Por Óscar Lovera Vera, periodista

Fátima actuó a tiempo, cuando la violencia llegó a su punto máximo. A finales de octubre la joven puso fin a su relación y volvió con sus padres. Tras una denuncia contra su agresor, se desató un plan de matar. De ahí en más la familia estuvo marcada por la muerte.

Madrugada del 23 de octubre del 2012. ¡¡¡Rinnnnnn, rinnnnnn, rinnnn!!! Incesante y molestoso, como todos los días, el despertador sonaba para alertar que eran las cinco de la mañana. Antonio, a sus 23 años, llevaba una vida de mucha responsabilidad. Su trabajo demandaba mucho esfuerzo, era agotador y debía llenarse de mucha convicción, a diario, para llegar a su puesto en la empresa Astilleros del Chaco, donde operaba como soldador.

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Para llegar a tiempo, él se duchaba en pocos minutos, luego se vestía con una remera de algodón y jeans, una tenida muy común para no gastar mucho dinero en vestimenta, el salario y la vida le daban duras pruebas a diario y no podía permitirse lujos.

Con la mochila sujeta en el hombro y en la otra mano un termo para tereré, se despidió de su hermana –Francis Giret– luego cerraba el portón principal de su casa en el barrio Remansito, de la ciudad de Mariano Roque Alonso. Luego caminaba hasta el sitio donde paraba el bus que lo llevaba al trabajo. A lo lejos veía los faros incandescentes del ómnibus, era de la empresa La Chaqueña. El viaje le tomaba 20 minutos hasta su destino.

Era su tediosa rutina; sin embargo, lo manejaba muy bien.

Pero Antonio Giret Cabral despertó el 23 de octubre del 2012 con otra intención. No llegaría al trabajo, ese miércoles haría una parada antes en la casa de su ex novia…

TRES AÑOS ANTES…

Enero del 2009. Fátima Elizabeth Román Villasanti estaba a punto de cumplir 19 años, cuando conoció a Antonio Giret. Ella cursaba el primer curso de su carrera, cuando nació su interés en el muchacho, tres años mayor que ella.

Antonio era apuesto y amable, al principio el joven parecía ser un chico normal y sus pretensiones para con ella iban para algo serio. Se prometían fidelidad, amor e hicieron planes para el futuro. Todo indicaba algo prometedor entre los dos.

Al poco tiempo de empezar la relación amorosa decidieron mudarse a vivir juntos en el centro de la ciudad de Villa Hayes. Así, el joven noviazgo pasó al concubinato.

La familia de Fátima entendió que era normal, parte de la vida. Sus padres comprendieron que aquel adagio “los hijos no son tuyos, son hijos de la vida” comenzaba a cumplirse con la mayor de los dos que engendraron.

De cierta forma sentían preocupación, algo que al reflexionar también les parecía natural como responsables de Fátima.

Entre tanto Antonio y su novia llevaban una vida tranquila en aquella casa de alquiler. Como cualquier pareja a veces discutían; pero nunca pasaba de eso.

DISCUTÍAN, PERO NUNCA PASABA DE ESO…

21 de julio del 2012. Luego de tres años de vivir juntos, la relación –que parecía normal– empezó a quebrajarse. Una intensa pelea, con heridas verbales que no sanaron al instante, llevó a Fátima a una decisión para salvar la convivencia: mudarse cerca de la casa de sus padres, así se convenció que –quizás– él cambiaría un poco su carácter tosco e irascible.

Fue así que Fátima pasaba más tiempo en la casa de sus padres, que en la suya. Intentaba escapar de ese fétido tormento que provocaban las discusiones que cada vez se tornaban más violentas. Así lograba guardar una porción de lo que era antes, no perderse en ese tormento. Se sentía atrapada porque tampoco creía, en ese tiempo, que la separación fuese la solución.

18 de octubre del 2012. Pero los maltratos continuaban. Antonio no lograba controlar sus celos, ocurría lo contrario, quedó poseído por la inseguridad, preso por la posesividad y ya no entendía de razón. Para él, Fátima era de su propiedad y la retendría con amenazas y maltratos.

Una segunda pelea exterminó la poca oportunidad que quedaba por salvar el amor que alguna vez se prometieron. Antonio sostuvo un destornillador en la mano y agitándolo a los lados la amenazó con sacarle la vida. Fátima sabía que ese era el momento de ponerle fin a esa relación de 3 años, ya no tenía sentido continuar. Por el bien de ambos.

