Por Pepa Kostianovsky
Siguen desarrollándose los capítulos de “Aldea de penitentes” y esta vez el foco de la atención cae en la señora Clotilde, flamante viuda del general Elizardo Cuenca. Una mujer como tantas de esos tiempos que ejercieron su condición de señora de la casa con mano de hierro y devotas costumbres.
Ni siquiera la ignominia de su exposición cadavérica, maquillado como un “marica” y cargado de medallas hasta en el culo, recordaron al general la predicción de Berta Correa: “una muerte plácida, pero ultrajada”.
De otro modo no habría confiado en las promesas de Clota, cuyo carácter mantenía a raya con los mandamientos de San Alberto y alguna que otra bofetada ocasional. La mujer era retobada y mandona. Elizardo tuvo que domesticarla y enseñarle a reservar su autoridad a los grados inferiores, ya se tratara de hijos en condición de dependencia, criados o reclutas derivados al servicio hogareño.
Por supuesto, en ausencia del supremo, ella no dudaba en invocar su nombre para repartir órdenes: “Mi esposo no permite....”. “El general quiere que...” o “Tu padre ha dicho...” eran preámbulos corrientes en cualquier disparidad de voluntades.
Clota era particularmente astuta, desde primer momento se ocupó de concretar el motivo matrimonial que presagiara Stroessner y confirmara Berta Correa. Embarcó a su familia en cuanto negociado cayera en manos de Cuenca, al que convenció sutilmente de las ventajas de las sociedades anónimas y los testaferros, reservándose sus tajadas.
Su problema era ajustar la codicia y conciencia, tan sólidas como antagónicas. Hasta que encontró el espacio preciso: el Opus. Clota adhirió con entusiasmo a la Orden de Monseñor Escribá, donde además de conciliar espiritualidad y materialismo, encontraba pretextos para escapadas cotidianas: misas, obras de caridad, catecismo y comisiones santas que alternaba con partidas de naipes y otras frivolidades.
Con el tiempo, las responsabilidades hogareñas solo le reclamaban una prudente supervisión, ya que las tareas fueron relegadas a la lealtad y el celo de Rosalía, quien había sido formada al efecto en la casa paterna.
Como bien los había calificado Stroessner, los Bogado eran liberales, venidos a menos. En otros tiempos habían sido hacendados de considerable fortuna. Y como era costumbre acogían en su mansión capitalina a criados, hijos de capataces y peones, por lo general ahijados de bautismo que venían para recibir educación elemental y religiosa, techo y mesa, lo cual retribuían sirviendo en las labores de la casa.
En esa condición habían llegado desde Pilar, Rosalía de 16 años, y su hermana Crispina, de 13. Así como la mayor resultó sumisa, la pequeña era de “andar por su cabeza”. Doña Clotilde madre, dama de tan escasa tolerancia como sería su hija, andaba pensando en devolverla, cuando sucedió lo más grave. Crispina no se dejaba amedrentar por los riesgos que anunciaba el pecado y se “desgració”. La patrona advirtió el vientre crecido y revelador y el embarazo ya avanzado.
No sin propinarle antes un par de bofetadas y amenazarla con todos los castigos del infierno, se ocupó personalmente de subirla a un ómnibus que la regresaría a su terruño.
Asustada por la drástica reacción, Rosalía redobló su obediencia y se allanó a cuantas reglas y órdenes le fueron impuestas. En recompensa fue adjudicada al servicio exclusivo de la señorita Clotilde, a la que acompañó de por vida con devota fidelidad, y quien prohijó cristianamente a los cuatro hijos nacidos de su matrimonio con Ramón Fariña, chofer y asistente de Elizardo Cuenca, precozmente malogrado por ataque de apendicitis, inoportuno y fatal.