Por Óscar Lovera Vera, periodista
Sin duda, lo que ocurrió aquel miércoles 12 de setiembre estaba lejos de ser comprendido por todos. La llamarada de esa casa, que comenzó durante la madrugada, pasó de ser la sospecha de un accidente al escenario de un terrible crimen de un descuartizador.
La locura se desató en la cuadra. Los bomberos buscaban extinguir el incendio con sus mangueras. Las llamas se imponían impetuosas ante la cuadrilla de socorristas, los amenazaba azotando con brazos incinerantes a la primera línea de combatientes.
– ¡Retrocedan! – Se escuchó a lo lejos; era el capitán de los matafuegos al percatarse que la orientación del viento cambió repentinamente. Eso amenazaba a su grupo y prefería dar unos pasos atrás y desplegar otra línea con caudal de agua para imprimirle fuerza al combate.
Un par de horas después, cuando la noche se iba diluyendo en los minutos, uno de los bomberos gritó con voz de alivio.
– ¡Controlado, capitán! – fue apagado el último bastión de fuego en la casa. Todo quedó en cenizas, el manto blanco y grisáceo sepultó todo lo que había. Era una alfombra blanda de un montón de partículas de lo que alguna vez fue la casa de Francisco.
Aparentemente nadie estaba en la casa, esa impresión les dio en un principio. Nada de lo que veían –mientras escarbaban con un gancho– les permitía encontrar vestigios de que alguien la habitó. La esperanza de los vecinos es que él no haya estado al momento en que eso comenzó a arder.
Los bomberos, en su trabajo incesante, se dividieron en pequeños grupos para abarcar mayor parte de la superficie. Los testimonios –que aumentaban a medida que la muchedumbre se agolpaba– les indicaba que la esperanza era surreal, Francisco llegó antes del incendio y estuvo acompañado.
El capitán les dio la orden de ser puntillosos en la búsqueda. La tensión aumentaba a medida que el tiempo pasaba con respuesta estéril. Removían todo buscando rastros y en medio de su labor quedaron asombrados, finalmente hallaron a don Vallejos.
El torso y algunas de sus extremidades estaban completamente calcinados. Esa imagen que quedó en la memoria de todos los matafuegos.
En medio de esa escena escabrosa, un grupo de curiosos prestó atención a un perro que paseaba en medio de los restos de la casa. Llevaba algo entre los dientes, iba aferrado a él apurando la marcha a un destino impensado. Más curioso resultó que algunas gotas de un tono oscuro caían de aquello que cargaba en la boca, era una de las piernas de ese hombre muerto.
El momento fue espantoso. Tanto que la Policía ordenó que todos retrocedieran al menos veinte metros para evitar otro momento como ese.
En las inmediaciones, una pareja de vecinos se preparaba para salir de la casa. El hombre subió a su moto, tiró del embrague hacia el manillar, presionó el botón de encendido y luego el acelerador. Fue a la entrada a esperar a su pareja, pero en el patio algo se veía extraño.
El conductor se percató terrible, sus ojos se dilataron por completo. Estupefacto y con la garganta seca, tartamudeó – Ema, en el patio hay algo, vamos a ver… pero no te vayas a asustar… – le indicó a la mujer, ella no entendía si se trataba de una de sus tantas bromas o le habló con seriedad.
Fueron juntos, cargados con la intriga de qué podía ser, sabiendo que acababa de ocurrir una tragedia a pocos metros y se habían encontrado partes de un cuerpo. La intuición tuvo la razón: era un brazo y todo tenía relación con el caso.
Los policías tomaron como prioridad encontrar la cabeza del hombre. Aquello fue un endemoniado momento trágico. Se escuchaban lamentos, llantos y gritos de desesperación. Todos estaban espantados con lo que estaban viviendo. De un momento a otro, pasó de un supuesto accidente con fuego a la hipótesis de un crimen atroz.
La policía local tomó el mando, esperando la llegada de los agentes de homicidios. Mientras tanto, optaron por fragmentar la escena buscando más evidencias que puedan revelar el trasfondo de la tragedia.
ANALIZABAN LOS RESTOS
Los expertos sabían que los cortes proporcionados solo podían ser hechos por alguien que conocía los puntos exactos para no solo acabar con la vida de alguien, sino también cercenarlo. ¿Quizás alguien que trabajó en medicina, algún faenador, carnicero…?