24 HORAS EN EL CALABOZO

Aún batiendo la herramienta punzante al viento, Antonio continuaba insultando a todo aquel que intentara calmarlo. Reclamaba que era su casa, su mujer y debía resolverlo solo con ella.

Los padres de Fátima acudieron a la Policía para contenerlo. Los agentes de la Comisaría 4ª de Villa Hayes llegaron a la casa, y tras rodearlo lo calmaron. La denuncia por agresión y amenaza estaba hecha y debía ir demorado a la dependencia policial.

Veinticuatro horas en el calabozo. Antonio recuperó su libertad, pero quedó molesto. Algo despertó en él y no solo era ira. Se sentía traicionado por Fátima y su familia. La denuncia que lo llevó a estar preso por horas en una celda lo frustró y juró vengarse.

Para prevenir que se repitan los capítulos de violencia, los padres de la joven solicitaron una orden de restricción para Antonio. Un juez entendió que las evidencias eran contundentes, la resolución ordenaba –al iracundo hombre– a no acercarse a quinientos metros de Fátima.

Desde ese instante comenzó a idear un plan para matar…

UNA OCURRENCIA SANGRIENTA

23 de octubre del 2012, 5:35 AM. En lugar de ir a su trabajo, Antonio jaló del cordel de nylon que activaba el timbre del bus. El sonido característico hizo que el conductor –en su reacción automática– pisara el freno con cautela, desacelerando la máquina por etapas. La reacción del hombre fue determinante, y a la vez una ocurrencia intempestiva.

Puso el pie derecho en la acera. Era el barrio El Progreso en la ciudad de Villa Hayes. La lluvia latigó su espalda con fuerza, los truenos retumbaban en la ciudad y el destello de los rayos, por momentos, iluminaba su paso cansino y siniestro. Le perturbaba la idea de matar, pero estaba decidido. Debía saldar esa deuda que creía pendiente. Sujetaba sus puños, los presionaba con fuerza y, a medida que marcaba sus pasos, respiraba con intensidad.

Empapado, las gotas caían sobre el recibidor de los padres de Fátima. Una por una, explotaban como bombas contra la alfombra de goma. Tomó aire, y logró entrar violentando la cerradura.

Sus sigilosos pasos lo llevaron hasta el cuarto de la joven, ella salía de la ducha. Su delgado torso estaba al descubierto y el agua sobre su piel la hacía relucir. La miró con lujuria y luego atacó.

Antonio sostenía una silla –de madera– en la mano, con ella lanzó el primer golpe y lo hizo a traición. La intensidad hizo que el mueble se quebrara en el delgado cuerpo de Fátima, ella cayó al suelo empujada por el peso de la embestida.

Para rematarla, el asesino tomó una de las patas y se enfocó en la cabeza, una y otra vez hasta esparcir sus restos en el suelo. Una escena perturbadora.

Al escuchar los desesperados gritos de su hija, Julia –la madre de Fátima– despertó del profundo sueño que tenía. Corrió guiándose por la intensidad del quejido. Al llegar a la habitación encontró a Antonio. Quedó pasmada. Lo que veía su mente no lograba procesar, parecía comprender que ese hombre estaba masacrando a su hija, pero su cuerpo no reaccionaba. El pánico en la mujer fue aprovechado por el criminal, se incorporó y aún con la madera en mano se dirigió lentamente hasta su siguiente víctima.

Antonio no tuvo piedad, los golpes que asestó a sus dos víctimas le provocaron daños severos en el cráneo. Ambas estaban agonizando, una a metros de la otra. Una gota de lágrima se escurrió en la mejilla de Julia, al ver –a distancia– la figura inerte de su hija. Sabía que estaba muerta y también estaba segura que ella moriría. Para asegurarse que esto ocurriera, Antonio tomó un paraguas con punta de metal. Era lo suficientemente punzante para provocar heridas profundas. Las apuñaló varias veces, hasta que las dos dejaron de respirar.

La respiración inflaba su pecho, estaba agitado, frenético, y la adrenalina que le produjo matar no bajaba de intensidad. Antonio soltó el paraguas y pensó qué haría con los cuerpos. En ese instante escuchó que una llave invadió la ranura del cerrojo. Era la puerta principal, y alguien de la familia había llegado a la casa.

