Por Ricardo Rivas, periodista, Twitter: @RtrivasRivas

Con acotada mirada se suele decir que Grecia es la cuna de la civilización. A poco más de 710 km de Atenas se encuentra Abdera. Allí, en aquella polis, entre el 460 y el 370 aNE vivió Demócrito. Seguramente, en su niñez disfrutó del mar Egeo y, ya mayor, en sus playas, pudo abstraerse lo suficiente como para reflexionar sobre las enseñanzas de Leucipo, de quien era discípulo. Con el paso de los milenios se lo reconoce como filósofo y polímata.

Pero también se alude a él como mentiroso. Un avión Boeing 747-300, al parecer carguero, sobrevuela el sur del Sur, en Latinoamérica. Solo en Buenos Aires consigue aterrizar y allí permanece desde el 7 de junio. Su matrícula YV3531. En el fuselaje, impreso con letras enormes, informa que pertenece a la empresa venezolana Emtrasur, que opera ese vuelo con el número 9.218. A bordo se encuentran cinco tripulantes iraníes y doce de Venezuela. Sin dudas, es noticia y necesita de explicaciones formales para saber por qué Uruguay no le permitió volar en su espacio aéreo ni aterrizar en ese suelo rioplatense, o la razón por la cual Paraguay sí aceptó que aterrizara en Ciudad del Este y luego reportó esa presencia como amenaza. Algo no cierra, aunque los gobiernos aseguran que informan con veracidad. Pero la información –extraoficial u oficial aunque preñada de informalidad y divergencias– que circula aquí es incomprobable a la vez que desconcertante. Angustia. Genera sospecha social. Comprensible. La historia reciente en Argentina da cuenta que el 17 de marzo de 1992 y el 18 de julio de 1994, sendos ataques terroristas sembraron de muerte y violencia inolvidables la capital del país. Un total de 112 víctimas fatales y cerca de 700 heridos esperan justicia. Memoria. Se disparan todo tipo de interrogantes y respuestas inverosímiles que –mayormente, aunque en reserva– hacen circular fuentes gubernamentales – portavoces de la coalición de gobierno, el Frente de Todos (FdT)– y de las oposiciones que, coincidentemente, vinculan el misterioso episodio con operaciones de política doméstica.

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Doctor Gregory House: “Al final, todos mienten y hay una razón para que todos mientan, funciona y es lo que permite que la sociedad funcione”.

“TODOS MIENTEN”

La sociedad quiere saber y ejercer en plenitud el derecho humano de informarse y de estar informada. Pero no es sencillo. Nada nuevo. “Al final, todos mienten”, sentencia el doctor Gregory House que no se detiene allí: “Hay una razón para que todos mientan, funciona”, enfatiza, y, desde esa perspectiva, opina que mentir “es lo que permite que la sociedad funcione”. Charles Colton (1780- 1832), clérigo, antes que él, sostuvo que “la mayor parte de los hombres, falseando la verdad, quieren aparentar ser mejores”. ¿Será así? Procurar una respuesta a ese interrogante no aparece como un ejercicio simple ni sencillo. Es demasiado frecuente descubrir noticias falsas. ¿Solo noticias? Alerta global. Cuando la pandemia de SARS-CoV-2 enclaustró al mundo, Guilherme Canela, jefe de la división Libertad de Expresión de la Unesco, afirmó: “Estamos frente a la operación de desinformación más grande de la historia”. Las vacunas y sus eventuales efectos fueron blancos preferentes de las y los mentirosos. Hasta un neologismo emergió con fuerza: “Desinfodemia”. El factchecking –la comprobación de los hechos– desde entonces deviene en crucial para discernir. Alerta global: ¡Nos mienten! Lo más grave y complejo es que algunas y algunos lo hacen bien. La mentira como recurso y/o herramienta de gestión política.

¿EL ARTE DE LO POSIBLE?

