Por Pepa Kostianovsky

A partir de este domingo, los relatos de Pepa Kostianovsky que nos acompañarán pertenecen al libro “Aldea de penitentes”, la segunda novela de la autora que nos ofrece una extraordinaria muestra de historias en las que se mezclan y dialogan entre sí, las referencias autobiográficas, la más pura fantasía e imaginación, los sentimientos de ternura y siempre el humor.

Lívido y fastidiado, el general Hugo Elizardo Cuenca maldecía en silencio la insurgencia de su flamante viuda. De riguroso luto e indiferente a cuanto insulto la acechaba, la mujer no daba treguas al manantial de lágrimas que recogía en pañuelitos de papel provistos por una criada, quien sostenía una bandeja de plata con sucesivas cajas de kleenex y una primorosa canastilla en la que la matrona los iba depositando.

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Si María Clotilde Bogado de Cuenca hubiese podido escuchar al cadáver que escoltaba, se habría escandalizado:

–¡Madre de Dios, Elizardo! ¿Cómo podés tener esos pensamientos, justamente a la hora de presentarte ante el Altísimo? Ya es bastante desgracia que no hayas podido confesarte ni recibir la extremaunción. ¡Que la Virgen y el propio San Alberto, que siempre ha sido el que indujo la conducta y el recato en este hogar, sepan perdonar tus pecados!

Pero, por nada cambiaría las órdenes dispuestas a partir de esa madrugada en la que la despertó el grito sollozante de Rosalía, cocinera y recurrente comadre, anunciándole que el general estaba muerto, sentado en la reposera de mimbre del corredor.

Confusa y somnolienta, Clota sólo atinaba a tocar el vacío de la cama, en el que ya ni quedaba el calor del cuerpo, para luego levantarse y, al salir a la galería, encontrar a su Elizardo, despatarrado en el sillón.

Por un instante, alimentó la ilusión de que se tratara de una de las tantas veces que lo sorprendía allí mismo, dormido y acompasando con sus ronquidos el canto de los pájaros que habitaban los magníficos chivatos del patio. Pero la quietud y la temperatura eran irrebatibles: el general llevaba al menos una hora de muerto.

–Ya le llamé al doctor Recalde, está viniendo – informó Gervasio, el chofer, descalzo y vistiendo sólo unos pantalones que alcanzó a ponerse al oír los lamentos de los otros sirvientes y criadas.

–Vamos a llevarlo a la cama- ordenó Clota.

–No hay que moverle, señora- sugirió Gervasio.

La patrona fue terminante:

–Llévenle a la cama, antes de que se quede tan duro que ni se le pueda poner en el cajón.

En ese momento, Elizardo asumió que su poder estaba perdido para siempre. Mil veces había dicho que quería morir sentado en ese sillón, rodeado de la arboleda y arrullado por los trinos. Y ser velado allí mismo, sin permitir más acceso que el de los íntimos al corredor fúnebre.

El General sufría de claustrofobia, adquirida en los primeros años de milicia y en las noches en el calabozo disciplinario. Lo aterraba la idea de sentirse encerrado en un féretro. Hasta hubiera preferido que lo cremaran. Pero sabía que Clota no admitiría semejante pecado. Había logrado la promesa de que lo mantendría en la reposera hasta último momento y –mediante un generoso par de cheques– lograría que el ataúd fuera depositado en la bóveda sin lacrarlo a fuego.

Clota no tuvo reparos en olvidar los compromisos póstumos. Se apresuró a cambiarle los pijamas de algodón por otro de poliéster, “símil Versace”, traídos especialmente para la noche de sus bodas de oro que él rechazó por considerarlos aputarrados, a pesar de que ella lució camisón, deshabillé y pantuflas en juego.

La llegada del médico no le dio tiempo a coordinar su atuendo, sólo alcanzó a ponerse la bata. El doctor Recalde advirtió el fino detalle, pero consideró que no era momento para elogiar la elegancia de la pareja.

Elizardo estaba tan obviamente muerto, que no le pareció necesaria una inspección rigurosa. Quizás, de otro moda, hubiera advertido que ese cadáver se había movido más de una vez.

La verdad –de la que nadie se enteraría– era que el General había muerto en su cama. Cuando se apercibió de ello, por algunos síntomas inequívocos como el sentirse despierto y sin deseos de orinar, eran las cuatro de la mañana. Los ronquidos de Clota daban certeza de su pesado sueño. Pensó que al abrir las puertas que daban al corredor llamaría la atención del sereno que cabeceaba con la mano sobre la pistola. Recordó que los fantasmas podían atravesar las paredes. Probó primero con un dedo, desilusionado constató que los cuerpos no gozaban de la levedad de los espíritus. Por lo que tuvo que abrir, como un vivo cualquiera. El guardia no se movió. Y él apuró el paso hasta el sillón. Satisfecho de haber torcido el destino a su gusto, permaneció plácido hasta que las criadas madrugadoras alertaron a Clota, quien no dudó en anular su glorioso esfuerzo.

Ni la pena, ni la preocupación por detalles y ritos impidieron que la viuda se tomara unos minutos para insultar al custodio y acusarlo de que su negligencia había sido la causa de aquella tragedia. Pero, luego, prefirió la versión de que el mismísimo San Alberto había premiado su devoción invitando a Elizardo a salir al corredor en plena noche, para morir como era su deseo.

Ordenó un ataúd de roble y diez manijas de plata. Titubeó entre el uniforme de gala y el frac que había usado en las bodas de sus hijos. Le quedaban grandes, con un zurcido en la espalda los podría ajustar a la senil magnitud del finado.

Optó por la tenida militar, en la que prendió un puñado de condecoraciones –ninguna obtenida en el campo de batalla– pero no por eso menos vistosas. Los empleados de la funeraria colocaron una medalla en el trasero del pantalón, por si poco humillante fueran el maquillaje y la tintura en el bigote dispuestos por Clota.

–Miralo un poco, que lindo, parece que estuviera durmiendo- repetía, como si fuera normal echarse una siesta con semejante atuendo y en tan absurda postura.

La ira del difunto subía de tono, por la ignominia soportada bajo ese mismo techo donde, munido de las circunstancias y en especial del irrefutable Catecismo de San Alberto, había ejercido autoridad a lo largo de media vida.

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