Era Hugo Javier, el hermano de Fátima. Regresaba a la casa luego de una larga noche de servicio en la compañía de bomberos de la ciudad, a unos 300 metros de la vivienda. El chico de 19 años abrió la puerta con cierta dificultad, estaba cansado y sin dormir.

Al volverse atrás para asegurarse que la puerta termine de cerrarse, recibió un golpe en la cabeza. Eso lo dejó inconsciente, Antonio estaba seguro que lo mató. Lo tomó de las piernas y arrastró a su tercera víctima hasta la habitación donde dejó a las dos mujeres.

Creyendo que acabó con la vida de todos, decidió que llegó su momento. Acomodó una mesa en medio de la sala, colocó una soga en su cuello, le hizo un nudo que pueda correr y luego sujetó el otro extremo a una viga.

Para terminar, hizo a un lado la mesa con el pie, y dejó que su cuerpo quedara suspendido en el aire.

Cada segundo, la cuerda –de uso en la Marina– lo acogotaba más, un poco más. Sentía sofocarse. Por instinto intentaba respirar, pero una voz le decía que esa era la solución y dejó que eso concluya, ya no había vuelta atrás.

EL FRÍO PICAPORTE, UN PRESAGIO

Luego de varios días fuera de casa, Hugo Hilario Román regresó al barrio. El suave viento de una primaveral mañana refrescaba su rostro, –¿cómo no sentirse bien así, falta poco para llegar a casa, dijo Hugo Hilario; conversando con su conciencia. Estaba emocionado por ver a su familia después de mucho tiempo, el trabajo lo mantenía fuera de casa por semanas, en algunas ocasiones.

Eran las 7 de la mañana, así lo indicó un reloj digital que se lo habían regalado por su cumpleaños. Cruzó el Puente Remanso y doce kilómetros más tarde llegó a la ciudad.

Todo parecía completamente normal. A diferencia del acelerado ritmo esteño. Al llegar el aire se sentía distinto… tranquilo, pacífico. Pero no duraría mucho.

Al tocar el picaporte, un inexplicable frío subió hasta su cabeza, recorrió su médula tan rápido que una sensación de escalofríos decodificó un pensamiento, casi al instante.

Para cortar con el misterio, abrió de golpe la puerta principal de su casa. En la sala, –a unos dos metros de él– yacía colgado el joven que tantos disgustos le trajo. El presentimiento que tuvo al tocar la puerta, aumentó. Esperó lo peor. Gritó el nombre de su esposa, luego el de sus hijos. Nadie respondía. Su respiración se entrecortaba, el pavor lo mortificaba.

Vio en el suelo unas gotas de sangre, sus manos le sudaban, comenzó a seguirla y los gritos rompieron el silencio. Ese mismo alarido provocó que el vecindario se percatara que algo estaba mal.

Los tres miembros de su familia, estaban allí. Fátima y su hermano de 19 años, Hugo Javier. Su esposa Julia Villasanti, un tanto distante de los dos cuerpos de sus hijos. Los dos primeros aún respiraban, la chica de 21 años con más dificultad.

Los cargó hasta el auto de un vecino y fue hasta un centro de salud local. Poco después de llegar, Fátima murió. La salud de Hugo estaba delicada, debía ser llevado a un centro médico con más equipamientos, debían llevarlo al Hospital del Trauma en Asunción.

¡Ambulancia, llamen a una, es urgente, necesitamos intubar! Gritó el médico de guardia. La respiración del bombero era cada vez más débil y espaciada. El tiempo pasaba, y el vehículo de emergencias nunca llegaba. A los 40 minutos, Hugo dio su última bocanada de aire. Murió.

Hugo Hilario quedó solo. Su familia falleció por completa.

UNA CONDENA PARA EL INOCENTE

Hugo Hilario acompañó a la policía a registrar la casa. Los cuerpos fueron llevados para una autopsia en la morgue. Las heridas coincidían con las armas encontradas en la casa, la pata de una silla y un paraguas.

Los investigadores siguieron la pista de un cómplice. Un joven que lo habría llevado con su automóvil hasta la casa, pero la información se descartó al no encontrarse pruebas.

Don Hilario aún vive en la casa, esperando regresar de su trabajo, después de muchos días de ausente. Encontrar a su esposa e hijos, abrazarlos, y decirles las tantas cosas que llevaba guardado desde aquella masacre. Su dolor sigue retumbando en los quejidos alojados en las paredes, astillados en el suelo y en su memoria

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