Gobernar es comunicar, sostienen algunos politólogos y politólogas. Mentir también es comunicar. ¿Es la mentira “El arte de lo posible”, como didácticamente prescribió Nicolás Maquiavelo al príncipe? Seguramente, se escudan detrás de aquel florentino también para mentir. Pero, sean sensatos y sensatas, no todo es ni debería ser posible. Aunque el poder evidencie, por sus prácticas, cierta predilección por la mentira, reconozcan por lo menos que no es ético. Revelar que el poder miente trae problemas. Daniel Ellsberg. Anthony Russo, Julian Assange, solo por mencionar algunos de los ciudadanos que decidieron revelar algunas mentiras cometidas por poderosos que mienten en nombre de la “seguridad nacional” o la “seguridad de Estado”, fueron y son categorizados como peligrosos y sometidos a la justicia. Julian lleva largos años privado de su libertad por revelar trágicas mentiras. El último día de la semana que pasó, el Reino Unido decidió extraditarlo a los Estados Unidos por revelar engaños con el formato de secretos de Estado para proteger la seguridad nacional norteamericana. La hipótesis de máxima es que un tribunal estadounidense lo condene hasta 175 años de cárcel. Decir la verdad tiene sanciones más graves que mentir. Mentirosas y mentirosos no pierdan la calma. Sigan mintiendo. Daniel, Anthony y Julian, esos tres nombres son estandartes para millones de ciudadanos y ciudadanas que los valoran por revelar mentiras que, durante años, alimentaron el fuego de guerras y guerritas; e intentaron producir sentido común para que las violaciones de los derechos humanos en cárceles secretas no se cuestionen planteándolos como recursos para salvar miles de vidas de ciudadanas y ciudadanos inocentes. No son pocos ni pocas los que aseguran que no menos de cinco presidentes norteamericanos mintieron sobre la guerra en Vietnam. Dwight Eisenhower, John Fitzgerald Kennedy, Lyndon Johnson, Richard Nixon, Gerald Ford, fueron puestos en evidencia por Ellsberg y Russo. “Los papeles del Pentágono”. Cerca de 60 mil soldados estadounidenses murieron en aquella guerra nunca declarada que antes pelearon los paracaidistas franceses y también fueron derrotados. Dicen que entre 1 y 3 millones de vietnamitas –combatientes e integrantes de la sociedad civil– también cayeron para siempre. La guerra terminó el 30 de abril de 1975. Ese día cayó Saigón, hoy ciudad Ho Chi Minh. ¿Se acaban las guerras cuando dicen que se acaban? ¿Cuándo termina una mentira? ¿Termina con una verdad? Dilemas. “La guerra se basa en el engaño”, aconseja a gobernantes y generales desde 25 siglos atrás Sun Tzu –estratega chino– que podría haber vivido entre el 722 y el 481 aNE, o entre el 476 y el 221 aNE. Su obra más conocida, “El arte de la guerra”, desde algunos años aplica en el ecosistema de los negocios para “atacar los mercados”. La mercadotécnica combate contra los bolsillos devastados de millones de personas en nombre de los beneficios del consumo. El 11 de marzo del 2019, el diario El País anuncia que ese día “el comisario principal Juan Jesús Sánchez Manzano, 65 años” –ya jubilado de la fuerza española– hablará para “desmontar la ‘gran mentira’ fraguada y cultivada por el gobierno de (José María) Aznar tras el peor atentado terrorista” que el mismo día, en el 2004, tuvo como blanco Atocha, terminal ferroviaria madrileña, con el luctuoso saldo de “193 muertos y cerca de 2.000 heridos”. A tres días de una elección que decidiría el futuro de aquel jefe de gobierno, según Sánchez Manzano, “uno de los asesores del presidente Aznar, le dijo: ‘Si ha sido ETA, barremos’ (en los resultados electorales), pero si son los yihadistas ganará el PSOE. A partir de que en Moncloa se hablara en esos términos, empiezan los comunicados adjudicando la autoría a ETA (Euskadi Ta Askatasuna - País Vasco y libertad)”. Así comenzó aquella noticia falsa. El bulo. La mentira de Estado. El 15 de marzo, un día después que la voluntad popular diera la responsabilidad de gobernar a José Luis Rodríguez Zapatero, del PSOE, Juan Luis Cebrián escribe: “No cabe la menor duda de que uno de los motivos –y quién sabe si uno de los más poderosos– que han facilitado el vuelco electoral a favor del PSOE reside en la inevitable sensación de manipulación y engaño que por parte del gobierno ha percibido el electorado. Manipulación, al atribuir de forma arbitraria y precipitada a ETA la responsabilidad del brutal atentado de Atocha, después de que asesores de Moncloa sugirieran que eso podría propiciar ventajas electorales”. Tan contundente como indiciario. Especialmente porque el propio Cebrián –como muchos y muchas de las periodistas españolas– fue víctima primaria de aquellas falsedades.

