- Por Ricardo Rivas
- periodista
- Twitter: @RtrivasRivas
- FOTOS: Archivo y Gentileza
Una vez más, en esta semana que todavía no alcanza a ser pasado –el miércoles 20 de julio– Nino Ramella, gestor cultural, periodista, viajero vocacional y enorme contador de historias, repitió, como lo hace cada año desde mucho tiempo cuando nos saludamos para recordar el Día del Amigo, que “no” entiende cuál es la vinculación entre la llegada del hombre a la Luna con la amistad. “Seguramente el origen de ese desentendimiento habría que buscarlo en mi falta de lucidez”, aventura Nino y, sobre ese supuesto, cree y piensa que está imposibilitado para relacionar al satélite natural de la Tierra con el sentimiento que se construye entre amigos y amigas a lo largo de la vida. Debo admitir y declarar, aquí y ahora, que me pasa lo mismo. La Luna da para todo a todos y a todas. Desde siempre. Enrique Ernesto Febbraro era un odontólogo argentino que alcanzó notoriedad por proponer que cada 20 de julio sea el Día del Amigo. A quienes quisieran oírlo e incluso a quienes no lo desearan, largamente, explicó que ver la llegada del hombre a la Luna lo inspiró a crear esa celebración. Tan interesante como compleja argumentación para referirse a su creación devenida en promotora de consumos varios. Muy probablemente, la imaginación del niño Enrique Ernesto –como un cóndor andino– voló alto con Julio (Gabriel) Verne que, en 1865, publicó una de sus obras más trascendentes: “De la Tierra a la Luna”. Cinco años más tarde, fue el momento de “Alrededor de la Luna”. Magníficas ambas. Soñar era una constante con cada una de sus páginas que, cuando era un pibito, releía incansable. En mis fantasías fui miembro del Gun-Club, en Baltimore y hasta logré que me aceptaran en la tripulación junto con el francés Michel Arden; con el presidente de aquella organización de artilleros, Impey Barbicane y el capitán Nichols. El sueño demoraba en cerrar mis ojos cada noche cuando una y otra vez miraba, primero el almanaque y luego el reloj, para estar listo y puntualmente preparado para el vuelo que se iniciaría el 1 de diciembre cuando faltaran trece minutos para las once.
CUATRO DÍAS PARA LLEGAR
Tardaríamos cuatro días en llegar al inexplorado territorio selenita. La Luna. ¡Qué enormemente bella y atractiva! Febbraro nació en 1924 en el barrio de San Cristóbal de la capital argentina. Con el tiempo, mudó a Lomas de Zamora, en el sudoeste bonaerense, suburbio capitalino. Allí estaba en la larga vigilia que se inició en la noche del 20 de julio de 1969 y se prolongó hasta la madrugada del 21 cuando Neil Armstrong pisó la superficie lunar. En aquellas mismas horas, sin saberlo, con Febbraro compartimos las mismas imágenes. Como él en Lomas, en mi casa, en el Bajo Belgrano, rodeábamos la vieja tele que en blanco y negro nos puso al astronauta en el living cuando con pequeños saltitos dejó atrás la escalerilla que permitió alejarse de “Águila”, el módulo lunar. La carrera espacial –una batalla más de la tristemente célebre Guerra Fría– había finalizado. La Casa Blanca norteamericana se alzó triunfadora en el espacio por sobre el Kremlin soviético. ¿Qué tiene que ver una guerra –sea ella fría o caliente– con la amistad? El Día Internacional de la Amistad, desde el 27 de abril del 2011, porque así lo decidió la Asamblea General de las Naciones Unidas, es el 30 de julio. La efeméride celebratoria se aprobó a partir de una propuesta formal que realizó para ello la Cruzada Mundial de la Amistad que un grupo de activistas fundó en 1958. ¿Pero no fue Febbraro el creador?
