• Por Ricardo Rivas
  • Periodista
  • Twitter: @RtrivasRivas

Sé que alguna vez escu­ché –tal vez como recomendación que quizás haya formulado nues­tro querido viejo, el perio­dista don Ricardo Rivas– que “cuando, en algún momento de la vida te desorientas, que no sabes con precisión hacia dónde vas, hay que recordar desde dónde vienes”. Aquellas palabras, que tal vez perte­nezcan a otro pero que, desde entonces, siempre quiero recordar como pertenecien­tes a mi padre, son parte de mi cultura y, a la vez, una suerte de GPS ético en el ejercicio del oficio y en la vida misma. No se debe escribir –aunque se pueda– sin previamente pasar por la lectura. Y, mucho más, cuando de escribir se trata mi trabajo desde casi cinco décadas. Cuando fina­lizaba 1982, el 8 de diciem­bre, la voz intensa de Gabriel García Márquez llegó hasta mis oídos desde lejos. Verlo en la tele, vestido de blanco, como es común arroparse en su colombianísima Aracataca natal y, escucharlo desde la Sala de Conciertos de Esto­colmo, para explicar a quien quisiera oírlo “La soledad de América Latina”, me per­mitió imaginar que estaba frente a un ciudadano de la vieja Roma que, con orgullosa humildad, vestía la purísima toga cándida. Apoyándose en los textos de “Antonio Pigafe­tta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor el mundo” y, luego, en lo que produjeron como testimo­nios epocales “Los cronis­tas de Indias”, recordó como “uno de los tantos misterios nunca descifrados (…) el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Ata­hualpa y nunca llegaron a su destino”. Todo un dato sobre la corrupción y su historia.

“EL NUDO DE LA SOLEDAD”

En ese tono fantástico, aun­que brevemente, sugirió la relevancia que la codicia tiene entre las y los poderosos a la hora de explorar lo descono­cido con la idea de apropiarse de lo que finalmente fuere sin miramientos ni límites. En, de y desde esa mirada crítica explicó el colonialismo y sus efectos depredadores pero, inmediatamente aclaró que “la independencia del domi­nio español no nos puso a salvo de la demencia”. ¿La corrupción heredada como patología social? En aquella descripción formidable de nuestra América Latina que Gabo presenta como una “rea­lidad descomunal” sugiere y sostiene que, justamente por aquellos antecedentes coloniales demenciales y corruptos más que centena­rios, devenidos en culturales hasta nuestros días, “poetas y mendigos, músicos y pro­fetas, guerreros y malandri­nes, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para noso­tros ha sido la insuficiencia de los recursos convenciona­les para hacer creíble nues­tra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad”.

La antigua bandera de los piratas que dominaban la zona ahora en lugar de las espadas curvas ha cambiado por dos armas largas de guerra que usan las bandas criminales.

CORRUPCIÓN, CRUELDAD Y MUERTE

Y sí, es realmente increíble ver y saber de tanta muerte, de tanta crueldad, de tanta corrupción, de tanta insen­sibilidad social y, a la vez, es doloroso descubrir y descu­brirnos –mal que nos pese– en cada una de aquellas pala­bras expresadas por García Márquez. Como víctimas o victimarios. Tres mujeres periodistas y un fiscal fue­ron asesinados en los últi­mos días en Latinoamérica. Yesenia Mollinedo Falconi y Sheila Johana García Olivera, en México. Francisca Sando­val, en Chile. Marcelo Pecci, en Colombia. Con plomo, sin miramientos y prácticas cri­minales terminaron para siempre con sus vocaciones y convicciones al servicio de quienes procuran hallar y exponer la verdad. Con las muertes de las dos primeras colegas mencionadas, suman 11 las y los periodistas ultima­dos en tierras mexicanas por el narco en algunos casos asociado dolosamente con el poder político. Lo de siempre, desde siempre, puedo escribir con fundamento. El primero de los trabajadores de prensa ultimados en aquel bello y querido país fue Vicente Seguras Argüelles. Su vida terminó violentamente el 25 de diciembre de 1860. Sí, en la Navidad. Trabajaba, hasta ese día luctuoso, en el Diario de Avisos. El siguiente, Carlos Casarín, cayó en 1863. Desde entonces, la muerte parece imparable.

