El relato de hoy, perteneciente al volumen “Aldea de penitentes”, acompaña los primeros pasos en la carrera militar de Cuenca y su naciente amor por una joven de una clase social más elevada. Las dudas se disipan con la ayuda de la “pruebera” a la que consulta el propio Stroessner como un oráculo infalible.
- Por Pepa Kostianovsky
Elizardo Cuenca había venido de Encarnación a los 16 años, para cumplir con el servicio militar. Era un chico “letrado” y de buen porte. La milicia lo entusiasmaba. Y su madre, que nunca le había revelado la identidad paterna, le solía decir “Nde niko gringo ra’y. Tenés que ser obediente para aprovechar tu estudio y ayudarme a criarle a tus hermanos”.
Así dispuesto, le fue fácil ganar la simpatía de cabos y sargentos, cuyas botas mantenía brillantes y cuyos calzoncillos lavaba con especial cuidado.
Faltaba poco para terminar el servicio la tardecita en que lo convocó uno de sus superiores, el teniente coronel Stroessner.
Descanse nomás, Cuenca-hizo una pausa en su hablar parco y cansino-. Le hice llamar para saber si no quiere seguir en la milicia.
Positivo, mi teniente. Ese también es el deseo de mi madrecita, pero nosotros somos gente humilde, por eso no me pudo mandar ya cuando terminé mi primaria para entrar en el Acosta Ñu.
Yyyy, bueno entonces. Prepárese y avísele a su madre. Voy a recomendarle especialmente.
Gracias, mi teniente. Mi mamá le va a mandar sus bendiciones.
Serán bien recibidas. Puede retirarse.
El escueto procedimiento definió la carrera y la vida de Elizardo Cuenca, quien fagocitó por decenios a la sombra de Alfredo Stroessner, guardándole lealtad pródigamente recompensada.
Era ya teniente de Artillería, cuando en la boda de un colega conoció a la elegante Cloti Bogado, señorita educada por las monjas teresianas, de familia otrora muy acomodada, pero liberal.
Elizardo se acercó a pedir permiso para bailar. Como Cloti aún no había debutado, se conformó con sentarse a conversar. Las limitaciones de su charla –propias de un milico– fueron salvadas por la vivacidad de la joven, que se extendió en gracias y sonrisas, prudentemente controladas por su madre.
Al despedirse, Elizardo estaba enamorado. De uno y otro modo se las arregló para encontrarla a la salida del colegio y en las misas. El romance, aunque no oficializado, iba viento en popa.
Stroessner lo hizo llamar.
Mire Cuenca, usted anda rondando a la hija de un liberal. Tenga cuidado.
Sí, mi coronel.
Pueden pasar dos cosas. Una es que le hagan un desplante, porque ella es del chuchaje y usted es un campesino y es hijo natural.
Permiso, mi coronel. ¿Tengo que retirarme?
Espere pues, mi hijo, no sea atolondrado. Le dije que pueden pasar dos cosas.
Perdone, mi coronel.
Los liberales están de capa caída, son venidos a menos. Y si hasta ahora no le prohibieron que hable con usted por algo ha de ser. Lo más probable es que piensen que casándola con un militar, bien visto por la superioridad, puedan levantar cabeza. Tienen encima la desgracia de cuatro hijas mujeres para colocar. Menos mal que son lindas.
Entonces, mi coronel ¿Tengo su venia?
Le he dicho que no sea atolondrado. No va pues a correr el riesgo de que le salga el tiro por la culata, un soldado tiene que saber ser precavido, en todo.
Sí, mi coronel –respondió desconcertado– ¿cómo saber si sí o no?
Usted quiere saber cómo va a saber.
Positivo, mi coronel.
Hee. El amor es como la guerra. No se actúa sin consultar.
¡Gonzáaaalez! –llamó a su chofer y le ordenó– Llévele al teniente junto a ña Berta Correa. Ella le va a decir lo que tiene que hacer.
Elizardo salió del despacho y subió al jeep que conducía González. Esperó unos minutos y se atrevió a investigar:
¿Máa piko la Berta Correa?
¡Es posible! ña Berta niko es la pruebera más única que hay en el mundo. No falla. No se sabe luego ni cuanto año tiene, pero te mira nomás en tu ojo y ya sabe todo. Y si echa la baraja, ahí sique le va a ver hasta la tatarabuela.
Una joven los recibió, como si los estuviera esperando.
Pase nomás.
Con permiso ¿Se le puede ver a doña Berta Correa?
Me está viendo. Tome asiento.
Se sorprendió, esperaba encontrar a una anciana, en un escenario de mayor opulencia. Por lo que le había contado González, no solo el presidente de la República requería sus consejos, hasta Perón la había hecho llamar dos o tres veces.
El caso de Cuenca era simple para Berta. Le vaticinó éxito en su inquietud amorosa, mucho dinero, hijos, viajes, una larga vida con sinsabores en los últimos años y una muerte plácida, pero ultrajada. Esto no preocupó a Elizardo, para quien la anuencia romántica, sumada a las riquezas prometidas, rebasaba ampliamente cualquier ambición.