Juan Ortiz tenía 18 años a mitad del 2009 cuando salió para una fiesta como todos los fines de semana. Sus padres sabían de ello, aunque no el destino preciso. Una llamada inoportuna en la madrugada alertando sobre su secuestro.

  • Por Óscar Lovera Vera
  • Periodista

Sábado 22 de agosto del 2009. –Un poco de perfume y estoy hecho. Esta noche es para farrear, además el tiempo me da de sobra, apenas son las 21:30. Juan Ortiz se preparaba para recorrer la madrugada, tenía 18 años y su juventud le daba tanta energía para amanecer con amigos de fiesta en fiesta.

-¡Chau, papá!, gritó desde la puerta principal, que luego la cerró a sus espaldas. Su vivienda estaba ubicada en el barrio Juan E. O’Leary de Ciudad del Este. A partir de ahí su destino era incierto, dejaría que los men­sajes con amigos definieran la hoja de ruta, dónde comenzar –con la famosa previa– y luego continuar. Algo seguro era no definir cómo terminaría. Para él el futuro era impredecible.

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Subió a su Fiat Palio, puso el motor en marcha. Ya tenía el destino y estaba convencido de que era uno bueno.

HORAS DESPUÉS…

03:30 AM, Domingo 23 de agosto. El vibrador del teléfono desliza el celular sobre la mesa de madera, el sonido de repi­queteo es molestoso. -¿Quién será a esta hora?, dijo Juan Vicente, padre de Juan. Vio la pantalla y era el número de su hijo, en secuencias de segun­dos su mente le advirtió que podría necesitar de ayuda y contestó sin titubear. -¡Hola, Juan, hijo, ¿qué pasó? -¡Papá, me secuestraron, ayúdame papá. Esto tipos son peligro­sos, me van a matar!, sollozó y con la voz quebrada Juan pedía auxilio a su padre…

En ese momento todos los sen­tidos de Juan Vicente rompie­ron la somnolencia y se encen­dieron como la luz de la pequeña lámpara junto a la cama, ilu­minó la habitación y avizoró una madrugada de caos.

-¡¿Qué, qué pasó, Juan?!, pre­guntó inmediatamente al escuchar eso, le costaba creer. Por un momento intentó importunar su pánico con la idea sobre una broma hecha por su hijo, pero no fue así.

-Me va a prestar atención, si querés de nuevo a tu hijo. Quiero 100.000 dólares, nada de policías ni prensa. Yo te voy a llamar de nuevo. La llamada se cortó, las pul­saciones sonaban como pun­zantes en el pecho de ese hombre, su desesperación comenzó a desencadenar en su motricidad, tanto que no podía reaccionar. Quedó impactado. Su hijo estaba en manos de unos delincuentes.

¿DÓNDE ESTÁ JUAN?

Media hora más tarde, el Fiat Palio fue hallado en inmedia­ciones de un canal de televi­sión de la ciudad. Estaba sin las llaves y las puertas sin seguro. Alguien lo dejó en ese lugar para despistar.

7:00 horas. El teléfono de Vicente volvió a sonar. El timbre rompió el silencio que sumaba confusiones en la casa. Don Vicente no tenía enemigos, deu­das o amenaza para que tomen en cautiverio a su hijo.

El teléfono sonaba insistente. Juan Vicente corrió a contes­tarlo, lo dejó sobre la mesa del comedor; eran ellos. -¿Ya tienen la plata?, dijo la voz extraña que confirmó el rapto en la llamada anterior. –No, señor. No llego a ese monto. Tengo quince mil dólares y eso te puedo dar en este mismo instante, dijo Juan, pensando que convencería a los criminales.

-No, ese no es el trato. Junte la plata que queremos o ya sabe qué pasará… La llamada se vol­vió a cortar. La desesperación del papá de Juan se triplicó. No sabía de dónde sacar dinero y en su cabeza galopaba la idea de que su hijo podría ser asesinado si no lograba completar los 100 mil dólares.

Antes de la media mañana, una dotación de agentes poli­ciales llegó a la casa. Era un edificio ubicado en las calles Alejo García y General Rodrí­guez de la capital esteña. Los agentes convencieron al papá de Juan de que las negociacio­nes se debían realizar desde otro sitio. Para despistar y no comprometer la integridad del hombre, más de la que ya estaba con el plagio de su hijo.

De aquel departamento par­tieron a una residencia en el Paraná Country Club, esa sería la base de operaciones para lidiar con los plagiadores.