Era una pregunta recurrente entre el forense, que ya había acabado con su trabajo, y los agentes de criminalística. Marcaron los sitios donde encontraron los restos y no había un patrón aparente. La idea –que les venía a la mente– es que el asesino sabía lo que estaba haciendo y desesperadamente intentó deshacerse del cuerpo para evitar que lo descubran.
No quedó de otra y preguntaron a los vecinos cuáles de estas opciones podía encontrarse en los alrededores. ¿Existía alguien con esa condición de odio hacía la víctima, alguna amenaza o deuda que pudo llevar a una acción demencial? Las interrogantes se multiplicaron por cien, pero poca respuesta hallaron. Muchos temían por venganza y prefirieron el silencio cómplice y cobarde.
Una pista, después de tantos datos descartados, iluminó el camino de los investigadores.
Francisco estuvo en una chanchería mucho antes del incendio, no estaban seguros si de ese lugar fue hasta su casa, pero sí lo vieron en ese sitio bebiendo con otras personas aguardando por el partido de la selección paraguaya.
Una chanchería. Todos apuntaron a ella. Y los cabos comenzaron a unirse. Los policías fueron hasta el lugar y entre las preguntas realizadas supieron que Francisco estuvo allí antes y se retiró en compañía de su amigo Daniel. El joven, que era jornalero, dedicaba algunos días a la chanchería, donde faenaba y podía ir cualquier día, ya que los propietarios eran sus familiares.
Él no tenía un domicilio fijo. A veces se quedaba en la chanchería, otras en lo de su tía, y en ocasiones también en lo de don Francisco. Tras las sospechas, que apuntaban a “Tua’i”, fueron de inmediato a la casa de la tía. Policías y una comitiva fiscal procedieron a la inspección del domicilio. – Él no vino por acá en estos días – fue la respuesta de bienvenida de la mujer. Quien luego recordó que contaban con una habitación donde el joven ingresaba incluso sin dar aviso.
Allí hallaron ropas tiradas en un balde con agua, aparentemente listas para ser lavadas. Las tomaron y notaron en ellas manchas de sangre. El asesino estaba cerca y buscaba borrar toda evidencia. Pero sobre el techo había algo mucho más comprometedor: un cuchillo bañado en sangre.
La búsqueda comenzó. Daniel Salinas, alias Tua’i, fue detenido esa misma noche de miércoles sobre un camino vecinal de Capilla del Monte, a pocas cuadras del lugar del hecho. Tras varias horas de interrogatorio, comenzó a relatar algunos detalles del crimen, pero en tercera persona. Dejando entrever a los investigadores que él solo fue un testigo. Entre burlas, cayó en varias contradicciones. No soportó la presión. “Sí, yo le maté”, expresó sin titubear y dibujando una sonrisa, como si recordarlo le causara satisfacción.
Finalmente, en horas de la madrugada reveló datos del lugar donde ocultó la última parte del cuerpo. A dos kilómetros de la casa hecha cenizas, en una casa del barrio san Isidro de Reducto, San Lorenzo, lugar donde vivía un amigo y Daniel lo frecuentaba. Allí, en un baño frágil, muy precario, se escondían bolsas. Algunas escondían ropas con mancha de sangre, pero… una tenía lo que buscaban para cerrar el caso: la cabeza de don Francisco Vallejos. El tiempo se detuvo. Un momento de frialdad surcó impetuoso en la espalda de todos, dejando la piel helada. Inmóvil y atónitos observaban el rostro inerte que inmortalizó espanto.
Daniel había pasado 4 años de su vida en la cárcel antes del crimen. Tenía antecedentes por robo. Todos pensaron que era una etapa cerrada y de ahí no pasaría. Parecía un chico normal, pero en otros momentos algo trastornado, fue difícil de definirlo. En su carácter tranquilo denotaba –también– una furia asesina.
Doce estocadas a la altura del tórax posterior fueron el inicio del mortal ataque del que fue víctima don Francisco, de acuerdo a la inspección de la caja torácica encontrada entre escombros de la siniestrada vivienda. Esta pista reveló que la víctima fue atacada por la espalda y tras encontrar la muerte, sus extremidades fueron desmembradas. Luego el asesino lo decapitó.
Los jueces sentenciaron aquella temeraria y enfermiza acción con 25 años de cárcel. Nadie reclamó el cuerpo de Francisco que yace olvidado bajo tierra municipal de aquella sangrienta ciudad.
Fin.