco ni moreno, ni flaco ni gordo, ni joven ni viejo, ni alegre ni triste, ni lindo ni feo, ni Cerro ni Olimpia, ni caldo ni seco.
Se tendió un mantel y se dispuso la vajilla para tres. Antonia fue integrada a los comensales y los ta’ýra se hicieron cargo del servicio y mantenían lleno el vaso del infeliz que estaba embelesado. Después del dulce de mamón, los hombres volvieron al sofá para tomar café.
Mencia, entre embriagado y somnoliento, miraba la pantalla del televisor.
El Señor llevó a Antonia hasta el dormitorio, cerró la puerta e inició su discurso:
-Mirá, mi hija, yo ya no te quiero más. Y no voy a permitir que me hagas problemas. Te traigo para tu marido. El teniente Mencia va a tener una brillante carrera militar y vos vas a ser su señora. Te vas a casar en el Registro Civil y en la Iglesia. Te voy a poner esta casa a tu nombre y te voy a regalar para tu traje de novia y tu fiesta.
-Yo no me voy a casar. Podés llevarte a tu teniente, porque no me importa que no me quieras ni que no vengas. Ya me he de saber rebuscar.
-¿Dónde piko te vas a rebuscar vos? Vas a terminar por ahí de puta.
-De eso empecé. Y si me toca terminar, mala suerte.
-Sos retobada. Hacé lo que querés. Igual te voy a dejar la casa porque aquí yo no me hallo. Te aviso bien, ahora te doy la oportunidad. No vengas después a pedir socorro. Yo ya me olvido de vos.
-Yo me voy a acordar. Siempre.
Dejanos tu comentario
Vagones llenos
Por Pepa Kostianovsky
El capítulo de hoy desgrana el dolor y las consecuencias de los abusos de poder y en contra de la integridad de las niñas que han sido víctimas del dictador. Un hombre del que Berta Correa afirma que “arrastra vagones de muertos” no tiene más conciencia que su propia vanidad.
-¡Añamenby! Mirá un poco lo que me hizo esta mitakuña’i desgraciada. Mi hermano me va a mandar a la puta –blasfemó ante la macabra sorpresa. Y de inmediato se lanzó sobre el teléfono sin prestarle atención a Neusa, que había quedado paralizada.
La conversación fue breve y, unos minutos después, tres uniformados llegaron en una camioneta, bajaron el cadáver de María, lo envolvieron con una sábana manchada de sangre y se lo llevaron.
-Estos ya se van a ocupar de todo –dijo Heriberta aliviada. Vamos katu nosotras.
Al no recibir respuesta, se volvió hacia su acompañante y la vio quieta, con la mirada fija en la puerta por donde habían sacado a su hija.
-Bueno, andate vos cuando se te da la gana. Suficiente problemas ya tengo yo para estar cargando contigo. Y sin perder un minuto más se “borró”.
Neusa sintió mil embates de un cuchillo tajándole el corazón.
-Me estoy muriendo. Dios se apiada de mí y me está llevando junto con mi María.
Y fue cayendo en el letargo de los sepulcros. La despertaron los tempranos sonidos del día. Al encontrarse en el mismo sitio supo que la muerte la devolvía, que allí se quedaría con su vergüenza y con sus culpas. Ella había pactado con el diablo y ese sería su infierno. Junto a ese tálamo maldito, donde los llantos suplicantes de otras Marías avivarían el fuego de su penitencia.
Stroessner ni se molestó en preguntar por qué la mujer espectral y silenciosa permanecía en la casa. Sabía quién era y daba por sentado que la desgraciada esperaba algo de él. Le parecía oportuno tener a alguien que sirviera en reemplazo de los reclutas que habitualmente se ocupaban de limpiar y poner orden.
Cuando su comadre Librada –quien vivía a unos pocos pasos– le dijo que Neusa se había quedado, Heriberta se asustó. Buscó a su hermano para decirle que la echara antes de que intentara alguna venganza. Pero a Stroessner, para quien las mujeres eran trapos de desecho, los temores fraternos le dieron risa.
Ña Heri no estaba tranquila. Todos los días llamaba a Librada, que controlaba los movimientos encantada con su nuevo rol de fisgona oficial al servicio de su amiga, con la que compartía tantos momentos gratos como las escapadas al casino, la recorrida de las siete iglesias cada Jueves Santo y los velorios de quienes se les iban quedando por el camino.
Fue Librada quien sugirió consultar con Berta Correa:
-Para no andar preocupándote de balde, che ama. Vos por querer hacerle un bien a esa infeliz y alegrarle un poco a tu hermano, lo único que ganás es dolor de cabeza. No es justo. Berta te va a ver en la carta si qué lo que quiere. Y el Presidente a ella le va a creer porque yo siempre le veo que le manda a buscar.
