Por Ricardo Rivas, periodista Twitter: @RtrivasRivas
El sábado pasado –25 de junio– se cumplieron 119 años del nacimiento de George Orwell (Eric Arthur Blair, su nombre real), periodista, ensayista, crítico de casi todo, cineasta, escritor. El primero de sus llantos, cuando vio la luz, se escuchó en Motihari, India. Eran tiempos de dominaciones coloniales y, por ello, tenía ciudadanía británica. La del opresor colonial. La del reino (¿unido?) dominante porque su padre era funcionario de rango medio en el servicio civil indio. Su madre, hija de un comerciante en Birmania, aportó sangre francesa a sus venas. Desde el vamos, fue testigo de un mundo en guerra. El siglo XX está marcado por violencias de todo tipo en todas partes. Acumuló experiencias que, cuando promediaban los años ‘40, críticamente volcó en dos obras trascendentes. “Rebelión en la granja”, en 1945 y, “1984″, terminada en 1948 y publicada un año más tarde.
UN ANTIUTÓPICO
Sus textos, claramente, iban en sentido opuesto a toda utopía epocal. Era antiutópico. Con sarcasmo criticó a izquierdas y derechas. Declaró con lucidez que el fin de la Segunda Guerra Mundial –emergente de los dos bombardeos nucleares que convirtieron en cenizas Hiroshima y Nagasaki al igual que a sus poblaciones– de ninguna manera, dieron lugar a la paz. Más todavía, aquellas victorias pírricas – todos perdieron y perdimos– formatearon desde la bipolaridad la llamada Guerra Fría que tiene capítulos de altísima temperatura y, ese, fue uno de los uno de los campos para el análisis que constituyó para adentrarse en ellos con implacable mirada crítica. “En principio, el fin de la guerra es mantener a la sociedad al borde de la hambruna. La guerra la hace el grupo dirigente contra sus propios sujetos y su objetivo no es la victoria, sino mantener la propia estructura social intacta”. Sonó fuerte aquella sentencia. Orwell, quien entre 1938 y 1940 se integró al Partido Laborista británico y era parte del Partido Obrero de Unificación Marxista, levantó su voz que transformó en palabra escrita, contemporáneamente con la creación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 24 de octubre de 1945 y la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Vaya momento histórico para ese sujeto histórico, tal vez, diría Cornelius Castoriadis. ¿Por qué no? ¿Un visionario? ¿Un conocedor de la condición humana?
“EL GRAN HERMANO ES REAL”
Desde entonces, corrieron poco más de 7 décadas. Los desarrollos tecnológicos, indetenibles, aparecen como ilimitados. Todo parece posible y estar al alcance de nuestras voluntades. Por aquellos años de Orwell, la mundialización carecía de aptitud global. El tiempo real de cada suceso era muy diferente de la idea conceptual y práctica del “just in time”. El último momento es bien diferente de la advertencia “noticia en desarrollo” que con frecuencia leemos en los sitios informativos de la Aldea Global que soñó Marshall McLuhan. ¿Están en riesgo nuestras intimidades? Sí. ¿Es posible pasar desapercibido o, sin que nadie nos vea? Enorme interrogante, pero cada día que pasa me siento en condiciones de decir que no. Al caminar por una calle cualquiera de la ciudad que fuere es posible descubrir que una cámara sigue nuestros pasos. O los de quien fuere. El asesinato de Osama Bin Laden, el 2 de mayo del 2011, fue seguido “en tiempo real” por el 44to presidente de los Estados Unidos, Barak Hussein Obama –Premio Nobel de la Paz 2009– acompañado de sus colaboradores civiles y militares. Desde el 24 de febrero pasado, los vídeos de los drones-suicidas que operan en Ucrania, también “en tiempo real”, los vemos en la tele y en las redes. Los asaltos urbanos a mano armada de los que son blanco los comercios minoristas de cualquier barriada, también. Podemos ser testigos de matanzas escolares, de violentas represiones, de secuestros, de ataques terroristas, como también de engaños de pareja y salidas de juerga mayores. Las palabras de un viejo amigo que vive en Londres desde un par de décadas con el que dialogué días atrás, no abandonan mis oídos ni mis pensamientos. “We live connected. They watch us”. ¿Es tan así? Conozco una llamativa cantidad de personas que no usan teléfonos móviles “para que no me encuentren”. De ningún tipo. Sin embargo, cada tanto, llegan a sus casas notificaciones formales, con fotos, porque fueron captados por una cámara cuando cometieron una infracción en el tránsito. Pese a sus esfuerzos, no pasan desapercibidos. Alguien los ve. ¿El Big Brother de Orwell? Quizás.