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REPÚBLICA DE PIRATAS

Existen historias escritas con sangre. Cuando se iniciaba el siglo XVIII –trescientos años atrás– lo que hoy es el Golfo de México, la zona de las Bahamas y el Mar Caribe, en general, eran espacios peligrosos. ¿Eran? Piratas y corsarios disputaban sin des­canso con extrema crueldad. Los primeros, con embar­caciones, armas y hombres dispuestos a todo, batalla­ban para hacerse de ricos botines que enormes barcos mercantes transportaban, desde la América expoliada hacia Europa. Eran bandas de delincuentes transnacio­nales, ilegales y delinquían en su propio beneficio. Los segundos, aunque hacían lo mismo que los otros, auspi­ciados por algunos gobiernos –generalmente de Francia e Inglaterra– tenían patente (autorización) para actuar así. Eran legales y robaban para algunas de las coro­nas que eran potencias en la época. Solo recibían como pago una parte de los teso­ros robados. Era una práctica común y aceptada. Piratas y corsarios. ¿Era otro mundo aquel que tanto se parece al de nuestros días? El Caribe era un infierno. Los cronis­tas de entonces dan cuenta que las y los pobladores huían espantados de sus chozas cos­teras hacia zonas más segu­ras cuando sabían que desde el mar llegaban Avary John, Benjamin Hornigold, Henry Jennings, Thomas Barrow “Barbanegra”, Sam Bellamy, Stede Bonnet, Anne Bonny y Mary Read, sinónimos de pánico. El pirata Every, ade­más, es quizás el primero al que se le reconoce por haber sobornado al gobernador de Nasáu, Nicholas Trott con plata, oro, 150 barriles de pólvora y más de 60 tonela­das de marfil para crear allí una “República de los Pira­tas” que ejerció el poder con prácticas despiadadas y tuvo el imperium. Un estado de bandidos, con bandidos y para bandidos.

TODO LO BUENO Y TODO LO MALO

Por aquellos años, legalidad e ilegalidad, dos categorías que a casi nadie importa­ban, convivían. Cualquier parecido con la actualidad es pura coincidencia. Un pesca­dor, con simpleza en la pala­bra, mientras navegábamos en esas aguas cálidas, trans­parentes, que reflejan color turquesa, dijo que “todo lo bueno y todo lo malo suce­dió y sucede en el Caribe”. ¿Por qué no creerle? Entre la belleza avasallante de esos paisajes, convenientemente oculta para invisibilizarla al turismo, se encuentran las pobrezas, las indigencias, los tabúes, flagelos, trage­dias y corrupciones. Allí ope­ran, en territorio dominado, varias organizaciones delic­tivas transnacionales de alta complejidad que, como cua­trocientos años atrás, aterro­rizan a la sociedad civil que opta por cerrar la boca, los ojos y los oídos. Saben que habitan en “zonas silencia­das” para conservar la vida. Nadie quiere hablar de esos temas. Trata, armas, drogas, turismo sexual infantil, son limites que nadie sobrepasa.

LAS DOS CARTAGENAS

Me sorprendí, tal vez allá por el 2000, cuando al decir “quiero conocer Cartagena”, alguien respondió: “¿Cuál de las dos?” Finalmente, lo supe. La Cartagena de Indias que se muestra, la que se vincula en el relato turístico román­tico con los piratas como atractivo, la que se extiende detrás de las enormes mura­llas que la rodean, es clara­mente diferente, distinta, de la que se sobrevive más allá de esos límites pétreos que guardan a esa ciudad museo que, desde 1984, es Patrimo­nio Histórico y Cultural de la Humanidad. La otra Carta­gena, avergüenza. Duele. Lo mismo pasa con la península de Baru, a la que equivocada­mente algunas personas men­cionan como isla. Hasta allí se puede llegar luego de recorrer unos 30 kilómetros por tierra (la opción que menos se reco­mienda) o luego de una breve navegación para atravesar la Bahía de Cartagena y sentir bajo los pies extrañas sensa­ciones cuando pisas arenas blancas y rosadas. En algu­nos momentos de cada día se puede escuchar el silencio. En otros, el tableteo de las ame­tralladoras. Con una mirada se puede llegar a ver el fondo mismo del mar cálido del área. Hasta allí llegó la pareja. Mar­celo Pecci –fiscal Especiali­zado contra el Crimen Orga­nizado, Narcotráfico, Lavado de Dinero y Financiamiento del Terrorismo, en Para­guay– con su esposa, Claudia Aguilera, periodista, emba­razada. Planeaban disfrutar de la luna de miel y celebrar en ese paradisíaco escena­rio el embarazo. Serían días para pensar y soñar juntos en “cambiar las cosas”. San­dra Quiñónez, fiscal general del Estado paraguayo, relata que fue “formalmente tes­tigo de la boda” y que, Mar­celo ese día, el 30 de abril, “estaba muy emocionado (…) y me contó que sería papá”. Paraguay se paralizó al saber del crimen. La tristeza ganó espacio entre la buena gente paraguaya. La radio, la tele, los portales, dieron cuenta inmediata de la tragedia. Las imágenes no tardaron en lle­gar. Claudia lloraba sobre el cuerpo de su marido cubierto con algo color negro. Fue a Colombia porque “se sentía atraído por la nueva ruta del Caribe”, comentó Quiñónez consternada. ¿Por qué razón habría de renunciar a conocer aquel paraíso en un momento de tanta felicidad en su vida? Desde cuando promediaban los años 80, en el siglo pasado, el narco se instaló en el área. Desde entonces se ha estruc­turado en aquella región “una red de agentes legales e ile­gales (sicarios, testaferros, lavadores de activos, políti­cos, jueces, policías y milita­res) que posibilitaron el desa­rrollo del narcotráfico a gran escala”, sostiene el académico Luis Fernando Trejos, en un estudio profundo sobre el “Narcotráfico en la región del Caribe”, que publicó la Fun­dación Friedrich Ebert. Leer el estudio estremece. Entre quienes ejercen el poder no pueden decir que no saben lo que pasa. Los discursos vacíos no se hicieron esperar. “Repu­diamos el asesinato del fiscal paraguayo Marcelo Pecci en Cartagena. Conversé con el Presidente @MaritoAbdo para manifestar mis condo­lencias y acordar toda la coo­peración para hallar a res­ponsables. @DirectorPolicia ya está en la ciudad para ade­lantar las investigaciones”, informó desde su cuenta en la red Twitter @ivanduque, jefe de Estado colombiano.