Berta Correa no se alteró con la llegada de la nueva cliente a quien, si bien la otra se cuidó de presentar por la prudencia que exigía su parentesco, no era preciso ser vidente para reconocerle el molde y la arcilla.
Retaconas y obesas, enfundadas en batones estampados y coronadas con absurdas pelucas de material sintético, aquellas viejas abusaban del derecho al ridículo.
Con actitud deliberadamente ceremoniosa, Berta puso la baraja sobre el paño azul y le dijo a la novata que la mezclara siete veces. Luego de cortar el mazo, fue exponiendo las cartas.
-Ustedes vienen por un hombre rubio, que tiene mucho poder y muchos enemigos.
Recorrió con parsimonia la variada fauna de alcahuetes y cortesanos que rodeaban a Stroessner hasta que se detuvo en la carta precisa.
-Hay una figura enlutada –anunció– es una mujer a la que le han causado mucho dolor. Metieron un cuchillo en su cuerpo y le cortaron el corazón y las entrañas.
-¡Qué quiere ella?
-Nada
-¿Para qué entonces se queda? Si no es para hacer un daño.
-Es una muerta –respondió Berta.
-¿Qué va a estar muerta? Anda caminando por ahí. Todo el día se le ve. Usted mismo le habrá visto.
-Puede ser: Sí. Pero es muerta. En esta carta sale bien clarito ¡Mírenle! –ordenó, enfrentándolas a una Reina de Espadas, con el rostro de Neusa y el corazón destrozado.
Las dos se santiguaron, horrorizadas. Y Heriberta volvió a preguntar.
-¿Qué pa va a hacer?
-Nada. Ya dije.
-¿Y qué se puede hacer?
-¡Qué más se le va a hacer? Si es una muerta.
-Pero, para que se vaya.
-La que está muerta, Doña, ya se fue todo.
¿Y mi hermano? –se denunció Heriberta. ¿Él pa sabe?
-Él arrastra vagones llenos de muertos. ¿Qué le puede preocupar una más?
Dejanos tu comentario
“Pedile todo lo que querés”
Por Pepa Kostianovsky
Un capítulo de “Aldea de penitentes” en el que se desnuda la triste realidad de Antonia, que se abre a la ternura de Berta Correa en su inocencia. La mujer sospecha que hay una ligazón más especial con la niña a la que decide ayudar, proponiéndole una relación amistosa y sincera.
Al verla llegar –a las diez en punto– Berta Correa se santiguó por primera vez en muchos años. Siempre había sentido pánico a un encuentro con alguna de sus hijas. Sabía –y no se equivocaba– que el imaginarlas felices y bien amadas era una cobardía. Y no le cabían dudas de que por ello tendría que rendir cuentas.
Pero, a pesar de la certeza de que esa indolencia era un peso enorme en el balance de sus pecados, jamás había tenido el valor de echar la baraja sobre el paño azul en busca de la verdad.
La voluntad de conocer a Antonia no había sido un reclamo de su razón, sino un grito de sus entrañas.
Ni tuvo que esperar a distinguir sus ojos, rozar sus manos o sentir su olor para descartar los miedos: aquella muñeca disfrazada con un vestido de flores rojas, sandalias sobre cuyos tacos se equilibraba con dificultad y la boca torpemente pintada era muy alta y fuerte para ser hija suya.
La casa de los Cuenca había sido un provechoso campo de engorde para la ternerita, que allí compensó con creces las hambrunas que arrastraba desde el vientre materno.
El abrazo de Berta transformó su timidez en una sonrisa que dejó ver una dentadura graciosa y despareja, en la que ya algún dentista cortesano había reparado tempranos estragos.
Antonia Mereles no sabía para qué estaba allí. Simplemente hizo lo que le ordenaron y se dejó guiar por Neusa, su cancerbera. Así había sido siempre, ella solo sabía obedecer.
Berta, desconcertada, buscó alguna respuesta a su equivocado presagio.
-¿Cómo te llamás?
-Antonia Mereles, señora.
-¿Mereles? ¿Tu mamá es Mereles?
-Mi padrastro.
-¿Y tu mamá?
-Ña Blanquita.
-Blanca... Blanca ¿qué?
-No sé.
-¿De dónde venís? –urgió con impaciencia.
-De Paraguarí.
-¿Naciste en Paraguarí?
-No sé, señora.
-Menos has de saber de dónde es tu mamá.
Antonia quiso atajar las lágrimas. –Ña Cloti siempre decía que la llorona buscaba paliza–. Pero se le escaparon. Berta se apuró a secarlas con su mantilla.
-No vayas que a tener miedo. Yo soy tu amiga.
La llevó hasta el dormitorio y se sentaron al borde de la cama.
La niña siguió llorando, ya no tenía temor ni motivos.