YO GRABO, TÚ GRABAS, ÉL GRABA...
Algo parecido pasa con nuestros datos. Con nuestra vida cotidiana. Con las compras que hacemos en los hipermercados, en los centros de ventas, en los estadios deportivos, en los recitales. Incluso hay quienes graban y se graban con cámaras personales que llevan los recorridos que hacen con sus bicicletas o cuando salen para ejercitarse. Yo grabo, tú grabas, él graba, nosotros grabamos. El camino a casa o a donde fuere también puede ser monitoreado. Yo me grabo, tú me grabas, él me graba, nosotros nos grabamos. ¡Y, por si grabar y monitorear no fuera suficiente, también llenamos –o algunos llenan– las nubes con esos archivos! Enredados en las redes, algunas, incluso invitan a mostrarnos para que registremos nuestros rostros. Para que “imaginemos” cómo seremos cuando pasen los años. A esos registros –voluntarios o no– la cotidianidad les impone una velocidad al borde del vértigo. Guillermo Nogueira, médico y neurólogo con prestigio, trayectoria académica y amplia casuística, analiza y dice: “En nuestro tiempo la charla alrededor del fuego ha sido reemplazada por los congresos, simposios, programas de TV, diarios, revistas y, en un salto tremendo, la transmisión electrónica de datos en tiempo real. Este salto, prima facie ventajoso, lleva en germen el error de suponer o creer firmemente que toda información es veraz, que más abundancia y velocidad son valores positivos en sí mismos y significan progreso. Dicho en otros términos, la equivocación consiste en no percibir que el aumento de datos no representa necesaria e invariablemente más y mejor conocimiento y comprensión. La aceleración lleva en su seno la desaceleración, efecto colateral indeseado y no previsto”. ¿Para qué tanta información acopiada?
TIERRA DE NADIE
Algunos años atrás visité China con fines académicos. Impresiona ver tanto despliegue tecnológico aplicado al control social. Millones de columnas con cámaras de todo tipo registran todo, a todas y a todos. Las personas –en la vía pública– pueden ser biométricamente registradas. Las imágenes, luego, se cruzan con otros datos archivados. Big Data. Ciertos sistemas reticulares ni siquiera necesitan la intervención humana. Los algoritmos –que carecen de transparencia para que la ciudadanía pueda conocer claramente qué buscan y con qué fin registran– Inteligencia Artificial (IA) mediante, definen. “La IA (Inteligencia Artificial) ya está en nuestras vidas, dirigiendo nuestras elecciones, a menudo en formas que pueden ser perjudiciales. Hay algunos vacíos legislativos alrededor de la industria que deben ser tratados rápidamente. El primer paso es convenir exactamente qué valores deben ser consagrados, y qué normas deben ser aplicadas. Existen muchos marcos y directrices, pero se aplican de manera desigual, y ninguno es realmente mundial. La IA es mundial, por lo que necesitamos un instrumento mundial para regularla”, sostiene la Unesco (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), en un documento que distribuyó ese organismo multilateral al que categorizó como “el primer acuerdo mundial sobre la ética de la Inteligencia Artificial”. El espacio virtual en el que los algoritmos operan, reinan y gobiernan, es tierra de nadie. De la confección del documento participaron los 193 Estados (países) que integran la Unesco. Complejo porque los espacios virtuales son parte de la cotidianidad de todas y todos, a la vez que de los Estados. Democráticos o no. Democracia y derechos humanos –que van de la mano– están y deben estar sobre la mesa de las preocupaciones globales. De hoy y, por qué no admitirlo, en el futuro. “La cuestión del Estado de derecho en la internet, es una preocupación”, señala Ricardo Pérez Manrique, presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en diálogo con Marie-Christine Fuchs, de la Fundación Konrad Adenauer. “La internet tiene un terrible problema de gobernanza global”, agrega porque “la gobernabilidad efectiva está a cargo de las empresas, de los grandes jugadores (de ese ecosistema) y donde tiene que hacerse efectivo el principio de las Naciones Unidas (que prescribe) que los mismos derechos que existen en el mundo real existen en el mundo virtual. Para que quede claro, el Estado de derecho y la necesidad de ajustarse a la norma y de que haya jueces y juezas imparciales que hagan valer esa norma, también se debe aplicar en la virtualidad”.