COOPTADOS POR EL CRIMEN

Palabras con sabor a nada. Claudia Julieta Duque, colega periodista colombiana y una de las más destacadas y per­seguidas en ese país, sobre quien pesan graves amena­zas, dijo lo que piensa, tam­bién en Twitter: “Solo un país cooptado por el crimen organizado permite que estas cosas pasen. No solo expor­tamos violencia. También la ofrecemos al mejor postor para acabar con los más bri­llantes funcionarios. Lamen­table desenlace de una his­toria de amor y un bebé en camino”. La historia de amor y muerte de Marcelo Pecci, su viuda Claudia Aguilera y el hijo o hija que no conocerá a su padre, interpela. Latinoa­mérica y el Caribe están en riesgo. Las organizaciones delictivas transnacionales de alta complejidad extienden los límites de los territorios que controlan a sangre y fuego para imponer sus leyes. Como cuatro siglos atrás en la Repú­blica de los Piratas. El colega Pepe Costa lo dice en Twitter: “Asesinato de @PecciMarcelo es claro mensaje del crimen organizado. Y muy probable inicio de etapa agravada del ‘narcoestado’ que sufrimos”. Yesenia y Sheila, en México; y, Francisca, en Chile, cayeron por lo mismo que Marcelo. La búsqueda de la verdad. Esa verdad que se pretende ocul­tar. Esa verdad constituida como misterio de Estado. Por informarse para informar. Por saber para juzgar y apli­car la ley. Esa es la verdad que brota de “las venas abiertas de América Latina”, como nos lo reveló Eduardo Galeano. Periodistas, operadoras y operadores de justicia saben que cada jornada puede que sea la última que vivan. Las y los poderosos -que quieren disimular y esconder la tra­gedia y sus efectos- deman­dan buenas noticias. ¿Dónde encontrarlas señoras y seño­res, damas y caballeros, todos y todas? ¿Qué hacen ustedes desde el poder que ostentan para que ello ocurra? Ellas y ellos –nuestras muertas y muertos– también querían hacerlo. Sin embargo, una y otra vez deben dar cuenta de asesinatos, de secuestros, de torturas, de amenazas, de exilios, de desplazamientos internos, de familias desgua­zadas, de pobrezas, de indi­gencias, de desesperaciones, de miedos, de pánicos, de espionajes, de la vulneración de intimidades, de corrup­ciones, de connivencias cri­minales, de pesadillas que, como ellas y ellos, padecen mujeres y hombres que habi­tan en todas partes, en donde pueden y como pueden. Por esa razón vuelven siempre a lo mismo. A contar historias o intentar hacer justicia para dejar a la intemperie a pode­rosas y poderosos tan noci­vos como miserables que con­viven con el delito, en delito, desde el delito y para el delito asociados con el crimen orga­nizado. Yesenia, Sheila, Fran­cisca y Marcelo supieron de los riesgos y decidieron asu­mirlos. Como 30 años atrás Santiago Leguizamón o, más cerca en el tiempo, Leo Veras. Por esa convicción y compro­miso con la verdad fueron asesinadas y asesinados. La república de los piratas, defi­nitivamente, ha vuelto para imponer sus leyes y códigos a balazos. “La narcopolítica es el terreno fértil para que el crimen organizado siga avanzando en la sociedad y amenazando de muerte al Estado de Derecho. ¿Podre­mos parar eso de una buena vez?, pregunta Pepe Costa. No lo sé hermano. Solo me atrevo a pensar y escribir que, así las cosas, América Latina y el Caribe, siguen en soledad y con sus venas abiertas.

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