Ella misma no hubiera podido decir por qué. Pero Berta sabía que eran las lágrimas por tanto tiempo prohibidas.
La retuvo contra su pecho, en un abrazo que junto con los sollozos de la niña, dieron libertad a su propia y olvidada ternura.
-Soy tu amiga –repitió–, podés decirme lo que te pasa, o si necesitás algo.
-Nada no necesito, señora. Masiado bien estoy. Tengo todas las cosas. Solamente que no me voy más en la escuela. Pero tengo cuatro ropas nuevitas y zapato. Y mi radio. Y el señor me trae medialuna y revista.
-¿Y tu gente?
-No sé yo. El señor me dijo que en Navidad me va a mandar para que le vea a mi mamá y le lleve cosa a mi hermanita. Yo quiero llevarle también una radio a mi mamá y un jabón de olor, pero me da vergüenza pedirle.
Berta cambió de tono y de discurso. Era aberrante mantener a la muchacha en aquella sumisa inocencia.
No seas boba. Pedile todo lo que querés. No ves piko que está caliente por vos. Él te va a poner lo que le pidas. Sacale todo lo que puedas mientras le dure su capricho, después te va a dejar de balde. Si tenés suerte, te va a hacer casar con uno de sus ta’ýra.
ntonia la escuchaba como a los relámpagos que anuncian una fiera tormenta.
-No te vayas a preocupar. Yo te voy a ayudar, pero no le cuentes a él lo que te enseño. Vení junto a mí y te voy a decir lo que tenés que hacer. Solamente una cosa quiero: cuando te vayas junto a tu mamá, preguntale su nombre y su apellido y de dónde pa es. Y el nombre de tu abuela, que te diga también. ¿Vos sabés escribir?
-Sí, mi maína. Ña Cloti me mandó hasta el quinto grado.
-Bueno, entonces anotá bien: el nombre y el apellido de tu mamá y de tu abuela. Y de dónde son.
-Sí, señora.
-Mi nombre es Berta. Llamame así.
-Sí, ña Berta.
-Vení cuando quieras. Yo te voy a esperar.
-¿Y si el señor no quiere?
-De eso me ocupo yo. Vos vení nomás.
Berta Correa se esmeró en hacerle creer a Stroessner que ella iba a controlar hasta los pensamientos de Antonia. Logró que la muchacha tuviera permiso para visitarla. Así fue conociendo su corta historia, las penurias de su infancia y los detalles de los que ella consideraba sus años afortunados.
-Mi maína ña Cloti quería que sacara buena nota en la escuela. Me mandaba al catecismo para hacer la primera comunión. Ella no nos dejaba hablar en guaraní porque decía que íbamos a venir pronto en Asunción y que aquí no se podía. Rosalía me enseñó a coser un poco en la máquina. Y ña Cloti se halló masiado, me dijo que me iba a ir a estudiar “cortifonfesión” para que sea su modista.
-¿Y por qué te mandó? ¿Te portaste mal?
-No sé yo. Un día se fue el presidente y después ella me dijo para que junte mi cosa en un bolsón porque tenía que venir a cuidarle a otra criatura. Rosalía lloró mucho. Tempranito ya se fue el auto y me buscó. Ña Cloti estaba durmiendo todavía. El coronel mante estaba tomando ya su mate y me dijo que me vaya. Y se enojó con Rosalía porque ella me atajó para darme una estampita. Si me voy junto a mi mamá para la Navidad, me he de ir a verles también.
-Berta Correa sintió vergüenza. Al fin, no era sino una cómplice del ultraje y la esclavitud de Antonia. Pero sabía que arrancarla de aquel perverso embeleso era despojarla de lo único que tenía: su ingenua felicidad.
-Bueno, andate ya. Y no vayas a venir en estos días porque no voy a estar –mintió.
-¿Cuando vía poder venir otra vez?
-No sé. Te he de avisar ahora cuando vuelva.
Al abrir la puerta, vio a Neusa, que como siempre cumplía su función de guardiana. Sus miradas se encontraron para coincidir en la impotencia. Berta percibió de inmediato la tragedia de aquel rostro tosco y sometido.
Dejanos tu comentario
Día Aciago
Por Pepa Kostianovsky
En este capítulo de “Aldea de penitentes” comienza a desarrollarse el drama de quienes se vieron despojados de los favores de los poderosos en tiempos de la dictadura. La figura de Berta Correa, la mujer que podía leer con la precisión de una espada el futuro de quienes acudían a ella, es absoluta dueña de este momento en el que se desarrolla la primera parte de una triste jornada que anuncia desgracia tras desgracia.
Abrumada por las nostalgias del amor y el duelo de haber entregado a Luz sin siquiera haberse dado el tiempo de aprender cada tramo de su aterciopelada presencia, Berta Correa transitaba por la hostilidad de ese invierno enferma de melancolía.