HERRAMIENTA VALIOSA
Un estudio desarrollado por la consultora Comparitech divulgado poco tiempo atrás consigna que –en el 2021– Londres, con una extensión de 1.572 km2, tiene unas 691.000 cámaras. Cada mil habitantes, hay 73,31 de esos dispositivos. Antes que la capital británica hay dos ciudades en China que la superan. Taiyuán, capital de la provincia de Shanxi, al parecer tiene poco más de 465.000 cámaras, lo que representa 11,02 por cada millar de personas. La sigue Wuxi con 90,49 cámaras. La vigilancia social con algoritmos, Big Data, IA, irremediablemente, se extiende. La sociedad civil, claramente, amenazada e indefensa. De allí la necesidad de diseñar políticas públicas para que la IA sea una herramienta tan valiosa como multipropósito en procura del bien común. “Sin embargo, a medida que la gente está dando acceso a sus datos, el uso de la IA (…) ha reabierto las preocupaciones sobre la privacidad, la protección y el uso de los datos”, puntualiza la Unesco con la firma de su directora general, Audrey Azoulay, en tono de advertencia y va más allá. “Es probable que el crecimiento impulsado por la IA sea muy desigual” y precisa que se proyecta que “la IA genere casi 4 billones de dólares de valor añadido para el 2022″. Señala luego que, “para el 2030, los beneficios económicos serán mayores en China y América del Norte, que representarán el 70% del impacto económico mundial” por la aplicación de esa tecnología que “tiene una dinámica por la que ‘el ganador se lo lleva todo’ (y, es por ello que) necesita ser regulada (¿por los Estados?, porque) “la concentración de la IA en manos de pocos países de altos ingresos probablemente dejará a los países en desarrollo muy atrás (…) no se beneficiarán, o lo harán muy poco” dado que “carecerán de propiedad sobre dichas tecnologías”. La Unesco, en el plano social, detalla que “la IA tiende a ampliar las diferencias de género existentes” porque “solo el 22% de los profesionales que se dedican” (a ella) son mujeres (…) que están subrepresentadas en la industria”. Esto conlleva a que “los prejuicios y estereotipos de género se estén reproduciendo en las tecnologías de la IA”. Para fundamentar dicha aseveración, puntualiza que “no es una coincidencia que las asistentes personales virtuales como Siri, Alexa o Cortana sean ‘femeninas’ por defecto” y sentencia, en ese sentido, que “el servilismo y a veces la sumisión que expresan (esas prácticas en la aplicación de tecnologías) son un ejemplo de cómo la IA puede (seguir) reforzando y difundiendo los prejuicios de género en nuestras sociedades”. Orwell no se equivocó. Es preciso escucharlo. “Los pueblos también son responsables por aquello que deciden ignorar”, dijo alguna vez Milan Kundera.