Violencia, humillación y dolor. Stephen Bonsal recoge las vivencias de la Sargenta, quien narra cómo se las ingenió para retornar a Asunción tras zafar de la masacre en Cerro Corá, la cruda convivencia con “su” brasileño y el resentimiento por la llegada del hijo no deseado.

  • Por Gonzalo Cáceres
  • DIARIO HOY
  • Ilustración: Roberto Goiriz

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Stephen Bonsal no oculta su simpatía por la bravura de los paraguayos. Hasta se entrega a la impresionante persona­lidad de su peculiar entrevis­tada. Con sus líneas le rinde honores al dolor de un pue­blo mutilado, con hambre y vergüenza; aquella vergüenza propia de los vencidos.

Era 1912 y la ya anciana Sar­genta navega en su mente en busca de aquellos pesa­dos recuerdos de la Guerra Grande.

VIAJE A LA NADA

La Sargenta evitó una muerte segura por buscar comida y agua. No estuvo en el cam­pamento de Cerro Corá la mañana en que el ejército imperial le puso fin a la gue­rra. Es que la mujer no tuvo opción, se ocultó en el monte y vio morir a sus compañeros de armas.

Tras la masacre, se propuso volver a la capital.

“De una manera u otra, la Sar­genta logró llegar a Asunción, siguiendo el sendero del ejér­cito brasileño, viajando por la noche en la misma forma que ellos lo habían hecho de día”, arranca Bonsal.

“‘No pensé en nada, salvo en la comida. Muy tarde en la noche, cuando no había nada cerca, o muy temprano en la mañana, cuando ellos ya habían comenzado una nueva marcha, me fui sigilosamente hacia las fogatas ya apagadas y buscando entre las cenizas había encontrado migajas de comida que habían caído de las ollas al cocinar cuando abandonaron el campamento para comenzar la marcha. Casi no podía creer a mis ojos cuando vi las cosas que ellos habían dejado atrás. Supongo que es así el hábito entre los conquistadores. Pero siendo que recién llegué de nuestros días de hambrienta, es difícil creer lo que vi. ¡Estas bandas suertudas de negros mataban un novillo cada día! Y detrás, sobre la tierra, dejaban hue­sos que aún tenían grasa. Para obtener estos, yo debía pelear con los hurgadores de la jungla y los caranchos del aire’”, contó la veterana.

Ella sufría mucho por el agua sucia de los ríos y arro­yos. “‘Los macacos solían beber toda el agua buena, y con esta lavaban sus heridas y mojaban sus vendajes para refrescar sus extremidades, y dejaron pasar sus novillos y caballos para revolcarse en el fango. ‘¡Puah! Era terrible. Pude hacer muchas cosas, yo, un soldado del gran ejér­cito del Paraguay, que estaba hambrienta pero nunca sediento, pero después de esto, yo ya no pude beber’”.

“Por los 40 días en los cua­les viajaba en la estela de los brasileños, ella apagaba su sed con el jugo de los ape­púes, ‘que el mariscal con su sabiduría había sembrado por tales partes aisladas cuando mucho antes de la tormenta vio por delante las nubes de la guerra comenzando a for­marse’”.

“’Viste que así me salvó la vida,’ comentó la Sargenta. ‘Sí, (el mariscal) me salvó la vida, pero perdió a nuestra patria, como dicen varios. Pero ellos son tontos. Los macacos estuvieron por lle­gar en cualquier caso, pero mientras él (López) vivía, los tuvo parados’”, refutó.

LOS NIÑOS Y EL LÚGUBRE PANORAMA

La Sargenta pensó que ter­minarían sus problemas al llegar a Asunción, pero el escarnio no hizo más que comenzar. Tenía nueve cria­turas y su hermana seis, un problema mayúsculo entre manos.

La hermana había recibido porciones de comida para todos como hijos del ejér­cito, pero cuando terminó la guerra ya había gastado sus ahorros y cuando vino la Sar­genta “terminó con el último centavito comprando alguna tela para cubrir su desnudez de la forma más decente posi­ble”.

“’¡Qué espectáculo era esto! Nuestras criaturas peque­ñas estaban pálidas y dolori­das, tan débiles que no podían ponerse de pie, arrastrán­dose en las calles herbosas, sus extremidades flaquísi­mas, desnudas y cubiertas por costras, y sus estómagos hinchados con el pasto que era su única comida’.

20 MIL MUJERES

“Pronto en Asunción hubo unas veinte mil mujeres des­protegidas que vinieron de las tierras devastadas. Allí se encontraron sin ayuda y la mayoría sin esperan­zas”, relata Bonzal. “Algu­nas de estas últimas dieron sus caras a las murallas y murieron, maldiciendo a los macacos y dejando sus crian­zas con nosotras. Pero hubo algunas que no se volvieron locas y entre ellas estaban las veteranas del gran ejér­cito; ellas ya han combatido para salvar a la Patria en sus sitios de batalla, y ahora esta­ban determinadas a salvar a su raza que estaba al borde de la extinción, porque casi ningún hombre había sobre­vivido la catástrofe. Estaban determinadas a honrar a sus maridos al vencer a sus con­quistadores”, alegó la Sar­genta.