LA TERCERA LLAMADA

Ese domingo se hizo eterno. La última vez que supieron de los secuestradores fue poco después de las 7:00 de la mañana, más nada.

Juan Vicente era interro­gado por la policía. Necesita­ban saber con quiénes lidia­ban. Juan estaba confundido, reflexionó nuevamente sobre su vida y si llegó a incomodar a alguien para sospechar de un plagio por venganza polí­tica o económica. Pero nada tenía sentido.

El agente Carlos Ramírez, un oficial con experiencia en deli­tos de frontera, lo miró fija­mente y le preguntó al hom­bre: ¿Está siendo totalmente sincero, señor? ¿Está seguro de que no tiene amenazas o rivales que pudieran tener vínculos con alguna organi­zación criminal? La firmeza en la voz de ese policía provocó en Juan hasta dudas sobre su memoria y solo atinó a res­ponder lo que ya repasó varias veces: -Mire, oficial, yo solo tuve el cargo de asesor jurí­dico de la Gobernación de Alto Paraná, mi trabajo siempre fue técnico, de asesoría y hasta muchas veces rutinario. Nada que pudiera molestar a otras personas, mencionó con bas­tante seguridad Juan Vicente.

La tarde avanzó dando pasos inseguros a la noche, eso por­que la familia no quería una noche más sin tener a “Chispa”, como lo llamaban sus amigos, fuera de la casa.

Cada integrante del entorno de Juan fue indagado, ami­gos, compañeros de colegio y personas con quienes se rela­cionó íntimamente. Nada se tenía, los investigadores esta­ban en blanco. Los informan­tes del submundo no tenían detalles de la gestación de un plan de secuestros por parte de alguna banda criminal. Nada que pudiera llevar a pensar que un grupo grande buscaba una ventaja econó­mica rápida, lo que llaman un secuestro exprés. Con esta información, el oficial Ramírez abrió una segunda hipótesis: una banda de inex­pertos improvisados que se asociaron para cometer exclusivamente este secues­tro con un fin en particular. No podían descartar, la idea tenía lógica. Solo que estaba igual de insostenible como las otras sospechas que tenían.

Se acercaba la medianoche y nadie podía cerrar los ojos. No sabían en qué momento podían volver a llamar. Todos se mos­traban intranquilos, iban y venían de la cocina, la pertur­badora idea de un desenlace adverso les secaba la garganta.

23:00 horas, domingo 23 de agosto. El celular comenzó su danza monofónica vibratoria sobre el desayunador. Se des­plazaba suicida al borde de aquella mesa. Una mano se extendió oportuna para alcan­zarlo y entregársela a Juan Vicente, el único que podía conversar con los delincuentes.

-¡Hola, ¿papá?! Era “Chispa” al teléfono. Lo dejaron hablar como prueba de vida.

Juan Vicente respondió sin dudar, reconoció la voz al ins­tante -¡Hola, hijo, soy yo! ¿Estás bien? –Sí, papá, sí. Estoy acá, vendado, pero bien. Cené pollo hoy, estoy comiendo y me tra­taban bien…

La llamada cambió de inter­locutor. El negociador de los secuestradores arrebató el telé­fono a Juan y directamente pre­guntó: ¿Mi dinero, ya tenés?

Juan Vicente quedó en silen­cio, no sabía si mentir o ser sin­cero. La vida de su hijo estaba en riesgo y no podía resolver si –tras escuchar a su hijo– debía seguirles el juego para com­prarle tiempo a la policía o ser él honesto e intentar ablan­dar al criminal para que baje sus pretensiones. El dilema era complejo, pero ya debía contes­tar. Fue valiente y se arriesgó.

-No, señor, no llego a ese monto, no soy un hombre de mucho dinero. Puedo llegar a conseguir la mitad, pero no más que eso. Ya no sé más a quién recurrir…

Hubo un silencio más largo e intenso del que él se tomó para responder con antelación. -¿Hola?, insistió Juan. Nece­sitaba desesperadamente una respuesta, la ansiedad lo car­comía, no durmió nada ese día y solo necesitaba de vuelta a su hijo. No sabía con quiénes tra­taba y le mortificaba no poder manejar la situación. Nunca se preparó para algo así. La pausa en la llamada lo estaba matando. Hasta que por fin unas palabras se escucharon…

-Por hoy es suficiente, mañana te digo qué pasará… y el sonido que marca el final de llamada dio paso a más zozobra…

Continuará…

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