El 13 de julio despertó muy temprano, arrancada del suelo por el acoso de una pesadilla. Berta pudo reconocer el presagio de una mala jornada. Impotente para evitar el devenir de los hechos, solo atinó a encender dos velas y rezar. Envuelta en una mantilla, se sentó junto a la ventana, mirando a través de los vidrios la llovizna incesante.
Reconoció el Packard de Rubí, quien llegó acompañada por una mujer más joven, cuyos agobios se advertían en la cadencia del andar.
Rubí era –como había sido su padre– de las pocas clientas con quien Berta compartía cierta amistad. A pesar de ello, la premonición de que ese sería un día trágico la empujó a ocultarse para no atenderlas.
–No te hagas la tonta, Berta Correa. Ya te he visto escondida como buena bruja que sos. Nos vamos a quedar aquí hasta que abras –gritó Rubí con su desinhibido vozarrón después de tocar varias veces la puerta.
Berta sabía que el destino era inexorable, no porque evitara echar la baraja ese viernes maldito la suerte de ellas cambiaría. Ya por eso habían venido, porque cada una tenía marcado un infortunio.
–Hechicera gruñona, ¿creías que me podías engañar? Yo soy más bruja que vos –dijo Rubí abrazándola con su modo impetuoso y jovial.
–Es día feo –respondió Berta. ¿Para qué luego venís? Ya te dije que cuando no hay cielo nada bueno puede decir la baraja.–Dejate de macanas, Berta Correa, que te conozco las mañas. Estás kaigue y nos querés mandar de vuelta. Mirá, Raquelita es como mi hermana menor, su papá era uña y carne con el Viejo, así es que no nos podés fallar.
–Es día feo, Rubí. A vos no te voy a decir de balde.
La otra mujer empezó a retroceder con intención de marcharse. Pero la negativa de Berta solo lograba aumentar la impaciencia de Rubí.
–Vos siempre decís que lo que está en la baraja va a estar aunque no se quiera. Así es que leenos.
Se sentaron alrededor de la pequeña mesa cubierta con un paño azul, sobre el que esperaba un mazo de cartas españolas.
El clima era tenso. Rubí hizo una broma:
–¿A Stroessner le leés sobre este mismo trapo? ¿O le ponés uno colorado?
–Me manda a buscar, a su casa o a lo de Ñata. Y quiere que le lea sobre un mantel colorado.
Yo, para joderle nomás, le digo que tiene que ser azul. Y acepta.
Las dos lanzaron sendas carcajadas que Raquel apenas acompañó. Estaba aterrada. Y sus miedos resultaron justificados.
La presencia inmediata del siete de espadas obligó a Berta a un preámbulo de silencio. Siguió exponiendo las cartes muy despacio, como queriendo disipar el panorama que iba descifrando. Por fin miró a los ojos de la mujercita angustiada y dijo:
–Aquí hay desgracia. Muerte. Es un hombre que está roto.
Raquel bajó la cabeza. Pero de inmediato volvió a levantarla, dispuesta a seguir escuchando.
Rubí rodeó sus hombros buscando protegerla.
–Es tu marido. Vos sabés que está enfermo, pero pensás que de eso no se va a morir. La caña no le va a matar, pero la tristeza, sí. No hay remedio. Ya le tomó completamente. Se va a morir muy pronto.
–Ella vino aquí por otra cosa –intervino Rubí, intentando hacer zapping sobre el inesperado augurio.
–Si –continuó Berta– viniste a preguntar por cosas de dinero. Todo está sobre tu espalda. Aquí hay una mujer, a la que vos no le querés porque ya te sacó algo muy valioso. Pero ella tiene una propuesta para vos que te conviene aceptar.
–Sé quién es y lo que anda buscando. No quiero saber nada de ella. Es una hipócrita.
Aceptale. Te va a dar dinero y protección porque a ella le conviene. No te digo que seas su amiga ni que le quieras. Pero agarrá lo que te ofrece. Tu marido se va a morir. Ahora, aunque no te ayude, te sirve para que te respeten porque tenés hombre. La gente es mala con la mujer que no tiene hombre. Ella te va a respaldar y te va a hacer ganar mucha plata.
Raquel solo atinó a soltar un llanto inmenso, brutal, casi increíble en una persona de aspecto tan frágil. Lloraba, más que con pena, con furia, con un rencor amargo y viejo.
Rubí se ofreció a llevarla. Ella podría volver a la tarde.
–Venina otro día –pidió Berta.
–Hoy mismo. A eso de las tres.
Berta Correa se quedó mirando a las dos figuras que abrazadas apuraban el paso bajo la lluvia. Las velas se extinguían y el olor pestilente llenaba la habitación. Sintió nauseas. Abrió una ventana y dejó entrar el aire frío.
Lentamente, recogió la baraja.