IMPONER UNA MENTIRA

Para imponer una mentira es necesario disponer del poder para inyectarla en el circuito informativo. ¿Existe una cultura de la mentira entre los hombres y las mujeres del poder? Vale interrogarse y reflexionar, en ese sentido. “¿Qué ves? / ¿Qué ves cuando me ves? / Cuando la mentira es la verdad…”, canta Divididos en tono de triste pregunta, o, por qué no, de advertencia. En muchos casos, la historia da cuenta de sucesos que –al decir de algunas fuentes serias– se dan como ciertos y, quizás, nunca ocurrieron. De Nerón (Claudio César Augusto Germánico, su nombre completo) emperador romano desde el 54 dNE –cuando tenía 16 años– hasta el 68 dNE, se dijo y dice que “incendió Roma”. Que mientras aquella ciudad, por efecto de las llamas, ardió poco menos de una decena de días, él “tocaba la lira” en su palacio. Consolidada historia, pero muchos y muchas dicen que no fue así. La BBC, ese prestigioso medio público británico, el 20 de junio del 2021 reporta que en el Museo Británico de Londres, Francesca Bologna, curadora de una muestra allí expuesta titulada “Nerón, el hombre detrás del mito”, lo sostiene enfáticamente. Asegura que aquel emperador “tuvo la mala suerte de ser el último de la dinastía romana Julio-Claudiana”. Explica que, por ello, “cuando murió, hubo un período de guerra civil y caos” hasta que “una nueva dinastía llegó al poder” y que, como consecuencia de aquello, “todas las historias sobre Nerón se escribieron bajo esta nueva dinastía que debía legitimarse a sí misma y representar al período anterior de la peor manera posible”. Argumenta luego que “por eso no tenemos una visión objetiva de él” y se queja: “Es increíble pensar en cómo se escribe la historia y en cómo se manipula para enviar algunos mensajes”. Bologna precisa también que Tácito, Cassius Dio y Suetonio, historiadores epocales, a la vez, eran “miembros de las altas esferas políticas (de entonces) y claros opositores” de Nerón. ¿Bulos, fakenews, noticias falsas, putas mentiras? Es posible. ¿Cómo saber la verdad, entonces? Tal vez –solo tal vez– desde esa interrogante se pueda intentar comprender por qué “las mentiras se difunden más rápido que la verdad”. Tan triste como increíble y especialmente preocupante porque muchos de esos bulos inciden en nuestras vidas. El Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT, por su sigla en inglés), verificó que –entre 2006 y 2017– unas 126 mil falsedades circularon en la red Twitter. Aquel relevamiento revela que aproximadamente el 1% de las mentiras iniciales se difundió entre 1.000 y 100.000 personas, lo que, sin dudas, es un dato terrible porque la verdad casi nunca alcanzó una distribución mayor de 1.000 receptoras y receptores. La muestra tomada se integró con 126.000 historias tuiteadas por 3 millones de personas que las tuitearon más de 4,5 millones de veces. “La falsedad se difundió significativamente (y alcanzó a llegar) más lejos, más rápido, más profundo y más amplio que la verdad en todas las categorías de información”, dice en uno de sus párrafos la pesquisa comentada. Agrega el reporte después que “los efectos (de esas informaciones) fueron más pronunciados para las noticias políticas falsas que para las noticias falsas sobre terrorismo, desastres naturales, ciencia, leyendas urbanas o información financiera”. Las y los humanos, para mentir, son mucho más eficientes que los sistemas robóticos. Curiosamente dramático, por cierto. Porque mentir, desde siempre, tiene sanción. Moral o religiosa. “No levantar falso testimonio ni mentir”, dice el Octavo Mandamiento de la fe cristiana. “Roguemos seriamente que la maldición de Allah caiga sobre los mentirosos”, reza el Corán 3:61. “¡Cuidaos de mentir! Pues la mentira conduce a la inmoralidad, y la inmoralidad conduce al Infierno. Un hombre continuará diciendo mentiras y tratando de mentir hasta que Allah lo considere un mentiroso”, dice Muhammad Ibn Ismail Al-Bujari. “De palabra de mentira te alejarás”, enseña la Torá en Shemot 23:7. “Decir mentiras es adharma en el hinduismo”, responde un experto en esa creencia que declina identificarse. “Adharma es fomentar el odio. Separa a la gente. Genera discordia”, explica. Una amiga budista, el verano pasado, en un atardecer playero me dijo que “la confianza solo es posible en la veracidad” y devino en apologista del valor de la palabra. Abrumadora condena a la mentira. Aunque inefectiva, al parecer. Por allí están mis pensamientos en esta noche de viernes. El frío insensible y las noches más largas se aproximan sin pausa. Como lo advierte Joaquín, con poética precisión, inevitablemente, el otoño –mal que nos pese– habrá de durar “lo que tarda en llegar el invierno”. Una certeza. Aunque, desafortunadamente, no son muchas. Mentira versus verdad. En esa disputa ética batalla la humanidad que –en este debate– como un hámster, encerrado en una jaulita, corre en el interior de una pequeña rueda sin poder huir hacia ninguna parte. Es como transitar en un ecosistema constituido en una cinta de Möbius, sin puertas de emergencia ni líneas de fuga. Complejo y angustiante. Refugiado en la vieja mecedora, recordé que alguna vez JL Borges planteó como “problema” al mentiroso. Hizo foco sobre “Demócrito de Abdera en el Mar Egeo” y planteó el siguiente sofisma: “Demócrito sostiene que los abderitanos son mentirosos; pero Demócrito es abderitano: luego, Demócrito miente: luego, no es cierto que los abderitanos sean mentirosos: luego, Demócrito no miente: luego, es verdad que los abderitanos son mentirosos: luego, Demócrito miente: luego, no es cierto que los abderitanos sean mentirosos: luego, Demócrito no miente, et sic de caeleris (y así desde el cielo) hasta la peligrosa longevidad, o hasta la apresurada investidura de un chaleco de fuerza”. ¿Será esa la verdad que, como canta el Nano, nunca es triste porque lo que no tiene es remedio? De ser así, Gregory House, sospecho que todos mienten con su puta verdad.

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