Por Pepa Kostianovsky

El relato de hoy sigue la huella de Berta Correa, pero esta vez es su camino extraordinario en el amor. El capítulo de “Aldea de penitentes” nos ofrece una muestra del realismo mágico, acabada y de gran belleza.

Berta Correa pretendía no volver a enamorarse. Aquel primer encuentro casi infantil, que la enfrentó con el repudio y la cobardía del amante, había dejado cicatrices.

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Sin embargo, no quería renunciar a las sensaciones de los cuerpos cálidos, la caricia tímida y el sexo avasallante. A apoyar sus manos pequeñas sobre las nalgas tensas de un hombre en celo, a pasar su lengua por un torso sudoroso y saborear las gotas saladas como agua de mar. A dormirse ahíta de placer con la espalda cobijada por un vientre plácido. A la vanidad de exponer su belleza intacta a generaciones tras generaciones.

“Si no voy a poder darme el gusto de ser vieja y sentarme tranquila a fumar mi cigarro y fastidiar a mis hijas, por lo menos voy a sacarle provecho a lo que esta desgracia tiene de bueno”-solía decir, al pararse frente al espejo en cuya plata iba dejando cráteres el tiempo.

No era precisamente el amar lo que colmaba de gozo a Berta, sino la parición. Disfrutaba cada instante de sus embarazos, mirando la lenta transformación de su vientre cóncavo en aquella convexa gravidez que anunciaba el climax de euforia y gracia, en que se sentía bendecida, pródiga y mortal.

Intuía que solo lograría desprenderse de ese fardo desmesurado de vida, dándola, entregándola de a poco, en cada niña. Cortana el cordón con el cuchillito de plata, las criaba hasta reconocer sus testuras y sus alientos y luego las daba. Nunca quiso escuchar que le dijeran mamá, porque entonces no podría entregarlas . Y se negaba a ver envejecer a sus hijas en tanto ella permanecía joven.

Pero, su propósito de no enamorarse fue quebrantado más de una vez.

Poco después de haber terminado la Guerra del Chaco, conoció a un guaireño de mirar melancólico y palabra prodigiosa, que le contó historias fantásticas, le regaló un planisferio, le enseñó una canción de cuna en hebreo y escribió para ella cien sonetos. Sin más que verlo en su delgada desnudez, Berta pudo saber que la tisis lo consumía. Y lo amó.

Una tarde de agosto, acompañó el cortejo con la pequeña Constantina en brazos. Tiró en la tumba un puñado de tierra y se marchó. Al alejarse vio en los ojos de su hija la tristeza del padre y entendió que también se estaba yendo. Intentó amamantarla , mientras le susurraba la canción. Pero era tarde. Las lágrimas de Berta Corea cayeron sobre los párpados cerrados de la niña muerta.

Muchos años duró su desconsuelo. Y creyó consolidada su voluntad de no volver a querer. Mientras, seguía recibiendo el amor de quietos y caminantes y dando vida a mujercitas hermosas.

Después del golpe del 54, Berta recuperó alguna bonanza, ya que conservaba la confianza de Stroessner, a pesar de haber rechazado sus reclamos amorosos.

Pero le fue imposible tolerar a la cuadrilla de soldaditos pertrechados de ladrillos y herramientas, que irrumpieron en la destartalada casita, arreglaron techos y pisos, hicieron un pozo de agua y un baño con azulejos, tendieron los cables de luz desde la ruta, colocaron en la sala una heladera y un juego de living y colgaron en la pared un relato del Presidente.

Berta, angustiada, se trasladó a Villeta. Allí conoció a Rubén, de quien todos murmuraban que padecía un mal que muy pronto lo mataría. Ella anunció:

No es cierto. Vas a vivir muchos años, muy lejos. Pero siempre vas a sufrir de nostalgias.

Sucumbió a aquellos ojos que acompañaban los azules y los grises del cielo, y a la cadencia de sus versos de amor. La niña heredó dos claros luceros. A partir del exilio, él le imploró que se la diera y ella se negó. La llamó Carmen y puso en su destino la poesía. Al volver a la casa de Tembetary, acostó a la pequeña en la cama. Sacó a Stroessner de la pared y lo tiró a un pozo de basuras. Y se sentó a llorar por tres noches y tres días.

Maternidad. Olga Blinder. 1953.
Amigas. Olga Blinder. c.1989.

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