Cuando niño, una buena parte de mis días miraba el cielo. Mis pupilas se perdían durante horas en procura de hallar aquello que hiciera mi cielo. Así lo sentía, un gran espacio con misteriosas diferencias que solo yo sabía que estaban porque era quien las descubrió. En otros momentos, cuando paseábamos con papá y mamá, mis ojos y pensamientos se centraban en ese enorme Río de la Plata que compartimos con nuestros vecinos y vecinas uruguayas en la barriada rioplatense. Aquellos eran los paisajes ribereños de la infancia en mi pueblo natal, el Bajo Belgrano, en Buenos Aires, cerca de siete décadas atrás. El cielo me atraía porque la casa grandísima de la familia por varias décadas estaba muy cerca del aeroparque. Los aviones, de todo tipo, nos sobrevolaban. Creo que andaba promediando los seis años cuando supe que algo inusual pasaría en aquel cielo que era mío. Todo mío. Lo vi a don Ricardo, nuestro amadísimo viejito, poniendo cintas adhesivas sobre los cristales de las ventanas y ventanales durante un par de días y, finalmente, en la tardecita de un viernes nos explicó que “mañana volarán por aquí los Pájaros de Trueno norteamericanos y, cuando esos aviones de guerra rompan la barrera del sonido, los vidrios pueden estallar por la onda expansiva”. También nos recomendó no quedarnos cerca de las ventanas y, finalmente, prometió que “si el clima es bueno iremos a la terraza para verlos mejor”. Me interesaba subir hasta allí. “El cielo está más cerca. Lo puedo tocar”, pensaba. Cosas de pibes. Los cielos nocturnos, por aquellos años, eran plenos de negra transparencia. Echarse sobre el pasto, de espaldas, era mágico. Las luciérnagas competían en belleza con las estrellas que se veían enormes, plenas de luz y generadoras de múltiples embelesos.
EL CIELO DE LA NIÑEZ
Con José García –”el pibe de la vuelta”, que vivía muy cerca de mi casa– para verlas mejor y saber de ellas, nos asociamos al Club o Asociación de Amigos de la Astronomía. Era atrapante observar ese cielo tan nuestro, aunque –aceptémoslo– era de todos y de todas. Nos enseñaron a fabricar un telescopio casero. Muchos meses pulimos un espejo cóncavo y, luego, otro convexo, para instalarlos después en el interior de un tubo para entretenernos mirando el cielo. El aparato casero lo pusimos en una pequeña piecita en la terraza de la casa de José, sobre la calle Dragones. Fue emocionante, una madrugada, ver a Júpiter y sus anillos del tamaño de un pomelo. ¿Qué habrá sido de aquel pibe? No sé. ¿Febbraro también habrá estudiado alguna vez al cielo y a sus astros? Nosotros, aquellos dos pibes del Bajo Belgrano con el raro gusto de pasar horas y horas mirando el cielo, nunca supimos de él. Los sueños adolescentes le ganaron a nuestra afición por la observación astral. Con el tiempo, dejamos de vernos con el flaquísimo José. Nunca más nos frecuentamos aquellos dos que, como nos bromeaba doña Juanita, nuestra querida abuelita, “siempre estábamos en la Luna”. Los estertores del tango que siempre renace, afortunadamente; la irrupción de The Beatles y los Rolling Stones, el avance de la tele, la lucha armada, los deseos de liberación para dejar atrás la dependencia, los sucesivos golpes de Estado, las reiteradas dictaduras, aquellas noches en que dejé de mirar al cielo para abstraerme, con la misma intensidad, en los hallazgos del amor; escribir, el periodismo, hacer radio, diario y televisión para ganarme un peso. Todo me había cambiado.
ENCUENTRO CON FEBBRARO
En aquella etapa, tal vez cuando andaba por los 25 años y ya era periodista –como Héctor Daniel, nuestro abuelo, y papá– supe de Enrique Ernesto Febbraro. Lo llamé para entrevistarlo. Acordamos vernos. En el primero de los encuentros confieso que me sorprendió. Lejos de poner en mis manos una tarjeta personal, como se estilaba por entonces, me entregó un folleto con sus datos identitarios y profesionales. Además de dentista, informaba que también era “profesor de historia, de psicología, músico, estudiante de filosofía, doctor en odontología”. Sin que pudiera siquiera imaginarlo, en cuanto nos vimos extendió su mano hacia adelante y, a modo de saludo, solo me dijo: “Somos colegas periodistas y fui locutor en Radio Argentina”. Lo miré con enorme curiosidad. Sin darme tiempo para preguntar nada inició una especie de discurso perfectamente articulado para asegurar que era el “creador del día del amigo” y precisar que aquella creación emergió de su alma cuando, “en la noche del 20 de julio de 1969, veía el momento en que Neil Armstrong pisaba la Luna. Fue el primero de los hombres que lo hizo”, agregó, y dejó sus ojos clavados sobre mi persona, presumo que en un intento vano por saber qué me provocaban aquellos, sus dichos. Supongo que lo frustré. Por él supe también que su padre “fue amigo personal de Borges (Jorge Luis), de Discépolo (Enrique Santos)…” y dos o tres grandes más de las letras argentinas. “Mi padre se llamaba como yo”, agregó. No me pude contener. “¿Querrá decir que usted lleva el mismo nombre que su papá?”