“LA SEMILLA DE NUESTROS HOMBRES DEBÍA SOBREVIVIR”

A ciencia cierta, hubo unos seis mil soldados brasileños en Asunción desde el 1 de enero de 1869 y un número parecido en los parajes veci­nos. Las mujeres, “las madres de todos los que sobrevivían de la sangre paraguaya”, se convirtieron en sirvientes de estos aliados, “tomando comestibles por sueldos”.

“Ellos eran bastante ricos, estos macacos, recibiendo el doble de su paga de gue­rra; y además, explicaba la Sargenta, hubo varios latro­cinios, por supuesto, y con estos muchos de ellos podían mantener a dos de nosotras. Habíamos unas veinte mil mujeres, las viudas de la gue­rra y pienso que en prome­dio tuvimos cinco criaturas cada una de nosotras. Sí, en estos tiempos tuvimos más hijos, pero muchos murie­ron de hambre durante la guerra, dejándonos con solo cinco cada una. Mi único pen­samiento y el único pensa­miento de todas nosotras era el de que la semilla de nues­tros hombres debía sobrevi­vir y que la sangre guaraní no desapareciera del mundo”.

Es en este punto en que –anota Bonsal– la Sargenta trae de vuelta la memoria de su difunto esposo. “Todos mis hijos vivieron y ellos han criado unos sesenta nie­tos a mi marido, asesinado en Cerro Corá. Sí, lo he visto caído allí mismo y, antes de comenzar mi viaje a mi pue­blo, le puse al lado un espan­tapájaros para asustar a los caranchos. Esto era tonto de mi parte, ¿no les parece? Pero las mujeres son senti­mentales, hasta cuando eran soldados”.

FRUTOS DE LA BARBARIE

Los invasores maltrataron a las paraguayas hasta más no poder. Las agresiones sexua­les eran moneda corriente por aquellos días. Producto de esta situación, las para­guayas engendraron vásta­gos de los propios asesinos de sus padres, hijos y hermanos.

“Nosotras éramos las afor­tunadas. Pocos de nosotros tuvimos hijos de nuestros conquistadores. A mí me parece que era así general­mente. Supongo que nues­tras sangres, envenenadas por tanto odio, no podían fluir juntas”, reflexionó.

Sin embargo, la irreducible Sargenta asume que algo de sentimiento pudo nacer de tanta tragedia. “Después de haber vivido con mi hom­bre brasileño por unos dos años, me sorprendí a mí misma con un sentimiento extraño y después vino un niño macaco. Era un gusa­nito curioso, con cara púr­pura y cabello rizado oscuro, pero dentro de poquito se me envolvió alrededor del cora­zón. Yo le llamé mi nieto, por­que vino a mí para salvar a mis hijos; nació del amor que tuve para mis (hijos) para­guayos. Pero pronto murió. Y extraño como era, igual me sentía triste. No pude cocinar por una semana, pensando de este gusanito negro que había muerto, aunque, por supuesto, fue mejor que muriera”.

FIN DE LA OCUPACIÓN

Tras la proclamación de la paz y el establecimiento de un gobierno funcional a los intereses aliados, el Ejército brasileño anunció su salida del país (1876). La carnicería acabó, pero el despojo mutó a otras formas.

La Sargenta siguió a “su” bra­sileño a la ciudad de Corumbá, Matto Grosso del Sur, y se jus­tificó. “Cuando llegó el día de irme, entré en la chata, el buque del ejército, con mi hombre brasileño. Todavía tenía cuatro hijos pequeños y mi hermana tres, y nin­guno de ellos se podía man­tener. Y en la ciudad cubierta de pasto aún no había comer­cio ni tampoco dinero, nada de recursos, y más que todo, no hubo caridad. Si hubiéra­mos quedado atrás (en Asun­ción), ¿qué hubiera pasado con estas criaturas? Enton­ces nos pusimos nuestros rifles al hombro y ordenamos nuestras mochilas y salimos por río arriba con los soldados brasileños”.

Unas 6.000 paraguayas aban­donaron el país con los inva­sores; la mayoría nunca más volvió.

CONTINUARÁ

Nota del autor: Transcrip­ción de la traducción del artí­culo original publicado en la revista Estudios Paragua­yos; Vol XXXV, No. 2 (Año 2017), editada por la Univer­sidad Católica de Asunción (UCA), entrega del historia­dor norteamericano Thomas Whigham, especialista en la Guerra Grande.

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