Un nuevo capítulo de “Aldea de penitentes” nos lleva de la mano al “reino” de Clota, la esposa de Elizardo Cuenca. La mujer encuentra en el proyecto de su mansión en la capital un motivo para apoyar a una ex compañera de colegio caída en desgracia económica para adquirir el amplio terreno en un barrio de la capital. Una interesante mirada sobre los cambios en las vidas de quienes transitaron esa época de encumbramientos y caídas.

  • Por Pepa Kostianovsky

Vestir y alhajar la nueva casa fueron tareas que reclama­ron la atención y las energías de Clota y la mantuvieron entusiasmada por un buen tiempo.

El terreno de más de media manzana se lo había com­prado a una antigua compa­ñera de colegio, quien entre sus apellidos y los del marido llenaban dos renglones de una hoja de papel sellado.

Clota estaba exultante por haber ayudado a Raquel entregándole billete sobre billete para que la familia pudiera trasladarse a Are­guá a la que fuera la casona de veraneo.

La elegante teresiana aprove­chó el cobertizo para empren­der una granja avícola, mien­tras el esposo, agobiado por la depresión, se refugiaba en la Aristócrata Rombo de Oro y el tabaco negro, además de una docena de auténticos medias coronas y un fugaz “etiqueta negra” que le llevaba todas las semanas Juanjosé Guanes en memoria de la amistad de sus finados padres.


Con la ayuda de su cocinera, que aportó al staff concubino y dos hijos, Raquel se ocupaba de recoger huevos y desplu­mar pollos que traía todas las madrugadas hasta Asunción, aprovechando el viaje de la Peugeot para dejar a sus tres niñitas en el colegio, entre­gar la mercadería en el super­mercado del “judío”, comprar provista, visitar a su madre y usar el baño “moderno” de la casa familiar, llevarse el periódico del día, que”vos ya lo leíste, mami”, y volver a la granja cuando Pepeluis empezaba a despejarse de la primera mamúa o iniciaba la segunda.

A pesar de los años de confi­namiento social en la Villa, Clota se había preocupado de cultivar sus relaciones juve­niles. Las tarjetas y los lla­mados telefónicos en fies­tas y aniversarios eran un rito. Además, sus hermanas la mantenían informada de cuanta moda, rumor, desgra­cia o bienandanza removiera el caldero capitalino.

Enterada del oleaje y los esti­los, no le permitió a Elizardo construir “a lo milico”. Sin desaprovechar la mano de obra disponible en los cuar­teles, exigió los servicios de un arquitecto e impuso un proyecto conteste al tiempo y el espacio: una casa “colo­nial”, de dos pisos, con enor­mes aberturas de madera, herrajes, corredores y balaus­tres hasta en los cimientos. El marido, que al principio protestó por la injerencia de “ese afeminado”, se rindió complacido por las quitas en el presupuesto que implica­ban los pisos de cerámica y los techos de tejuelón, que además eran provistos por un olero de Ypacaraí, al que pagaba ordenando la vista gorda para las griferías y “artefactos” brasileños con que completaba el stock de su depósito de materiales.

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