. No puedo recordar su respuesta. Sí, la expresión de su cara. Varias veces más, después de aquella primera vez, tuve que entrevistarlo. Antes de que se iniciaran los años 90 dejé Buenos Aires. Trabajar de periodista me llevó hacia otros lugares. Dejé de ver al dentista Febbraro. Sin embargo, una fría mañana invernal, en Mar del Plata –unos 1.670 kilómetros al sur de mi querida Asunción– llegó hasta la puerta misma de la agencia de Noticias Argentinas Enrique Ernesto. Me pareció, realmente, increíble. Una vez más el ritual de saludarnos, aunque con alguna diferencia. Aquel folleto que recibí de sus manos la primera vez ya no existía. Me entregó un tríptico en el que, además, consignaba ser “Visitante lustre” en más de un centenar de pueblos y provincias argentinas. Leí cada una de las –para mí– nuevas informaciones con total atención. La más destacada, haber sido dos veces postulado para recibir el Premio Nobel de la Paz. Nunca se lo dieron. Volvimos a vernos dos años más. Siempre cerca de la efeméride de su creación. En la anteúltima entrevista le pregunté por qué en otros países la celebración no coincide con la que se desarrolla en la Argentina, aunque destaqué al consultarlo que, “entre otros lugares, como aquí, es el Día del Amigo en España, Brasil y Uruguay”, pero en Bolivia es el 23 de julio; en Paraguay, el 30 del mismo mes; en la India, el primero de los domingos de setiembre, y en Colombia, el tercero de los sábados septembrinos y, en el calendario colombiano, se llama Día del Amor y la Amistad”. No ofreció ninguna explicación y, una vez más, repitió aquel relato de aquella vivencia personal con la que, desde la llegada del hombre a la Luna, su imaginación vinculó el suceso histórico con la amistad.
“EL DÍA DEL ASTRONAUTA”
Nino Ramella, el querido colega y amigo ya mencionado, alguna vez reveló que Febbraro también era escritor de aforismos y que para validar aquella vocación, antes de finalizar una entrevista para el diario La Nación de Argentina, en la corresponsalía marplatense, mirando como embelesado hacia la nada, dijo con solemnidad: “Cuando llueve, comparto mi paraguas. Si no tengo paraguas, comparto la lluvia”. ¡Joder! Nos encontramos con don Enrique Ernesto una vez más. No leí el nuevo tríptico que entregó al saludarnos. Seguramente, habría agregado “escritor de aforismos”. Recuerdo claramente que la reunión se extendió solo por unos pocos minutos que, de todas maneras, fueron reveladores. En el instante preciso en que, una vez más, comenzó con su historia vinculante de la hazaña lunar estadounidense y la amistad, repregunté lo que desde el primero de los días en que lo escuché quise preguntar y nunca encontré la forma para hacerlo correctamente. “Doctor Febbraro
–le dije– recuerdo muy bien lo que a usted le sucedió en la noche del 20 de julio del 69. Casi he memorizado cada una de sus palabras para explicarlo. ¿Pero puede explicarme por qué razón no propuso, como efeméride, el Día del Astronauta?”. No hubo respuesta. Se retiró de inmediato. Nunca volvimos a vernos. Supe por los diarios que el 4 de noviembre del 2008 falleció a los 84 años. Me entristeció que aquel buen tipo nunca respondiera la última pregunta que le hiciera. Los astronautas siguen si tener un día como lo tienen casi todos y todas quienes ejercen o no alguna actividad. ¡Es injusto! Aunque, en alguna medida, una vez más las Naciones Unidas hizo justicia. Desde el 2011 cada 12 de abril es el Día Internacional de los Vuelos Espaciales. Algo es algo. Mientras, la Luna sigue allí. Algunas veces, como esta noche de viernes, acurrucado en la vieja mecedora, junto a los leños crepitantes en esta muy fría medianoche invernal, pienso en historias como esta. Hago silencio rodeado de silencio. Porque el sentimiento y el recuerdo inesperadamente me impulsan levanto el vaso de cristal colmado con un Black Label 12 años, miro el fuego y, con mi brazo estirado, como Pink Floyd, involuntariamente digo: “Don Enrique Ernesto Febbraro, ‘te veré en el lado oscuro de la Luna’ para preguntarte por qué?”.